DIR: CIRO GUERRA
INT: NILBIO TORRES, ANTONIO BOLÍVAR, JAN VIJBOET
COLOMBIA, 2015, 125'
La nueva película del colombiano Ciro Guerra presenta dos puntos de interés principales. El primero de ellos es su protagonista, el chamán nativo Karamakate, interpretado por Nilbio Torres en su juventud y por Antonio Bolívar cuando ya es un anciano. Último superviviente de una tribu desaparecida, Karamakate lleva una existencia estoica a las orillas del Amazonas, perturbada únicamente por la aparición de dos exploradores occidentales. En su juventud, viaja río arriba junto al viejo explorador moribundo Theo (Jan Vijvoet) en busca de la planta que podría curarle. De forma paralela, el anciano Karamakate acompaña al joven científico Evan (Brionne Davis) en busca de la misma planta, esta vez con fines científicos. La película nos presenta los dos viajes y las dos edades de Karamakate, de manera paralela, como si cada una de las experiencia fuera un espejo de la otra. Dos o tres detalles en el diálogo y en la ambientación nos indican que estamos en las primeras décadas del siglo XX, un momento en el mundo que conoce el protagonista se encuentra en su ocaso.
Karamakate es una figura es una figura imponente, dotada de una digna serenidad. Recibe a sus visitantes blancos con displicencia, no dejando nunca de recordarles (a ellos y a los espectadores) lo que la presencia occidental ha significado para su pueblo. Ciro Guerra pretende reflejar el punto de vista nativo de este encuentro entre culturas, y en el recorrido a través del amazonas contemplaremos las diversas formas de violencia que los habitantes nativos sufrieron a manos de los occidentales. El recorrido es tremendamente didáctico, desde la violencia de las caucherías que devastaron la selva empleando a sus habitantes como mano de obra esclava, hasta la colonización cultural de los misioneros católicos, que se esfuerzaron por borrar cualquier rastro de cultura autóctona. Durante el viaje, Karamakate se muestra como un guía atento al lenguaje de la naturaleza y conocedor de sus secretos ocultos. Su armonía con el medio en el que vive pretende convertirse en una lección para sus acompañantes blancos, quizá así consiga transmitir algo del conocimiento de su pueblo antes de que éste desaparezca por completo. Karamakate tiene más de una, de dos y de tres cosas del arquetipo del buen salvaje, aunque en un momento determinado , se refiere a una tribu que encuentran en su camino diciendo que sus miembros son “menos que humanos”, algo a lo que Evan responde diciendo que por fin le escucha hablar como un blanco.
El otro gran interés de la película es la manera en que explora la naturaleza de la Amazonia. Guerra se inspiró en los diarios y las imágenes que dejaron dos exploradores reales, el alemán Theodor Koch-Grünberg y el norteamericano Richard Evans Schultes, cuyas figuras se rememoran de manera friccionada en la película. Esa inspiración explica la decisión más inesperada de la película: filmar la selva en blanco y negro. Por un lado, pretende traer a la memoria las imágenes monócromas de aquellos exploradores y colonizadores que se adentraron en el Amazonas durante el siglo XIX y principios del XX. Por otra parte, el director ha declarado que considera que la selva es muy monótona visualmente, con la presencia dominante y abrumadora del intenso verde vegetal que se extiende por casi todas las superficies. Rodada en película de 35mm, el blanco y negro de bajo contraste del director de fotografía David Gallego revela con infinidad de matices el entorno en que se mueven los personajes gracias a la detallada gradación de brillos y sombras. La selva se convierte en una presencia activa y la vez simbólica en la película: para Karamakate es una extraña criatura llena de vida pero capaz de provocar la muerte si no se respetan sus reglas, para los occidentales es un entorno capaz de ser descubierto, medido, clasificado, registrado sobre película fotográfica.
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lunes, 7 de marzo de 2016
miércoles, 2 de marzo de 2016
Anomalisa
Publicada el 5:00por Alejandro Gaspar
DIR: CHARLIE KAUFMAN, DUKE JOHNSON
VOCES: JENNIFER JASON LEIGH, TOM NOONAN, DAVID THEWLIS
EEUU, 2015, 90'
Si la aparición en las carteleras de una película como Anomalisa, una pieza de animación stop-motion firmada por Charlie Kaufman, puede resultar sorprendente, sus orígenes aún resultan más extraños. Anomalisa fue creada por el guionista de Cómo ser John Malkovich, Adaptación o Olvídate de mi para el “Theatre of the new ear” (El “Teatro de la nueva oreja”), una iniciativa del compositor Carter Burwell (el músico habitual en las películas de los hermanos Coen) para representar “obras sonoras”. La representación consistía en un programa doble en el que los actores leían sus frases sentados sobre taburetes en el escenario, acompañados por una orquesta mientras un especialista en efectos sonoros creaba la ambientación de la obra. La idea era recuperar frente a una audiencia en directo las técnicas empleadas en los antiguos programas de teatro radiofónico. Uno de los espectadores de la obra, el actor cómico Dino Stamatopoulos insistió a Kaufman para que convirtiera Anomalisa en una película de animación Stop-motion a través de su compañía, Starburn Industries. La película se financió gracias a una campaña de crowdfunding a través de la popular web Kickstarter, para entonces se había unido al proyecto el veterano director de animación Duke Johnson, que junto a Kaufman se encargaría de dirigir la película. La película que ha llegado hasta nosotros a través de este tortuoso camino delata sus orígenes: es una película que hace un uso original y poderoso de las posibilidades dramáticas de la voz humana, y en la que la laboriosa técnica de animación empleada se convierte en un elemento clave.
El protagonista es Michael, un exitoso escritor de manuales de autoayuda para profesionales de atención al cliente. Su último libro se llama “Ayúdame a ayudarte” y su fotografía sonriente ocupa toda la portada. Es lo suficientemente popular como para ganarse la vida a través de una gira de conferencias, de manera que una lluviosa noche de invierno, el escritor aterriza en Cinccinatti y se registra en el hotel Fregoli. A pesar de su éxito y su estilo de vida desahogado, Michael (cuya voz en la versión original pertenece al actor David Thewlis) es un hombre profundamente triste, con una gran incapacidad para conectar con las personas que le rodean. Cualquier contacto resulta doloroso para él: el roce del hombre que inadvertidamente le coge la mano en el avión, la conversación del taxista que ofrece opiniones quizá demasiado entusiastas sobre los atractivos de la ciudad, la forzada amabilidad de los empleados del hotel con sus maneras mecánicas y sus palabras aprendidas. En el mundo que le rodea, todas las personas parecen la misma, como si fueran seres indiferenciados que hablaran con la misma voz. De hecho, eso es exactamente lo que ocurre: todos los personajes, excepto los dos protagonistas, hablan con la voz del actor Tom Noonan. Incluso la mujer y el hijo pequeño de Michael. El poco distintivo hotel de lujo que acoge a Michael, el hotel Fregoli, hace referencia a una extraña enfermedad. Quienes la sufren creen que varias de las personas que les rodean son en realidad la misma.
Cinccinatti no es un lugar más en el periplo de Michael por aeropuertos y hoteles. Una vez instalado, el escritor saca de su bolsillo una vieja carta llena de recriminaciones escrita por una mujer a la que abandonó sin dar explicaciones diez años atrás, una mujer que vive en Cinccinatti Su cita en el bar del hotel se convierte en una sucesión de palabras gastadas, resentimiento silencioso, y una torpe invitación sexual completamente inapropiada para la situación. Si, Michael es esa clase de persona. Pero si parece una persona con la que no resulta demasiado agradable compartir el tiempo, al menos somos conscientes de que él mismo sufre más que nadie su propia existencia. No resulta fácil verse rodeado de superficies pulidas y frías, en un mundo de rostros indiferenciables, en el que todas las personas hablan con la misma voz, una voz monocorde y desinteresada. Michael es un tipo en el que las tendencias individualistas de nuestra sociedad se han enquistado hasta convertirse en una sólida capa de egoísmo, profunda e impenetrable, capaz de dañarle a él tanto como a las personas que le rodean. Él es, desde luego, responsable en gran medida de sus propios males. Sus libros, sin ir mas lejos, son un recetario para el aislamiento y la estandarización humana, ofreciendo consejos que convierten a las personas en individuos aislados preocupados únicamente por sus propios problemas, interactuando a través de una serie de rutinas específicas aprendidas mediante la repetición, aumentando la productividad en un 90% durante el proceso.
Michael es una marioneta, algo que no solamente hace referencia al aspecto puramente técnico de la película, sino que se introduce en la propia historia. Una fractura divide el rostro de los personajes en dos mitades, una fractura que en todas las producciones de animación stop-motion se elimina mediante efectos digitales, pero que en esta ocasión los cineastas prefieren dejar presente. Mediante ese recurso, Kaufman y Johnson exponen la artificialidad de los personajes, la convierten en un elemento más de su psicología. Michael contempla a quienes le rodean como poco más que seres inanimados, y en algún momento de extraña introspección parece a punto de explorara su propia condición artificial. Mucho se ha escrito acerca de las marionetas como imágenes de la condición humana (Véase: Schopenahuer), aquí Kaufman y Johnson utilizan la metáfora de manera poderosa a lo largo de la película: al fin y al cabo su propio protagonista se pregunta las razones de sus movimientos, que como los de todos quienes les rodean parecen haberse convertido en una mecánica ensayada.
De cualquier forma, a pesar de protagonizar una película de animación, la peripecia de Michael se parece bastante a la de un protagonista del clásico realismo sucio norteamericano: un hombre que fuma demasiado, bebe demasiado y se agarra al sexo como si fueran la única manera de recordarse a sí mismo que aún está vivo. ¿Qué podría sacarle de esa situación? Una voz, la voz de una mujer interpretada por Jennifer Jason Leigh, a quien Michael oye desde la soledad de su habitación, rompe inesperadamente la monotonía de decenas de Tom Noonans. Michael la persigue como si su vida dependiera de ello, y en una habitación de su mismo piso se encuentra con Lisa, la encargada de un grupo de teleoperadores que ha venido a Cincinatti expresamente a escucharle. Lisa es una muchacha tímida e insegura, que oculta bajo su pelo una vieja cicatriz junto a su ojo derecho como si fuera algo vergonzoso y que parece herida por algo que ni siquiera ella es capaz de explicar. A pesar de su apariencia insignificante, Lisa se distingue ante Michael con su voz nítida y cristalina, como alguien dotado de una personalidad propia en un mundo de rostros indiferenciables. Lisa convierte la película en una historia acerca de la posibilidad de la conexión entre dos seres humanos, algo que se refleja de manera especialmente poderosa en una detallada escena de sexo en la que cada movimiento, cada roce se convierte en una expresión del éxtasis por acercase al otro, de la ansiedad ante el contacto ajeno, de la sospecha de que en el fondo cada individuo vive encerrado en su propia realidad.
