DIR: ROMAN POLANSKI
INT: EMMANUELLE SEIGNER, MATHIEU AMALRIC
FRANCIA, 2013, 96'
Como ocurre con su arrolladora protagonista, La venus de las pieles nos hace dudar sobre si lo que estamos viendo es un juego, una broma, o por el contrario, algo completamente serio y quizá hasta peligroso. La acción transcurre en un viejo teatro situado en un boulevard parisino. El patio de butacas está vacío; sobre el escenario, parte del decorado de una producción belga de La diligencia: cactus de cartón piedra y montañas pintadas. A un lado, como fuera de lugar, un diván y un escritorio decimonónicos. Entre todas esas cosas, un director, Thomas (Mathieu Amalric), lamenta por teléfono no haber encontardo a la protagonista de su próximo estreno entre las aspirantes que se han presentado a las pruebas. Con la indignación típica del intelectual airado, se queja de la falta de madurez de las jóvenes actrices: la mitad le parecían putas, y la otra mitad bolleras. La obra en cuestión adapta la novela La venus de las pieles, escrita en 1869 por Leopold von Sacher-Masoch, el escritor austriaco que dio nombre al masoquismo. Es una historia de seducción y dominación, en la que un noble se convierte en el esclavo de una misteriosa mujer disfrutando de un extraño placer en su sumisión. Como respuesta a sus plegarias o como castigo por su arrogancia, aparece Wanda (Emmanuelle Seigner), una aspirante a actriz ruidosa y de modales vulgares que llega con el pelo humedecido por la lluvia y dispuesta a que el director le de una oportunidad. Tras quitarse el abrigo, aparecerá embutida en unas ridículas ropas ajustadas de cuero, rematadas por una correa de perro al cuello, porque tiene entendido que la obra es “rollo sadomaso”. Cuando Thomas, a regañadientes, consiente escucharla decir el texto, descubrirá asombrado cómo esta Wanda se transforma inmediatamente en la refinada y dominadora aristócrata Wanda von Dunajew, de modales calmados y voz suave.
Emmanuelle Seigner domina la escena |
Lo que se desarrolla a continuación es una serie de variaciones sobre los temas del rostro y la máscara; del hombre y la mujer; del autor y el personaje; del teatro y la vida. Los equilibrios de poder comienzan a invertirse: Wanda cambia la iluminación para crear el escenario adecuado, en uno de los primeros pasos que da para apoderarse del espacio. Después, comienza a repartir los papeles: ante la ausencia de alguien que le pueda dar la réplica, le asigna a Thomas el rol del protagonista, Severin von Kusiemski. Luego, interviene en el vestuario: misteriosamente, aparece en su bolsón un batín de época que a Thomas le sienta como un guante. Cuando termina de declamar la primera escena de la obra, el embrujo ya se ha creado, y Thomas creerá estar delante de la Wanda que ha imaginado en su adaptación. Como una nueva Sherezade, la actriz mantendrá prisionero al director usando como arma únicamente sus recursos dramáticos. El uso del conocimiento es un elemento clave en esta redistribución del poder: Thomas desplega sus conocimientos como una herramienta de autoridad: él sabe los nombres, las fechas, los lugares, las clasificaciones, conoce las valoraciones y las interpretaciones, tiene un perro que se llama Derrida. Wanda es más astuta: se presenta como ignorante e inculta, luego va dejando caer evidencias de que sabe más de lo que da a entender. Sin embargo, nunca revela la magnitud total de sus conocimientos, en lo que es una estrategia para controlar la situación. Lo que más oculto queda es su verdadera identidad, y el papel que representa en este juego. Podría ser una detective privada, una admiradora despechada o cualquier otra cosa.
Matheu Amalric se presta a este extraño juego de poder |
La seducción forma parte del juego |