Anomalisa es una película que funciona a niveles muy distintos y que de forma sorprendente se potencian entre si. Kaufman y Johnson consiguen que nos interesemos por un personaje tan poco fascinante como Michael, desplegando una capacidad de observación y una profundidad psicológica heredada de la rica tradición literaria norteamericana acerca de las miserias masculinas. El empleo de la animación, que corre a cargo principalmente de Johnson, se convierte en una herramienta increíblemente expresiva que añade resonancia simbólica y dinamismo plástico a las imágenes de la película. El distanciamiento que las figuras animadas proporciona a lo que es una historia eminentemente realista ayuda a desplegar el sentido del absurdo característico de Kaufman, esos tres o cuatro grados de separación de la realidad que convierten sus creaciones en algo sutilmente sorprendente. La condición de miniatura de Anomalisa es engañosa: estética y dramáticamente estamos ante una película de largo alcance.
VOCES: JENNIFER JASON LEIGH, TOM NOONAN, DAVID THEWLIS
EEUU, 2015, 90'
Si la aparición en las carteleras de una película como Anomalisa, una pieza de animación stop-motion firmada por Charlie Kaufman, puede resultar sorprendente, sus orígenes aún resultan más extraños. Anomalisa fue creada por el guionista de Cómo ser John Malkovich, Adaptación o Olvídate de mi para el “Theatre of the new ear” (El “Teatro de la nueva oreja”), una iniciativa del compositor Carter Burwell (el músico habitual en las películas de los hermanos Coen) para representar “obras sonoras”. La representación consistía en un programa doble en el que los actores leían sus frases sentados sobre taburetes en el escenario, acompañados por una orquesta mientras un especialista en efectos sonoros creaba la ambientación de la obra. La idea era recuperar frente a una audiencia en directo las técnicas empleadas en los antiguos programas de teatro radiofónico. Uno de los espectadores de la obra, el actor cómico Dino Stamatopoulos insistió a Kaufman para que convirtiera Anomalisa en una película de animación Stop-motion a través de su compañía, Starburn Industries. La película se financió gracias a una campaña de crowdfunding a través de la popular web Kickstarter, para entonces se había unido al proyecto el veterano director de animación Duke Johnson, que junto a Kaufman se encargaría de dirigir la película. La película que ha llegado hasta nosotros a través de este tortuoso camino delata sus orígenes: es una película que hace un uso original y poderoso de las posibilidades dramáticas de la voz humana, y en la que la laboriosa técnica de animación empleada se convierte en un elemento clave.
El protagonista es Michael, un exitoso escritor de manuales de autoayuda para profesionales de atención al cliente. Su último libro se llama “Ayúdame a ayudarte” y su fotografía sonriente ocupa toda la portada. Es lo suficientemente popular como para ganarse la vida a través de una gira de conferencias, de manera que una lluviosa noche de invierno, el escritor aterriza en Cinccinatti y se registra en el hotel Fregoli. A pesar de su éxito y su estilo de vida desahogado, Michael (cuya voz en la versión original pertenece al actor David Thewlis) es un hombre profundamente triste, con una gran incapacidad para conectar con las personas que le rodean. Cualquier contacto resulta doloroso para él: el roce del hombre que inadvertidamente le coge la mano en el avión, la conversación del taxista que ofrece opiniones quizá demasiado entusiastas sobre los atractivos de la ciudad, la forzada amabilidad de los empleados del hotel con sus maneras mecánicas y sus palabras aprendidas. En el mundo que le rodea, todas las personas parecen la misma, como si fueran seres indiferenciados que hablaran con la misma voz. De hecho, eso es exactamente lo que ocurre: todos los personajes, excepto los dos protagonistas, hablan con la voz del actor Tom Noonan. Incluso la mujer y el hijo pequeño de Michael. El poco distintivo hotel de lujo que acoge a Michael, el hotel Fregoli, hace referencia a una extraña enfermedad. Quienes la sufren creen que varias de las personas que les rodean son en realidad la misma.
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En Anomalisa, los seguidores de Kaufman podrán encontrar nuevas muestras de su sentido del absurdo. |
Cinccinatti no es un lugar más en el periplo de Michael por aeropuertos y hoteles. Una vez instalado, el escritor saca de su bolsillo una vieja carta llena de recriminaciones escrita por una mujer a la que abandonó sin dar explicaciones diez años atrás, una mujer que vive en Cinccinatti Su cita en el bar del hotel se convierte en una sucesión de palabras gastadas, resentimiento silencioso, y una torpe invitación sexual completamente inapropiada para la situación. Si, Michael es esa clase de persona. Pero si parece una persona con la que no resulta demasiado agradable compartir el tiempo, al menos somos conscientes de que él mismo sufre más que nadie su propia existencia. No resulta fácil verse rodeado de superficies pulidas y frías, en un mundo de rostros indiferenciables, en el que todas las personas hablan con la misma voz, una voz monocorde y desinteresada. Michael es un tipo en el que las tendencias individualistas de nuestra sociedad se han enquistado hasta convertirse en una sólida capa de egoísmo, profunda e impenetrable, capaz de dañarle a él tanto como a las personas que le rodean. Él es, desde luego, responsable en gran medida de sus propios males. Sus libros, sin ir mas lejos, son un recetario para el aislamiento y la estandarización humana, ofreciendo consejos que convierten a las personas en individuos aislados preocupados únicamente por sus propios problemas, interactuando a través de una serie de rutinas específicas aprendidas mediante la repetición, aumentando la productividad en un 90% durante el proceso.
Michael llega a Cincinatti
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¿Puede convertirse Lisa en una posibilidad de salvación para Michael? |
De cualquier forma, a pesar de protagonizar una película de animación, la peripecia de Michael se parece bastante a la de un protagonista del clásico realismo sucio norteamericano: un hombre que fuma demasiado, bebe demasiado y se agarra al sexo como si fueran la única manera de recordarse a sí mismo que aún está vivo. ¿Qué podría sacarle de esa situación? Una voz, la voz de una mujer interpretada por Jennifer Jason Leigh, a quien Michael oye desde la soledad de su habitación, rompe inesperadamente la monotonía de decenas de Tom Noonans. Michael la persigue como si su vida dependiera de ello, y en una habitación de su mismo piso se encuentra con Lisa, la encargada de un grupo de teleoperadores que ha venido a Cincinatti expresamente a escucharle. Lisa es una muchacha tímida e insegura, que oculta bajo su pelo una vieja cicatriz junto a su ojo derecho como si fuera algo vergonzoso y que parece herida por algo que ni siquiera ella es capaz de explicar. A pesar de su apariencia insignificante, Lisa se distingue ante Michael con su voz nítida y cristalina, como alguien dotado de una personalidad propia en un mundo de rostros indiferenciables. Lisa convierte la película en una historia acerca de la posibilidad de la conexión entre dos seres humanos, algo que se refleja de manera especialmente poderosa en una detallada escena de sexo en la que cada movimiento, cada roce se convierte en una expresión del éxtasis por acercase al otro, de la ansiedad ante el contacto ajeno, de la sospecha de que en el fondo cada individuo vive encerrado en su propia realidad.
Anomalisa es una película que funciona a niveles muy distintos y que de forma sorprendente se potencian entre si. Kaufman y Johnson consiguen que nos interesemos por un personaje tan poco fascinante como Michael, desplegando una capacidad de observación y una profundidad psicológica heredada de la rica tradición literaria norteamericana acerca de las miserias masculinas. El empleo de la animación, que corre a cargo principalmente de Johnson, se convierte en una herramienta increíblemente expresiva que añade resonancia simbólica y dinamismo plástico a las imágenes de la película. El distanciamiento que las figuras animadas proporciona a lo que es una historia eminentemente realista ayuda a desplegar el sentido del absurdo característico de Kaufman, esos tres o cuatro grados de separación de la realidad que convierten sus creaciones en algo sutilmente sorprendente. La condición de miniatura de Anomalisa es engañosa: estética y dramáticamente estamos ante una película de largo alcance.
viernes, 19 de febrero de 2016
Carol
Publicada el 9:08por Alejandro Gaspar
DIR: TODD HAYNES
INT: ROONEY MARA, CATE BLANCHETT, KYLE CHANDLER
EEUU, 2015, 118'
Patricia Highsmith escribió su novela Carol en 1952. Para entonces acababa de publicar Extraños en un tren, pero a pesar del éxito de su primera novela y de la adaptación cinematográfica de la misma que acababa de rodar Alfred Hitchcock, la autora aún no era considerada una maestra del misterio. Para ello tendría que esperar a la publicación, tres años después, de El talento de Míster Ripley. Carol era una novela de corte autobiográfico escrita para ser el primer relato en que una relación entre dos mujeres tuviera un final feliz: la escritora estaba harta del tono trágico y tremebundo que se solía emplear en ese tipo de historias. Sin embargo, a pesar de que se trata de una historia de amor, la atmósfera inquietante de sus novelas más famosas recorre todo el relato. Para Highsmith, el amor es algo parecido a un crimen, porque implica el deseo de doblegar la voluntad de la otra persona, de ejercer un dominio cercano a la violencia. En su novela, la joven protagonista se descubre deslumbrada ante la presencia de una dama de la alta sociedad neoyorquina, un mujer que parece ejercer sobre ella un poder cuya intensidad le resulta difícil de entender. La imposibilidad de conocer al ser amado es el verdadero misterio de una novela directa e intensa, escrita cuando la identidad homosexual contemporánea estaba por definir. La confusión que refleja el libro era algo profundamente personal: Carol estaba escrita por una mujer que se sometía a sesiones de psicoanálisis con el fin de ser “apta para el matrimonio” y que, a pesar del carácter reivindicativo de la obra, no se atrevió a publicarla bajo su propio nombre hasta casi cuarenta años después.
Muchas cosas han cambiado, como es lógico, en esta adaptación realizada por Todd Haynes más de medio siglo después. Su protagonista, Therese Belivet (Rooney Mara), es ahora el personaje misterioso, una joven que oculta sus emociones tras una expresividad reticente y reservada. Therese aún no se ha convertido en la fotógrafa que quiere ser y está embarcada en una relación con un chico cuya solidez le parece cuanto menos dudosa. De momento, trabaja en unos grandes almacenes neoyorquinos vendiendo muñecas y trenes eléctricos. Allí se verá sorprendida por la aparición de Carol Aird, una dama de sociedad que despliega sin esfuerzo toda la elegancia de la que es capaz Cate Blanchett. Desde su primer encuentro, Carol provoca fijación en la mirada y temblor en las manos de Therese, bajo la calma de la joven dependienta se intuye un tumultuoso desconcierto. Pronto, Carol y Therese se aíslan en su propia burbuja, aisladas del resto del mundo tras los cristales de los automóviles, las ventanas de los cafés, las cortinas de lluvia que nunca deja de caer en esa Nueva York invernal: es una historia que avanza a través de miradas, de frases que parecen no decir nada, de roces casuales con la punta de los dedos.
Todd Haynes filma a sus dos protagonistas con una extraordinaria atención a sus gestos, especialmente a los roces aparentemente casuales de sus manos, a las miradas que quizá se prolongan un instante más de lo necesario. Viven en un mundo en el que no existe un vocabulario para expresar sus sentimientos y el vínculo que anhelan, de manera que su comunicación más sincera reposa a menudo en acercamientos tímidos, agazapados bajo las convenciones y las costumbres del momento. Durante la primera hora de la película, en la que la relación amorosa entre Carol y Therese es secreta y subterránea (en aquellos tiempos la homosexualidad continuaba siendo el amor que no se atreve a decir su nombre) Haynes escruta la evolución de una relación capturando momentos fugaces e insignificantes cuyo significado resulta difícil de ponderar, incluso para las propias protagonistas. La época y el lugar, Nueva York y el inicio de los años cincuenta, ya no está contemplado con la mirada directa y sin pretensiones de la novela de Highsmith, contemporánea a los hechos narrados. Ahora, la mirada retrospectiva tiñe de glamour los actos más cotidianos: los auriculares de los teléfonos serpentean sobre los rostros inmóviles de Therese o de Carol como extraños artefactos dorados, el humo del tabaco se alza en espiral entre los rostros como si fuese la materialización de algo que no puede tomar forma física.
La cámara de Ed Lachman es responsable en gran medida de establecer la atmósfera del filme. Fotografiada con película super 16 de grano grueso, una elección que se corresponde con la reconstrucción de la época, Carol es una película que parece estar formada por imágenes a punto de desvanecerse. En ellas, los rostros y los lugares se nos presentan de manera tenue e imprecisa, como si estuvieran reconstruidos de manera no siempre exacta por el recuerdo. Los interiores están bañados por un luz cálida y anaranjada, que se ofrece un refugio ante las calles frías y lluviosas, salpicadas por destellos de luces y reflejos en los cristales. Entre el aspecto cotidiano de los movimientos y las acciones de sus protagonistas y la atmósfera incierta que los envuelve, la película logra fotografiar un estado de ánimo, la tenue irrealidad del sentimiento amoroso.
INT: ROONEY MARA, CATE BLANCHETT, KYLE CHANDLER
EEUU, 2015, 118'
Patricia Highsmith escribió su novela Carol en 1952. Para entonces acababa de publicar Extraños en un tren, pero a pesar del éxito de su primera novela y de la adaptación cinematográfica de la misma que acababa de rodar Alfred Hitchcock, la autora aún no era considerada una maestra del misterio. Para ello tendría que esperar a la publicación, tres años después, de El talento de Míster Ripley. Carol era una novela de corte autobiográfico escrita para ser el primer relato en que una relación entre dos mujeres tuviera un final feliz: la escritora estaba harta del tono trágico y tremebundo que se solía emplear en ese tipo de historias. Sin embargo, a pesar de que se trata de una historia de amor, la atmósfera inquietante de sus novelas más famosas recorre todo el relato. Para Highsmith, el amor es algo parecido a un crimen, porque implica el deseo de doblegar la voluntad de la otra persona, de ejercer un dominio cercano a la violencia. En su novela, la joven protagonista se descubre deslumbrada ante la presencia de una dama de la alta sociedad neoyorquina, un mujer que parece ejercer sobre ella un poder cuya intensidad le resulta difícil de entender. La imposibilidad de conocer al ser amado es el verdadero misterio de una novela directa e intensa, escrita cuando la identidad homosexual contemporánea estaba por definir. La confusión que refleja el libro era algo profundamente personal: Carol estaba escrita por una mujer que se sometía a sesiones de psicoanálisis con el fin de ser “apta para el matrimonio” y que, a pesar del carácter reivindicativo de la obra, no se atrevió a publicarla bajo su propio nombre hasta casi cuarenta años después.
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Rooney Mara |
Muchas cosas han cambiado, como es lógico, en esta adaptación realizada por Todd Haynes más de medio siglo después. Su protagonista, Therese Belivet (Rooney Mara), es ahora el personaje misterioso, una joven que oculta sus emociones tras una expresividad reticente y reservada. Therese aún no se ha convertido en la fotógrafa que quiere ser y está embarcada en una relación con un chico cuya solidez le parece cuanto menos dudosa. De momento, trabaja en unos grandes almacenes neoyorquinos vendiendo muñecas y trenes eléctricos. Allí se verá sorprendida por la aparición de Carol Aird, una dama de sociedad que despliega sin esfuerzo toda la elegancia de la que es capaz Cate Blanchett. Desde su primer encuentro, Carol provoca fijación en la mirada y temblor en las manos de Therese, bajo la calma de la joven dependienta se intuye un tumultuoso desconcierto. Pronto, Carol y Therese se aíslan en su propia burbuja, aisladas del resto del mundo tras los cristales de los automóviles, las ventanas de los cafés, las cortinas de lluvia que nunca deja de caer en esa Nueva York invernal: es una historia que avanza a través de miradas, de frases que parecen no decir nada, de roces casuales con la punta de los dedos.
Todd Haynes filma a sus dos protagonistas con una extraordinaria atención a sus gestos, especialmente a los roces aparentemente casuales de sus manos, a las miradas que quizá se prolongan un instante más de lo necesario. Viven en un mundo en el que no existe un vocabulario para expresar sus sentimientos y el vínculo que anhelan, de manera que su comunicación más sincera reposa a menudo en acercamientos tímidos, agazapados bajo las convenciones y las costumbres del momento. Durante la primera hora de la película, en la que la relación amorosa entre Carol y Therese es secreta y subterránea (en aquellos tiempos la homosexualidad continuaba siendo el amor que no se atreve a decir su nombre) Haynes escruta la evolución de una relación capturando momentos fugaces e insignificantes cuyo significado resulta difícil de ponderar, incluso para las propias protagonistas. La época y el lugar, Nueva York y el inicio de los años cincuenta, ya no está contemplado con la mirada directa y sin pretensiones de la novela de Highsmith, contemporánea a los hechos narrados. Ahora, la mirada retrospectiva tiñe de glamour los actos más cotidianos: los auriculares de los teléfonos serpentean sobre los rostros inmóviles de Therese o de Carol como extraños artefactos dorados, el humo del tabaco se alza en espiral entre los rostros como si fuese la materialización de algo que no puede tomar forma física.
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Cate Blanchett |
La cámara de Ed Lachman es responsable en gran medida de establecer la atmósfera del filme. Fotografiada con película super 16 de grano grueso, una elección que se corresponde con la reconstrucción de la época, Carol es una película que parece estar formada por imágenes a punto de desvanecerse. En ellas, los rostros y los lugares se nos presentan de manera tenue e imprecisa, como si estuvieran reconstruidos de manera no siempre exacta por el recuerdo. Los interiores están bañados por un luz cálida y anaranjada, que se ofrece un refugio ante las calles frías y lluviosas, salpicadas por destellos de luces y reflejos en los cristales. Entre el aspecto cotidiano de los movimientos y las acciones de sus protagonistas y la atmósfera incierta que los envuelve, la película logra fotografiar un estado de ánimo, la tenue irrealidad del sentimiento amoroso.
miércoles, 10 de febrero de 2016
Los odiosos ocho
Publicada el 10:56por Alejandro Gaspar
T.O: THE HATEFUL 8
DIr: QUENTIN TARANTINO
INT: SAMUEL L. JACKSON, KURT RUSSELL, JENNIFER JASON LEIGH
EEUU, 2015, 168' (Versión digital) 183' (Versión 70mm, con obertura e intermedio)
Quentin Tarantino ha recorrido un largo camino desde que irrumpió en el festival de Sundance de 1991 con aquella miniatura violenta titulada Reservoir Dogs. Con su segunda película, Pulp Fiction (1994), ya jugó en la liga de los mayores: ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar al mejor guión original, al tiempo que el director se situó, sin pedir permiso, como uno de los nombres de referencia del cine norteamericano contemporáneo. El impacto de sus dos primeras películas es difícil de exagerar: Tarantino se convirtió inmediatamente en el director más imitado por los aspirantes a cineastas de todo el mundo y las pantallas grandes y pequeñas se vieron invadidas por asesinos chistosos, violencia de tebeo y referencias a subproductos olvidados de la cultura popular.
Aunque Tarantino fue celebrado desde el primer momento por la habilidad con la que empleaba retales de viejos policiacos de los años setenta y de películas de acción hongkonesas, lo cierto es que Reservoir Dogs y Pulp Fiction tenían una distintiva cualidad táctil y su textura era vívida y palpable. Sus personajes eran matones de repertorio con cierta facilidad para la verborrea ingeniosa, pero las casa en las que vivían, los coches que conducían y las calles que recorrían mostraban el aspecto desgastado y carente de glamour de la vida cotidiana. El director dedicaba además una generosa cantidad de metraje a explorar sus rutinas: los asesinos desayunan, intercambiaban charla banal, recorrían la ciudad en coche de camino a un trabajo. Puede que fuese sencillamente la confluencia entre los modos de producción del indie americano de los noventa, con sus localizaciones naturales y sus guiones basados en el diálogo, y una imaginación alimentada en las estanterías de género y serie b de demasiados videoclubs. Pero lo cierto es que la combinación resultó fascinante: las imágenes de esas películas sugerían una realidad paralela habitada por delincuentes de poca monta educados por la mala televisión y las cintas de video.
El éxito de esas películas le proporcionó a Tarantino presupuestos más holgados y mayor libertad creativa. Como consecuencia de ello, el mundo en que vivían sus personajes se volvió más hermético, más cerrado. La artificialidad se convirtió en algo evidente. El díptico Kill Bill, con sus más de cuatro horas de duración, estiraba sus referentes (las viejas películas de artes marciales producidas por los Shaw Brothers) hasta convertirlos en algo completamente épico, casi monumental. El cine de Tarantino se ha movido en esos parámetros a lo largo de esta última década: sus películas son aparatosas recreaciones de géneros denostados en los que el diálogo coloquial se ha vuelto barroco y teatral, en la que la caracterización de los personajes cada vez resulta más exagerada, en las que el tono varía caprichosamente entre una escena y otra al ritmo de las sorprendentes selecciones musicales del director.
Es necesario considerar esa trayectoria para comprender un artefacto como Los odiosos ocho. Se trata de un espagueti western de tres horas de duración rodado en 70 milímetros y en Ultra-Panavision, un formato de pantalla extraordinariamente ancho (una relación de aspecto de 2,76:1) que se empleó a mediados del siglo pasado en superproducciones épicas como Ben-Hur, La caída del imperio romano o El mundo está loco, loco, loco). De un plumazo, Tarantino hibrida dos géneros aparentemente irreconciliables: el western europeo de programa doble y los hipertrofiados espectáculo hollywoodienses con obertura e intermedio, películas producidas en un momento en el que el mayor reclamo de una superproducción era una enorme multitud de figurantes y unos decorados gigantescos de cartón piedra. No hay figuración en Los odiosos ocho, ni mucha ni poca, porque a pesar de sus espectaculares paisajes nevados, la película transcurre casi por completo en interiores, los de la diligencia que transporta a los protagonistas y los de la posada en la que se ven obligados a refugiarse, perseguidos por una tormenta de nieve. En eso se asemeja más bien a uno de aquellos westerns televisivos en blanco y negro que abundaban en la parrilla en los años cincuenta y sesenta.
La película hace uso de uno de los arquetipos más perversos del western made in Italy: el cazador de recompensas. Esta figura de dudosa heroicidad era uno de los elementos más característicos de un subgénero que ponía en cuestión los ideales románticos de la frontera, el mito de la justicia violenta con la que se había la nación más próspera. Los cazadores de recompensas cometía actos de violencia sobre los que no podía construirse ninguna sociedad, y si sus acciones coincidía en algún momento con la causa de la justicia o el progreso, no era algo de lo que ninguna nación pudieran enorgullecerse. En Los odiosos ocho no hay uno, sino dos ejemplares de cazador de recompensas. John “el verdugo” Ruth (Kurt Russell) y el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) Para rizar el rizo, el mayor Warren tiene un precio puesto a su cabeza, algo que le resulta bastante divertido. Ambos viajan en una diligencia hacia el pueblo de Red Rock. Ruth transporta a su prisionera Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) para intercambiarla por 10.000$ y contemplar su ejecución, Warren transporta los cadáveres congelados de tres hombres por valor de unos 8000$. Pronto se les une Chris Mannix (Walton Goggins), un renegado sureño que asegura ser el próximo sheriff de Red Rock y que se comporta como si su bando no hubiese firmado una rendición incondicional. La presentación de todos estos personajes se alarga considerablemente, debido a la costumbre de Tarantino de demorarse en los prolegómenos y también a la etiqueta de la época y el lugar, que prescribe un elaborado ritual de miradas torvas, armas desenfundadas, pasos que avanzan lentamente, rostros tensos y amenazantes.
Es obvio que la situación en la diligencia resulta complicada, pero las cosas empeoran aún más. La tormenta que les persigue les obliga a detenerse en la Mercería de Minnie, una posada a mitad de camino de la que Minnie ha desaparecido misteriosamente y dónde se encuentran cuatro personajes bastante sospechosos, entre ellos un verdugo ambulante inglés que responde al sonoro nombre de Oswaldo Mobray (Tim Roth) y un viejo militar confederado, el General Sandy Smithers (Bruce Dern) especialmente famoso por su odio cruel hacia las personas de color. Está claro que todos esos personajes se encuentran allí por algún motivo, y cuando las cabezas de algunos de los presentes valen miles de dólares, hay razones para que más de uno se muestre suspicaz. Lo que sigue a continuación es un despliegue de sospechas y amenazas veladas, alianzas frágiles y duplicidades desveladas.
En Los odiosos ocho, Tarantino extiende y refina algunos de los procedimientos que ha practicado a lo largo de toda su filmografía. Los alambicados diálogos se extienden de manera interminable para culminar en fugaces estallidos de violencia grotesca. Las caracterizaciones y las declamaciones son impostadas y teatrales, algo aún más notorio en una película en la que nadie es exactamente quien dice ser y las alianzas entre los personajes se rompen y se construyen a medida que avanza la acción. Algunos tarantinismos resultan excesivos: el personaje de Daisy Domergue inclina más de lo deseable la balanza del histrionismo y una secuencia en la que el mayor Warren provoca al general sureño se termina convirtiendo en uno de esos momentos en los que las películas del cineasta de Tennessee se convierten en su propia parodia. Pero el tono general es más uniforme, más coherente y sobre todo más sombrío que el de las anteriores películas de Tarantino.
La culpa de ello quizá la tenga la extraordinaria música de Ennio Morricone (esta es la primera película de Tarantino que cuenta con una composición original, en contra de la costumbre habitual del director de salpicar el metraje con temas extraídos de su colección de discos), una banda sonora que crea una atmósfera oscura y llena de presagios, anticipando en cada momento el destino violento que espera a los personajes. Puede que sea la sintonía entre los intérpretes y el texto: casi todos son viejos conocidos que mastican y escupen el diálogo del director con verdadera delectación. En cualquier caso, no nos encontramos ante una celebración de los placeres de la venganza como ocurría con Malditos bastardos o Django desencadenado. Ésta es una película más ambigua y compleja, en la que la tensión entre los cazadores de recompensas y sus presas se mezcla con la situación del país en la época de la reconstrucción, ese confuso periodo que siguió a la Guerra Civil. Entonces, el fin de la esclavitud supuso el principio de la segregación mientras gran parte de la sociedad (blanca) trataba de aparentar que todos los problemas se habían solucionado. Los pasos en falso que esa situación creó aún resuenan hoy día, y por ello las risas resultan esta vez incómodas, y la violencia, aunque bufonesca, resulta innegablemente desagradable.
Nada refleja mejor la ambivalencia de la película que el protagonismo de un personaje como el mayor Warren, al que Samuel L. Jackson aporta su diabólico carisma y su facilidad para el lenguaje tarantiniano. Su apariencia es un ejercicio de puesta en escena, desde el uniforme de la unión hasta la misiva presidencial que utiliza como salvoconducto entre la sociedad blanca. Warren se define como una persona pragmática, su manifiesta duplicidad y su extraordinaria capacidad para formar alianzas son mecanismos de supervivencia en un entorno hostil. Lo cierto es que se le da tan bien la supervivencia (“El único en el que la gente negra está segura es cuando los blancos están desarmados”) que uno podría sospechar que ha aprendido a disfrutar con la violencia que se ve obligado a emplear contra los blancos. Este héroe ambiguo es el producto de una sociedad profundamente dividida, que aun mantiene frescas las heridas de la guerra pero que no encuentra una respuesta a sus tensiones que no sea violenta.
DIr: QUENTIN TARANTINO
INT: SAMUEL L. JACKSON, KURT RUSSELL, JENNIFER JASON LEIGH
EEUU, 2015, 168' (Versión digital) 183' (Versión 70mm, con obertura e intermedio)
Quentin Tarantino ha recorrido un largo camino desde que irrumpió en el festival de Sundance de 1991 con aquella miniatura violenta titulada Reservoir Dogs. Con su segunda película, Pulp Fiction (1994), ya jugó en la liga de los mayores: ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar al mejor guión original, al tiempo que el director se situó, sin pedir permiso, como uno de los nombres de referencia del cine norteamericano contemporáneo. El impacto de sus dos primeras películas es difícil de exagerar: Tarantino se convirtió inmediatamente en el director más imitado por los aspirantes a cineastas de todo el mundo y las pantallas grandes y pequeñas se vieron invadidas por asesinos chistosos, violencia de tebeo y referencias a subproductos olvidados de la cultura popular.
Aunque Tarantino fue celebrado desde el primer momento por la habilidad con la que empleaba retales de viejos policiacos de los años setenta y de películas de acción hongkonesas, lo cierto es que Reservoir Dogs y Pulp Fiction tenían una distintiva cualidad táctil y su textura era vívida y palpable. Sus personajes eran matones de repertorio con cierta facilidad para la verborrea ingeniosa, pero las casa en las que vivían, los coches que conducían y las calles que recorrían mostraban el aspecto desgastado y carente de glamour de la vida cotidiana. El director dedicaba además una generosa cantidad de metraje a explorar sus rutinas: los asesinos desayunan, intercambiaban charla banal, recorrían la ciudad en coche de camino a un trabajo. Puede que fuese sencillamente la confluencia entre los modos de producción del indie americano de los noventa, con sus localizaciones naturales y sus guiones basados en el diálogo, y una imaginación alimentada en las estanterías de género y serie b de demasiados videoclubs. Pero lo cierto es que la combinación resultó fascinante: las imágenes de esas películas sugerían una realidad paralela habitada por delincuentes de poca monta educados por la mala televisión y las cintas de video.
El éxito de esas películas le proporcionó a Tarantino presupuestos más holgados y mayor libertad creativa. Como consecuencia de ello, el mundo en que vivían sus personajes se volvió más hermético, más cerrado. La artificialidad se convirtió en algo evidente. El díptico Kill Bill, con sus más de cuatro horas de duración, estiraba sus referentes (las viejas películas de artes marciales producidas por los Shaw Brothers) hasta convertirlos en algo completamente épico, casi monumental. El cine de Tarantino se ha movido en esos parámetros a lo largo de esta última década: sus películas son aparatosas recreaciones de géneros denostados en los que el diálogo coloquial se ha vuelto barroco y teatral, en la que la caracterización de los personajes cada vez resulta más exagerada, en las que el tono varía caprichosamente entre una escena y otra al ritmo de las sorprendentes selecciones musicales del director.
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Samuel L. Jackson |
Es necesario considerar esa trayectoria para comprender un artefacto como Los odiosos ocho. Se trata de un espagueti western de tres horas de duración rodado en 70 milímetros y en Ultra-Panavision, un formato de pantalla extraordinariamente ancho (una relación de aspecto de 2,76:1) que se empleó a mediados del siglo pasado en superproducciones épicas como Ben-Hur, La caída del imperio romano o El mundo está loco, loco, loco). De un plumazo, Tarantino hibrida dos géneros aparentemente irreconciliables: el western europeo de programa doble y los hipertrofiados espectáculo hollywoodienses con obertura e intermedio, películas producidas en un momento en el que el mayor reclamo de una superproducción era una enorme multitud de figurantes y unos decorados gigantescos de cartón piedra. No hay figuración en Los odiosos ocho, ni mucha ni poca, porque a pesar de sus espectaculares paisajes nevados, la película transcurre casi por completo en interiores, los de la diligencia que transporta a los protagonistas y los de la posada en la que se ven obligados a refugiarse, perseguidos por una tormenta de nieve. En eso se asemeja más bien a uno de aquellos westerns televisivos en blanco y negro que abundaban en la parrilla en los años cincuenta y sesenta.
La película hace uso de uno de los arquetipos más perversos del western made in Italy: el cazador de recompensas. Esta figura de dudosa heroicidad era uno de los elementos más característicos de un subgénero que ponía en cuestión los ideales románticos de la frontera, el mito de la justicia violenta con la que se había la nación más próspera. Los cazadores de recompensas cometía actos de violencia sobre los que no podía construirse ninguna sociedad, y si sus acciones coincidía en algún momento con la causa de la justicia o el progreso, no era algo de lo que ninguna nación pudieran enorgullecerse. En Los odiosos ocho no hay uno, sino dos ejemplares de cazador de recompensas. John “el verdugo” Ruth (Kurt Russell) y el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) Para rizar el rizo, el mayor Warren tiene un precio puesto a su cabeza, algo que le resulta bastante divertido. Ambos viajan en una diligencia hacia el pueblo de Red Rock. Ruth transporta a su prisionera Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) para intercambiarla por 10.000$ y contemplar su ejecución, Warren transporta los cadáveres congelados de tres hombres por valor de unos 8000$. Pronto se les une Chris Mannix (Walton Goggins), un renegado sureño que asegura ser el próximo sheriff de Red Rock y que se comporta como si su bando no hubiese firmado una rendición incondicional. La presentación de todos estos personajes se alarga considerablemente, debido a la costumbre de Tarantino de demorarse en los prolegómenos y también a la etiqueta de la época y el lugar, que prescribe un elaborado ritual de miradas torvas, armas desenfundadas, pasos que avanzan lentamente, rostros tensos y amenazantes.
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Kurt Russell y Jennifer Jason Leigh como el cazarecompensas John Ruth y su prisionera Daisy Domergue |
Es obvio que la situación en la diligencia resulta complicada, pero las cosas empeoran aún más. La tormenta que les persigue les obliga a detenerse en la Mercería de Minnie, una posada a mitad de camino de la que Minnie ha desaparecido misteriosamente y dónde se encuentran cuatro personajes bastante sospechosos, entre ellos un verdugo ambulante inglés que responde al sonoro nombre de Oswaldo Mobray (Tim Roth) y un viejo militar confederado, el General Sandy Smithers (Bruce Dern) especialmente famoso por su odio cruel hacia las personas de color. Está claro que todos esos personajes se encuentran allí por algún motivo, y cuando las cabezas de algunos de los presentes valen miles de dólares, hay razones para que más de uno se muestre suspicaz. Lo que sigue a continuación es un despliegue de sospechas y amenazas veladas, alianzas frágiles y duplicidades desveladas.
En Los odiosos ocho, Tarantino extiende y refina algunos de los procedimientos que ha practicado a lo largo de toda su filmografía. Los alambicados diálogos se extienden de manera interminable para culminar en fugaces estallidos de violencia grotesca. Las caracterizaciones y las declamaciones son impostadas y teatrales, algo aún más notorio en una película en la que nadie es exactamente quien dice ser y las alianzas entre los personajes se rompen y se construyen a medida que avanza la acción. Algunos tarantinismos resultan excesivos: el personaje de Daisy Domergue inclina más de lo deseable la balanza del histrionismo y una secuencia en la que el mayor Warren provoca al general sureño se termina convirtiendo en uno de esos momentos en los que las películas del cineasta de Tennessee se convierten en su propia parodia. Pero el tono general es más uniforme, más coherente y sobre todo más sombrío que el de las anteriores películas de Tarantino.
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No es ningún misterio que al final las cosas se resolverán de manera violenta |
La culpa de ello quizá la tenga la extraordinaria música de Ennio Morricone (esta es la primera película de Tarantino que cuenta con una composición original, en contra de la costumbre habitual del director de salpicar el metraje con temas extraídos de su colección de discos), una banda sonora que crea una atmósfera oscura y llena de presagios, anticipando en cada momento el destino violento que espera a los personajes. Puede que sea la sintonía entre los intérpretes y el texto: casi todos son viejos conocidos que mastican y escupen el diálogo del director con verdadera delectación. En cualquier caso, no nos encontramos ante una celebración de los placeres de la venganza como ocurría con Malditos bastardos o Django desencadenado. Ésta es una película más ambigua y compleja, en la que la tensión entre los cazadores de recompensas y sus presas se mezcla con la situación del país en la época de la reconstrucción, ese confuso periodo que siguió a la Guerra Civil. Entonces, el fin de la esclavitud supuso el principio de la segregación mientras gran parte de la sociedad (blanca) trataba de aparentar que todos los problemas se habían solucionado. Los pasos en falso que esa situación creó aún resuenan hoy día, y por ello las risas resultan esta vez incómodas, y la violencia, aunque bufonesca, resulta innegablemente desagradable.
Nada refleja mejor la ambivalencia de la película que el protagonismo de un personaje como el mayor Warren, al que Samuel L. Jackson aporta su diabólico carisma y su facilidad para el lenguaje tarantiniano. Su apariencia es un ejercicio de puesta en escena, desde el uniforme de la unión hasta la misiva presidencial que utiliza como salvoconducto entre la sociedad blanca. Warren se define como una persona pragmática, su manifiesta duplicidad y su extraordinaria capacidad para formar alianzas son mecanismos de supervivencia en un entorno hostil. Lo cierto es que se le da tan bien la supervivencia (“El único en el que la gente negra está segura es cuando los blancos están desarmados”) que uno podría sospechar que ha aprendido a disfrutar con la violencia que se ve obligado a emplear contra los blancos. Este héroe ambiguo es el producto de una sociedad profundamente dividida, que aun mantiene frescas las heridas de la guerra pero que no encuentra una respuesta a sus tensiones que no sea violenta.
domingo, 31 de enero de 2016
El hijo de Saúl
Publicada el 11:59por Alejandro Gaspar
T.O: SAUL FIA
DIR: LAZSLO NEMES
INT: GÉZA RÖHRIG
HUNGRÍA, 2015, 107'
La película comienza con un paisaje desenfocado, un bosque o quizá un parque. Una figura se acerca lentamente hacia la cámara, hasta que sus facciones se vuelven nítidas. Se trata de Saúl Ausländer, el hombre a quien la cámara se ocupará de seguir durante dos días de su vida. Pronto descubriremos que el lugar es el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, y que Saúl es un sonderkommando, un prisionero seleccionado por los nazis para trabajar en las cámaras de gas y en los crematorios del campo. Siguiendo de cerca su recorrido, la película nos muestra la organización industrial de la masacre. Saúl conduce a los prisioneros desde los vagones hasta la antesala de las cámaras de gas, donde se les obliga a desnudarse y se les engaña acerca de lo que les espera cuando entren en las “duchas”. Después, inspecciona los cuerpos desnudos y apilados en busca de objetos de valor ocultos y los dispone para la cremación. Saúl lleva a cabo estas tareas con eficacia desapasionada, como si sus movimientos fueran actos mecánicos memorizados mucho tiempo atrás, ejecutados sin ninguna clase de conexión emocional. El actor debutante Géza Röhrig interpreta a Saúl como una cáscara de ser humano, alguien cuya vacía expresividad revela que en algún momento de su experiencia en el campo se ha despojado de sus emociones y de su individualidad, quizá para tratar de sobrevivir de una manera puramente física.
Durante un revisión rutinaria de cadáveres, los prisioneros encuentran el cuerpo de un niño que aún presenta signos de vida. El superviviente es atendido por un médico alemán, que aprieta su cuello hasta la asfixia y ordena que le practiquen la autopsia. Zarandeado por este milagro interrumpido, Saúl desarrollará una obsesión por el niño muerto, una obsesión que le conducirá a tratar de evitar por todos los medios su incineración y a buscar a un rabino para enterrarle de acuerdo al rito apropiado. Parece creer que ese niño es su hijo, o al menos eso dice a sus compañeros del campo para que entiendan sus acciones. Lo cierto es que a partir de ese momento el recorrido de Saúl deja de ser impersonal y mecánico, y se convierte en una trayectoria dotada de un propósito. Al mismo tiempo, la película adquiere consistencia narrativa y urgencia dramática. ¿Es la búsqueda del rabino funciona un mecanismo de conexión, que vuelve a vincular a Saúl con el mundo que le rodea, dotando de sentido a sus movimientos? ¿O por el contrario es una forma de huir de la realidad en la que vive, una realidad que resulta tan imposible de soportar que parece razonable deshacerse de la propia cordura para perderla de vista? La película no deshace de esa ambigüedad en todo su recorrido.
Para entonces, El hijo de Saúl se ha convertido en una experiencia inmersiva, capaz de introducirnos en el infiernos de Auschwitz mientras seguimos el recorrido del protagonista. Durante los dos días que compartiremos con Saúl, visitaremos las salas de autopsias donde los médicos nazis saciaban su curiosidad, los crematorios en los que los cuerpos de las víctimas se convertían en polvo, los ríos de los alrededores donde se vertían las cenizas (montañas y montañas de cenizas), las improvisadas fosas comunes excavadas durante la noche para deshacerse de los prisioneros recién llegados, cuando la afluencia de víctimas superaba la capacidad de exterminio del campo. A lo largo de todo este trayecto, el punto de vista está confinado al seguimiento de Saúl, a menudo con su cogote ocupando la mayor parte de la pantalla. Si su trayectoria es el centro de la película, a sus alrededores los detalles de la masacre se nos muestran de manera nítida y precisa: cuerpos desnudos apilados o arrastrados por el suelo, disparos a bocajarro a la luz de las antorchas, la violencia constante y arbitraria que los guardas emplean como método de disciplina.
La manera en que Nemes emplea el sonido y recurre al fuera de campo ayuda a crear esta sensación envolvente. La banda sonora está constantemente invadida, de manera agresiva, por ruidos industriales, disparos de origen desconocido y gritos en diferentes idiomas que forman una amalgama informe y violenta de voces humanas; al mismo tiempo, el estrecho campo de visión obliga al espectador a reconstruir la totalidad del campo a partir de los detalles que proporciona la película. Por otra parte, la visión de los prisioneros de Auschwitz que ofrece Nemes no es nada sentimental. El hijo de Saúl ofrece variadas muestras de la crueldad de los kapos (prisioneros que se ocupaban de tareas administrativas menores, como vigilar a los demás prisioneros, a cambio de pequeños beneficios), ejemplos de racismo y de antisemitismo entre los propios prisioneros y abundantes muestras de egoísmo y deshumanización.
En la periferia de la visión de Saúl (y, por tanto, de la propia película) otros prisioneros buscan, al igual que él, dotar a sus existencias de un propósito, resistir a la maquinaria deshumanizadora nazi. Presenciamos el intento de documentar la barbarie a través de unas fotografías tomadas de manera clandestina, también asistimos a los preparativos de una rebelión y de una huida. Si bien estas formas más tradicionales de resistencia parecen esfuerzos plenamente racionales en contraste con la obsesión de Saúl, en el contexto del campo se convierten en intentos fútiles siempre a punto de revelarse como una mera ilusión. La barbarie nazi tiene el efecto de volver irracionales, casi dementes, los actos más sencillos y cotidianos, los pensamientos más razonables. Sin embargo, estas acciones tienen el efecto de devolver a quienes los protagonizan jirones de una humanidad que parecía haber perdido por completo. Gracias a estos planes frágiles y secretos, durante unos breves instantes podremos contemplar a los prisioneros como reporteros, como soldados, como planificadores, como líderes, como seres humanos. En el universo de crueldad industrializada que presenta la película, la supervivencia de la propia humanidad de cada uno se convierte en la necesidad más urgente.
DIR: LAZSLO NEMES
INT: GÉZA RÖHRIG
HUNGRÍA, 2015, 107'
La película comienza con un paisaje desenfocado, un bosque o quizá un parque. Una figura se acerca lentamente hacia la cámara, hasta que sus facciones se vuelven nítidas. Se trata de Saúl Ausländer, el hombre a quien la cámara se ocupará de seguir durante dos días de su vida. Pronto descubriremos que el lugar es el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, y que Saúl es un sonderkommando, un prisionero seleccionado por los nazis para trabajar en las cámaras de gas y en los crematorios del campo. Siguiendo de cerca su recorrido, la película nos muestra la organización industrial de la masacre. Saúl conduce a los prisioneros desde los vagones hasta la antesala de las cámaras de gas, donde se les obliga a desnudarse y se les engaña acerca de lo que les espera cuando entren en las “duchas”. Después, inspecciona los cuerpos desnudos y apilados en busca de objetos de valor ocultos y los dispone para la cremación. Saúl lleva a cabo estas tareas con eficacia desapasionada, como si sus movimientos fueran actos mecánicos memorizados mucho tiempo atrás, ejecutados sin ninguna clase de conexión emocional. El actor debutante Géza Röhrig interpreta a Saúl como una cáscara de ser humano, alguien cuya vacía expresividad revela que en algún momento de su experiencia en el campo se ha despojado de sus emociones y de su individualidad, quizá para tratar de sobrevivir de una manera puramente física.
Durante un revisión rutinaria de cadáveres, los prisioneros encuentran el cuerpo de un niño que aún presenta signos de vida. El superviviente es atendido por un médico alemán, que aprieta su cuello hasta la asfixia y ordena que le practiquen la autopsia. Zarandeado por este milagro interrumpido, Saúl desarrollará una obsesión por el niño muerto, una obsesión que le conducirá a tratar de evitar por todos los medios su incineración y a buscar a un rabino para enterrarle de acuerdo al rito apropiado. Parece creer que ese niño es su hijo, o al menos eso dice a sus compañeros del campo para que entiendan sus acciones. Lo cierto es que a partir de ese momento el recorrido de Saúl deja de ser impersonal y mecánico, y se convierte en una trayectoria dotada de un propósito. Al mismo tiempo, la película adquiere consistencia narrativa y urgencia dramática. ¿Es la búsqueda del rabino funciona un mecanismo de conexión, que vuelve a vincular a Saúl con el mundo que le rodea, dotando de sentido a sus movimientos? ¿O por el contrario es una forma de huir de la realidad en la que vive, una realidad que resulta tan imposible de soportar que parece razonable deshacerse de la propia cordura para perderla de vista? La película no deshace de esa ambigüedad en todo su recorrido.
La cámara nunca abandona el recorrido de Saúl
Para entonces, El hijo de Saúl se ha convertido en una experiencia inmersiva, capaz de introducirnos en el infiernos de Auschwitz mientras seguimos el recorrido del protagonista. Durante los dos días que compartiremos con Saúl, visitaremos las salas de autopsias donde los médicos nazis saciaban su curiosidad, los crematorios en los que los cuerpos de las víctimas se convertían en polvo, los ríos de los alrededores donde se vertían las cenizas (montañas y montañas de cenizas), las improvisadas fosas comunes excavadas durante la noche para deshacerse de los prisioneros recién llegados, cuando la afluencia de víctimas superaba la capacidad de exterminio del campo. A lo largo de todo este trayecto, el punto de vista está confinado al seguimiento de Saúl, a menudo con su cogote ocupando la mayor parte de la pantalla. Si su trayectoria es el centro de la película, a sus alrededores los detalles de la masacre se nos muestran de manera nítida y precisa: cuerpos desnudos apilados o arrastrados por el suelo, disparos a bocajarro a la luz de las antorchas, la violencia constante y arbitraria que los guardas emplean como método de disciplina.
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Géza Röhrig |
La manera en que Nemes emplea el sonido y recurre al fuera de campo ayuda a crear esta sensación envolvente. La banda sonora está constantemente invadida, de manera agresiva, por ruidos industriales, disparos de origen desconocido y gritos en diferentes idiomas que forman una amalgama informe y violenta de voces humanas; al mismo tiempo, el estrecho campo de visión obliga al espectador a reconstruir la totalidad del campo a partir de los detalles que proporciona la película. Por otra parte, la visión de los prisioneros de Auschwitz que ofrece Nemes no es nada sentimental. El hijo de Saúl ofrece variadas muestras de la crueldad de los kapos (prisioneros que se ocupaban de tareas administrativas menores, como vigilar a los demás prisioneros, a cambio de pequeños beneficios), ejemplos de racismo y de antisemitismo entre los propios prisioneros y abundantes muestras de egoísmo y deshumanización.
En la periferia de la visión de Saúl (y, por tanto, de la propia película) otros prisioneros buscan, al igual que él, dotar a sus existencias de un propósito, resistir a la maquinaria deshumanizadora nazi. Presenciamos el intento de documentar la barbarie a través de unas fotografías tomadas de manera clandestina, también asistimos a los preparativos de una rebelión y de una huida. Si bien estas formas más tradicionales de resistencia parecen esfuerzos plenamente racionales en contraste con la obsesión de Saúl, en el contexto del campo se convierten en intentos fútiles siempre a punto de revelarse como una mera ilusión. La barbarie nazi tiene el efecto de volver irracionales, casi dementes, los actos más sencillos y cotidianos, los pensamientos más razonables. Sin embargo, estas acciones tienen el efecto de devolver a quienes los protagonizan jirones de una humanidad que parecía haber perdido por completo. Gracias a estos planes frágiles y secretos, durante unos breves instantes podremos contemplar a los prisioneros como reporteros, como soldados, como planificadores, como líderes, como seres humanos. En el universo de crueldad industrializada que presenta la película, la supervivencia de la propia humanidad de cada uno se convierte en la necesidad más urgente.
sábado, 23 de enero de 2016
45 años
Publicada el 11:05por Alejandro Gaspar
T.O: 45 YEARS
DIR: ANDREW HAIGH
INT: CHARLOTTE RAMPLING, TOM COURTENAY
UK, 2015, 95'
El escenario es un pueblo pequeño y tranquilo del noroeste de Inglaterra: viejos edificios pintados de blanco, granjas en los alrededores, un río junto al que pasear en silencio. La protagonista es una maestra retirada que saluda a sus vecinos con la seguridad de que forma parte de la historia de sus vidas, una parte quizá pequeña pero aún así importante. Kate Mercer, tal y como la interpreta Charlotte Rampling, se muestra digna y reservada como corresponde a alguien que puede sentir un modesto orgullo por la vida que ha vivido. Cuando la conocemos, una mañana de lunes, se encuentra ocupada organizando la celebración del 45º aniversario de su boda, un homenaje a la vida que ha compartido con su marido. Tom Courtenay dota a este personaje de gran delicadeza y vulnerabilidad. Geoff Mercer es un hombre de salud frágil, que se muestra a través de pasos vacilantes y de palabras lentas. Quizá su mente se esté volviendo tan lenta como los movimientos de su cuerpo.
El matrimonio de Kate y Geoff se ha convertido en una relación de silencios compartidos y de costumbres regulares, de palabras escasas y triviales. Sin embargo, pronto sus vidas se verán sacudidas por una noticia inesperada. Desde Suiza, una carta informa a Geoff del descubrimiento del cuerpo de Katya, una antigua novia que murió mientras recorrían los Alpes. Katya se cayó en una grieta y permaneció atrapada en el hielo durante más de cincuenta años, ahora el deshielo ha revelado su presencia. Todo eso ocurrió mucho antes de que Geoff conociera a Kate, pero ahora ella contempla la devastación que produce la noticia en su marido, una devastación que amenaza con extenderse a su matrimonio. El pasado ha vuelto y ha introducido fantasmas en su hogar, fantasmas de personas que ya no están y también de personas que nunca han existido.
El amor a los setenta años
Mientras tanto, Geoff se mantiene fuera de campo, a menudo silencioso, con expresión ausente. Sin embargo ese distanciamiento hace que su presencia sea más poderosa, porque sus pensamientos se han retirado a un lugar al que Kate no puede entrar, un lugar del que no siquiera sospechaba su existencia, a pesar de sus cuarenta y cinco años en común. Para entonces la película se ha transformado en una experiencia misteriosa, desconcertante. Quizá más desconcertante porque la presencia de las vidas perdidas, de las cosas que nunca ocurrieron, se percibe a plana luz del día, en el trayecto entre el salón y el cuarto de baño, en los recorridos rutinarios por las calles de siempre, en los viejos sonidos de una canción escuchada miles de veces.
viernes, 15 de enero de 2016
Langosta
Publicada el 2:11por Alejandro Gaspar
T.O: THE LOBSTER
DIR: YORGOS LANTHIMOS
INT: COLIN FARRELL, RACHEL WEISZ, LEA SEYDOUX
UK, IRLANDA , GRECIA, 118', 2015
El cine contemporáneo ha encontrado en el griego Yorgos Lanthimos a su más consumado absurdista. Gracias a ingredientes como el humor negro, el sexo perturbador y la violencia inesperada, entre otras tácticas de choque, Lanthimos consiguió llamar la atención con sus dos anteriores películas. Canino y Alps eran pequeñas alegorías sociales que partían de una premisa absurda para llevarla a sus consecuencias lógicas. En Canino se trataba de una familia que aislaba a sus hijos del resto del mundo, convirtiendo el espacio familiar en un entorno con unas reglas diferentes y completamente descabelladas. Alps presentaba a un curioso grupo teatral que suplantaba a personas recién fallecidas para confortar de esa manera a sus personas más cercanas, empleando para sus recreaciones métodos bastante arbitrarios. Todas esas películas contaban con el guión de Efthymis Filippou como activo más valioso, gracias a su capacidad para dotar a sus extravagantes situaciones de una desconcertante sensación de rutina y cotidianeidad.
Langosta supone el debut de Lanthimos en el cine hablado en inglés y protagonizado por actores más o menos conocidos. Es una película que suaviza las aristas de las anteriores producciones del director, si bien no elimina por completo la negritud de su humor ni el impacto de la manera casual con la que se presentan las situaciones más disparatadas. Su premisa es igualmente inesperada. Se desarrolla en una sociedad donde resulta ilegal vivir sin pareja, por lo que los solteros son conducidos a un lujoso hotel donde deben encontrar una nueva pareja en un periodo de tiempo limitado. De lo contrario, se verán obligados a convertirse en un animal de su elección. Esta sociedad tiene sus disidentes, los solitarios. Son una especie de grupo guerrillero que se esconde en un bosque cercano, donde se niegan a tener pareja o mantener relaciones sexuales: cazar a uno de ellos puede prorrogar el tiempo que se concede a los solteros antes de la transformación forzada. El protagonista, interpretado por Colin Farrell, es un arquitecto que ha sido recientemente abandonado por su esposa. Acompañado por un perro que resulta ser su hermano (el pobre no logró encontrar pareja unos años atrás) se enfrentará a la necesidad de encontrar pareja para sobrevivir con el escaso entusiasmo y la infelicidad propia de la ruptura reciente.
Como viene siendo habitual en las películas de Lanthimos y Filippou, la sociedad en la que se desarrolla Langosta es un mundo tremendamente formalizado, en el que el amor es un asunto que se resuelve de manera burocrática. Las situaciones se desarrollan a través de una estricta planificación y todos los personajes hablan de forma lenta, deliberada y formal, haciendo breves pausas antes de decir cualquier cosa para introducir sus pensamientos en una estructura prefijada. Quizá lo más llamativo de todo este proceso es que cada uno de los solteros se identifica por una sola característica relevante, elegida de la manera más arbitraria posible (La Mujer Que Sangra Por La Nariz, El Hombre Que Cecea, etcétera), de manera que la elección de pareja se reduce a encontrar una persona que comparta esa característica relevante. Nuestro protagonista, cuya característica distintiva es su miopía, intentará acercarse a una mujer que destaca por ser una completa desalmada, para lo que intentará fingir una ausencia similar de emociones. No hace falta decir que esto desencadenará toda clase de situaciones chocantes. Pero si crees que la situación entre los emboscados es más libre, probablemente te lleves una decepción. El grupo de solitarios está comandado con disciplina militar por una rígida y solemne Lea Seydoux, y practica en la clandestinidad una forma de existencia tan rígida y reglamentada como la sociedad de la que huyen.
Lanthimos, una vez más, convierte en desconcertantes los entornos más familiares y vulgares. Un hotel lujoso, situado en una vieja mansión irlandesa; un bosque; un centro comercial de Dublín son escenarios perfectos para que el director practique el extrañamiento de lo cotidiano que domina la atmósfera de todas sus películas. Algo que también logra gracias a la manera con la que los actores aceptan las situaciones que se les presentan como si fueran acontecimientos sin importancia dentro de una desconcertante monotonía diaria. La mayoría de los actores realiza interpretaciones especialmente contenidas, algo bastante notable en el caso de los solteros, que son retratados como personas poco carismáticas, perpetuamente agobiados por el peso de sus propias insuficiencias, conscientes de que no poseen ninguno de los atributos necesarios para despertar emociones en otros. No resulta extraño, por tanto, que se aferren a las estructuras formales de la existencia para huir de todo eso. Quizá con unas formas rígidas y arbitrarias de emparejamiento sean capaces de salir del paso, si siguen fielmente todos los pasos adecuados.
La potencia del humor de Lanthimos se basa precisamente en poner de relieve los aspectos formales y ritualizados de la experiencia cotidiana. Tras el impacto de la extrañeza que nos provocan las situaciones a las que se enfrentan sus personajes, pronto comenzamos a sospechar que no son tan diferentes a nosotros, que nuestras vidas también están llenas de elementos formales y arbitrarios de los que ni siquiera nos damos cuenta. Si en sus anteriores películas Lanthimos y Filippou trataban respectivamente de la familia y las ceremonias del duelo como situaciones en las que el sentimiento personal se ve sumergido en una estructura institucional, aquí aplican el mismo tratamiento al amor romántico. Quizá por ello la película parece más absurda, o al menos más despegada de la realidad: la experiencia del amor es uno de los pilares de la individualidad, tal y como la entiende la cultura contemporánea. Pero, pensándolo bien, el mundo de Langosta tampoco está tan alejado de la vida actual. Después de todo, el amor y el sexo han comenzado a burocratizarse a través de las redes sociales y los teléfonos móviles, con sus formularios, sus perfiles predeterminados, sus formas estandarizadas de descripción, sus formalizados rituales de cortejo…
DIR: YORGOS LANTHIMOS
INT: COLIN FARRELL, RACHEL WEISZ, LEA SEYDOUX
UK, IRLANDA , GRECIA, 118', 2015
El cine contemporáneo ha encontrado en el griego Yorgos Lanthimos a su más consumado absurdista. Gracias a ingredientes como el humor negro, el sexo perturbador y la violencia inesperada, entre otras tácticas de choque, Lanthimos consiguió llamar la atención con sus dos anteriores películas. Canino y Alps eran pequeñas alegorías sociales que partían de una premisa absurda para llevarla a sus consecuencias lógicas. En Canino se trataba de una familia que aislaba a sus hijos del resto del mundo, convirtiendo el espacio familiar en un entorno con unas reglas diferentes y completamente descabelladas. Alps presentaba a un curioso grupo teatral que suplantaba a personas recién fallecidas para confortar de esa manera a sus personas más cercanas, empleando para sus recreaciones métodos bastante arbitrarios. Todas esas películas contaban con el guión de Efthymis Filippou como activo más valioso, gracias a su capacidad para dotar a sus extravagantes situaciones de una desconcertante sensación de rutina y cotidianeidad.
Langosta supone el debut de Lanthimos en el cine hablado en inglés y protagonizado por actores más o menos conocidos. Es una película que suaviza las aristas de las anteriores producciones del director, si bien no elimina por completo la negritud de su humor ni el impacto de la manera casual con la que se presentan las situaciones más disparatadas. Su premisa es igualmente inesperada. Se desarrolla en una sociedad donde resulta ilegal vivir sin pareja, por lo que los solteros son conducidos a un lujoso hotel donde deben encontrar una nueva pareja en un periodo de tiempo limitado. De lo contrario, se verán obligados a convertirse en un animal de su elección. Esta sociedad tiene sus disidentes, los solitarios. Son una especie de grupo guerrillero que se esconde en un bosque cercano, donde se niegan a tener pareja o mantener relaciones sexuales: cazar a uno de ellos puede prorrogar el tiempo que se concede a los solteros antes de la transformación forzada. El protagonista, interpretado por Colin Farrell, es un arquitecto que ha sido recientemente abandonado por su esposa. Acompañado por un perro que resulta ser su hermano (el pobre no logró encontrar pareja unos años atrás) se enfrentará a la necesidad de encontrar pareja para sobrevivir con el escaso entusiasmo y la infelicidad propia de la ruptura reciente.
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Tres solteros: John C. Reilly, Ben Winshaw y Colin Farrell |
Como viene siendo habitual en las películas de Lanthimos y Filippou, la sociedad en la que se desarrolla Langosta es un mundo tremendamente formalizado, en el que el amor es un asunto que se resuelve de manera burocrática. Las situaciones se desarrollan a través de una estricta planificación y todos los personajes hablan de forma lenta, deliberada y formal, haciendo breves pausas antes de decir cualquier cosa para introducir sus pensamientos en una estructura prefijada. Quizá lo más llamativo de todo este proceso es que cada uno de los solteros se identifica por una sola característica relevante, elegida de la manera más arbitraria posible (La Mujer Que Sangra Por La Nariz, El Hombre Que Cecea, etcétera), de manera que la elección de pareja se reduce a encontrar una persona que comparta esa característica relevante. Nuestro protagonista, cuya característica distintiva es su miopía, intentará acercarse a una mujer que destaca por ser una completa desalmada, para lo que intentará fingir una ausencia similar de emociones. No hace falta decir que esto desencadenará toda clase de situaciones chocantes. Pero si crees que la situación entre los emboscados es más libre, probablemente te lleves una decepción. El grupo de solitarios está comandado con disciplina militar por una rígida y solemne Lea Seydoux, y practica en la clandestinidad una forma de existencia tan rígida y reglamentada como la sociedad de la que huyen.
Colin Farrell y Rachel Weisz se ven obligados a desarrollar su propio lenguaje para sobrevivir entre los solitarios
Lanthimos, una vez más, convierte en desconcertantes los entornos más familiares y vulgares. Un hotel lujoso, situado en una vieja mansión irlandesa; un bosque; un centro comercial de Dublín son escenarios perfectos para que el director practique el extrañamiento de lo cotidiano que domina la atmósfera de todas sus películas. Algo que también logra gracias a la manera con la que los actores aceptan las situaciones que se les presentan como si fueran acontecimientos sin importancia dentro de una desconcertante monotonía diaria. La mayoría de los actores realiza interpretaciones especialmente contenidas, algo bastante notable en el caso de los solteros, que son retratados como personas poco carismáticas, perpetuamente agobiados por el peso de sus propias insuficiencias, conscientes de que no poseen ninguno de los atributos necesarios para despertar emociones en otros. No resulta extraño, por tanto, que se aferren a las estructuras formales de la existencia para huir de todo eso. Quizá con unas formas rígidas y arbitrarias de emparejamiento sean capaces de salir del paso, si siguen fielmente todos los pasos adecuados.
La potencia del humor de Lanthimos se basa precisamente en poner de relieve los aspectos formales y ritualizados de la experiencia cotidiana. Tras el impacto de la extrañeza que nos provocan las situaciones a las que se enfrentan sus personajes, pronto comenzamos a sospechar que no son tan diferentes a nosotros, que nuestras vidas también están llenas de elementos formales y arbitrarios de los que ni siquiera nos damos cuenta. Si en sus anteriores películas Lanthimos y Filippou trataban respectivamente de la familia y las ceremonias del duelo como situaciones en las que el sentimiento personal se ve sumergido en una estructura institucional, aquí aplican el mismo tratamiento al amor romántico. Quizá por ello la película parece más absurda, o al menos más despegada de la realidad: la experiencia del amor es uno de los pilares de la individualidad, tal y como la entiende la cultura contemporánea. Pero, pensándolo bien, el mundo de Langosta tampoco está tan alejado de la vida actual. Después de todo, el amor y el sexo han comenzado a burocratizarse a través de las redes sociales y los teléfonos móviles, con sus formularios, sus perfiles predeterminados, sus formas estandarizadas de descripción, sus formalizados rituales de cortejo…
viernes, 18 de diciembre de 2015
El puente de los espias
Publicada el 5:17por Alejandro Gaspar
T.O: BRIDGE OF SPIES
DIR: STEVEN SPIELBERG
INT: TOM HANKS, MARK RYLANCE
EEUU, 2015, 141'
Aunque resulta extraño considerar a Steven Spielberg como un director con sensibilidad retro (su carrera definió el espectáculo cinematográfico al menos desde mediados de los setenta hasta los años noventa, y se convirtió en el Alfred Hitchcock o Walt Disney de su momento), su cine se encuentra fuertemente anclado en la atmósfera cultural de los años que siguieron al final de segunda guerra mundial. Las películas de Indiana Jones, por ejemplo, se basan en los seriales de aventuras de los años cuarenta. Encuentros en la tercera fase revive la fiebre ovni, E.T., a pesar de su ambientación contemporánea, captura la atmósfera de la clase media suburbial en la que creció el director. Los recuerdos y las historias de la segunda guerra mundial (la buena guerra, la guerra que había que ganar) se filtran en El imperio del sol, La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan. El director de Cincinatti fue un niño de la guerra fría, creció entre terror atómico y el asombro ante la carrera espacial, entre la mitología y la paranoia de la confrontación entre estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora, la guerra fría regresa como una fantasma en El puente de los espías, una película que recupera una de esas historias que se narraban en titulares a cinco columnas mientras Spielberg crecía en Ohio. Por ello, no es de extrañar que la visión de los años cincuenta que propone Spielberg esté teñida de nostalgia y de idealismo, un idealismo que al cineasta le gustaría recuperar para los tiempos que corren.
Los personajes de la cinta son dos celebridades ya olvidadas de la guerra fría: el espía ruso Rudolf Abel, capturado por el FBI en su hotel de Nueva York en 1957; y el piloto estadounidense Francis Gary Powers, cuyo avión espía U2 fue derribado sobre territorio soviético mientras fotografiaba el terreno. Menos conocido que ambos es el abogado James B. Donovan, vilipendiado por defender en los tribunales norteamericanos a Abel y cuyo papel en el intercambio de prisioneros entre EEUU y la URSS se ocupó de narrar él mismo en su libro de 1964 Strangers on a Bridge. Donovan es el protagonista de El puente de los espías: Tom Hanks lo interpreta, con su mejor invocación de James Stewart, conjurando al hombre común como Héroe Americano. El Donovan de Spielberg es un abogado especializado en seguros al que se nos presenta en una escena en la que revela sus dotes negociadoras y su convicción en el derecho como un pilar fundamental de la sociedad.
La película comienza con una persecución muda por el metro de Nueva York, se mueve a continuación por el terreno del drama judicial y se convierte en su segunda mitad en una cinta de suspense y de espionaje para escenificar el intercambio de espías en un Berlín dividido en el que comenzaba a levantarse el muro. Todo esto avanza ágilmente gracias a la precisa estructura que le proporciona el guión de Matt Charman, revisado por los hermanos Coen para introducir ironía y ligereza a través de algunos certeros detalles de caracterización: el espía que busca su dentadura postiza mientras es detenido por el FBI, el fiscal de la Alemania oriental que nunca sabe cual de los muchos teléfonos que tiene en su escritorio está sonando en ese momento… El director aporta algunos de sus recuerdos personales a la hora de reconstruir la época: el pequeño Spielberg, al igual que el hijo de Donovan, llenó la bañera de su casa para así tener agua potable en caso de un ataque nuclear inesperado.
El núcleo dramático que unifica la película es la curiosa relación que se establece entre Donovan y Abel, una silenciosa afinidad entre enemigos en la que cada uno de los hombres continuará siendo un extraño para el otro, algo que no impide un respeto mutuo basado en la fuerza de sus convicciones. Mark Rylance compone un personaje carismático y memorable: un espía que se oculta bajo una apariencia fría y mundana y oculta su carácter bajo un estoico sentido del humor. Mientras tanto, el Donovan de Hanks tiene la calidez humana y la cercanía que estamos acostumbrados a encontrar en las creaciones del actor norteamericano, esta vez temperadas por un grado de acidez más alto de lo habitual: Donovan adereza sus discursos idealistas con algunas muestras de lenguaje tabernario. Hay una oscilación en la actitud de Donovan entre el idealismo sin reservas (su emocionada defensa de la constitución de los Estados Unidos, su convicción de que cualquier persona, incluso un espía enemigo, merece un juicio justo y la mejor defensa posible) y las astutas maniobras negociadoras (unas idas y venidas por las calles de Berlín, a un lado y otro del muro, en las que utiliza a su favor el conflicto no declarado entre la Alemania oriental y la Unión Soviética).
Desde el punto de vista de la puesta en escena, esta es probablemente la película más clásica que Spielberg ha filmado en toda su carrera. Parece que el director siente la necesidad de honrar la época que recrea reviviendo el espíritu de sus espectáculos cinematográficos más característicos, aquellas artesanales aventuras en technicolor y pantalla ancha filmadas por los veteranos del Hollywood clásico. Por supuesto, el oficio de Spielberg es extraordinario: el director emplea los recursos del Hollywood moderno como instrumentos de su orquesta. Los decorados reconstruyen el muro de Berlín ladrillo a ladrillo en el invierno alemán y los cálidos despachos del poder con sus sillones de cuero y sus maderas nobles. La fotografía inunda de luz las escenas a través de ventanas y corredoras, una luz que se extiende sobre los escenarios y los personajes dotándoles de ese fulgor casi sobrenatural tan característico del director. El montaje logra que esta intriga política internacional avance con pies ligeros, la música (esta vez es de Thomas Newman, John Williams tuvo un pequeño problema de salud) establece de manera precisa el tono emocional de cada escena. Spielberg es el director más elocuente del Hollywood actual: cada gesto, cada movimiento señala de manera clara las motivaciones de quien lo ejecuta, cada circunstancia queda explicada de manera inequívoca. Aquí, esta elocuencia está especialmente bien modulada, integrada de manera perfecta en el curso de la intriga y en el espíritu de la época.
Aunque la rememoración de los años de la guerra fría llena cada encuadre de El puente de los espías, la película no carece de relevancia contemporánea. Para Donovan, la justicia debería funcionar de la misma manera aunque quien se siente en el banquillo sea un espía soviético, una actitud que hace pensar en Guantánamo, ese territorio sin ley en el que Estados Unidos encarcela a algunos de sus actuales enemigos. El propio Spielberg no ha evitado esa asociación en las entrevistas promocionales que ha coincidido con respecto a la película: para el director, un poco del viejo idealismo y de la tradicional inocencia de los años cincuenta vendría muy bien en los cínicos tiempos que vivimos. Por supuesto, la época no fue exactamente cómo el director la rememora a través de sus recuerdos de infancia, pero sus personajes parecen ser conscientes de ello. Donovan (al igual que el Lincoln al que interpretó Daniel Day-Lewis en la anterior película del director) es un idealista pragmático, que logra lo que se propone gracias a sus diabólicas dotes de persuasión y a cierta habilidad para la manipulación. En los dramas políticos de esta última etapa de Spielberg, el idealismo y el pragmatismo se encuentran a menudo en un inestable equilibrio, una tensión que en esta ocasión se convierte en un impecable espectáculo con un fuerte aroma retro.
DIR: STEVEN SPIELBERG
INT: TOM HANKS, MARK RYLANCE
EEUU, 2015, 141'
Aunque resulta extraño considerar a Steven Spielberg como un director con sensibilidad retro (su carrera definió el espectáculo cinematográfico al menos desde mediados de los setenta hasta los años noventa, y se convirtió en el Alfred Hitchcock o Walt Disney de su momento), su cine se encuentra fuertemente anclado en la atmósfera cultural de los años que siguieron al final de segunda guerra mundial. Las películas de Indiana Jones, por ejemplo, se basan en los seriales de aventuras de los años cuarenta. Encuentros en la tercera fase revive la fiebre ovni, E.T., a pesar de su ambientación contemporánea, captura la atmósfera de la clase media suburbial en la que creció el director. Los recuerdos y las historias de la segunda guerra mundial (la buena guerra, la guerra que había que ganar) se filtran en El imperio del sol, La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan. El director de Cincinatti fue un niño de la guerra fría, creció entre terror atómico y el asombro ante la carrera espacial, entre la mitología y la paranoia de la confrontación entre estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora, la guerra fría regresa como una fantasma en El puente de los espías, una película que recupera una de esas historias que se narraban en titulares a cinco columnas mientras Spielberg crecía en Ohio. Por ello, no es de extrañar que la visión de los años cincuenta que propone Spielberg esté teñida de nostalgia y de idealismo, un idealismo que al cineasta le gustaría recuperar para los tiempos que corren.
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Una silenciosa afinidad entre enemigos |
Los personajes de la cinta son dos celebridades ya olvidadas de la guerra fría: el espía ruso Rudolf Abel, capturado por el FBI en su hotel de Nueva York en 1957; y el piloto estadounidense Francis Gary Powers, cuyo avión espía U2 fue derribado sobre territorio soviético mientras fotografiaba el terreno. Menos conocido que ambos es el abogado James B. Donovan, vilipendiado por defender en los tribunales norteamericanos a Abel y cuyo papel en el intercambio de prisioneros entre EEUU y la URSS se ocupó de narrar él mismo en su libro de 1964 Strangers on a Bridge. Donovan es el protagonista de El puente de los espías: Tom Hanks lo interpreta, con su mejor invocación de James Stewart, conjurando al hombre común como Héroe Americano. El Donovan de Spielberg es un abogado especializado en seguros al que se nos presenta en una escena en la que revela sus dotes negociadoras y su convicción en el derecho como un pilar fundamental de la sociedad.
La película comienza con una persecución muda por el metro de Nueva York, se mueve a continuación por el terreno del drama judicial y se convierte en su segunda mitad en una cinta de suspense y de espionaje para escenificar el intercambio de espías en un Berlín dividido en el que comenzaba a levantarse el muro. Todo esto avanza ágilmente gracias a la precisa estructura que le proporciona el guión de Matt Charman, revisado por los hermanos Coen para introducir ironía y ligereza a través de algunos certeros detalles de caracterización: el espía que busca su dentadura postiza mientras es detenido por el FBI, el fiscal de la Alemania oriental que nunca sabe cual de los muchos teléfonos que tiene en su escritorio está sonando en ese momento… El director aporta algunos de sus recuerdos personales a la hora de reconstruir la época: el pequeño Spielberg, al igual que el hijo de Donovan, llenó la bañera de su casa para así tener agua potable en caso de un ataque nuclear inesperado.
El abogado Donovan es un hombre de convicciones firmes
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Spielberg reconstruye el Berlín dividido |
Desde el punto de vista de la puesta en escena, esta es probablemente la película más clásica que Spielberg ha filmado en toda su carrera. Parece que el director siente la necesidad de honrar la época que recrea reviviendo el espíritu de sus espectáculos cinematográficos más característicos, aquellas artesanales aventuras en technicolor y pantalla ancha filmadas por los veteranos del Hollywood clásico. Por supuesto, el oficio de Spielberg es extraordinario: el director emplea los recursos del Hollywood moderno como instrumentos de su orquesta. Los decorados reconstruyen el muro de Berlín ladrillo a ladrillo en el invierno alemán y los cálidos despachos del poder con sus sillones de cuero y sus maderas nobles. La fotografía inunda de luz las escenas a través de ventanas y corredoras, una luz que se extiende sobre los escenarios y los personajes dotándoles de ese fulgor casi sobrenatural tan característico del director. El montaje logra que esta intriga política internacional avance con pies ligeros, la música (esta vez es de Thomas Newman, John Williams tuvo un pequeño problema de salud) establece de manera precisa el tono emocional de cada escena. Spielberg es el director más elocuente del Hollywood actual: cada gesto, cada movimiento señala de manera clara las motivaciones de quien lo ejecuta, cada circunstancia queda explicada de manera inequívoca. Aquí, esta elocuencia está especialmente bien modulada, integrada de manera perfecta en el curso de la intriga y en el espíritu de la época.
Aunque la rememoración de los años de la guerra fría llena cada encuadre de El puente de los espías, la película no carece de relevancia contemporánea. Para Donovan, la justicia debería funcionar de la misma manera aunque quien se siente en el banquillo sea un espía soviético, una actitud que hace pensar en Guantánamo, ese territorio sin ley en el que Estados Unidos encarcela a algunos de sus actuales enemigos. El propio Spielberg no ha evitado esa asociación en las entrevistas promocionales que ha coincidido con respecto a la película: para el director, un poco del viejo idealismo y de la tradicional inocencia de los años cincuenta vendría muy bien en los cínicos tiempos que vivimos. Por supuesto, la época no fue exactamente cómo el director la rememora a través de sus recuerdos de infancia, pero sus personajes parecen ser conscientes de ello. Donovan (al igual que el Lincoln al que interpretó Daniel Day-Lewis en la anterior película del director) es un idealista pragmático, que logra lo que se propone gracias a sus diabólicas dotes de persuasión y a cierta habilidad para la manipulación. En los dramas políticos de esta última etapa de Spielberg, el idealismo y el pragmatismo se encuentran a menudo en un inestable equilibrio, una tensión que en esta ocasión se convierte en un impecable espectáculo con un fuerte aroma retro.
martes, 24 de noviembre de 2015
Dheepan
Publicada el 13:17por Alejandro Gaspar
DIR: JACQUES AUDIARD
INT: ANTONYTHASAN JESUTHASAN, KALIEASVARI SRINIVASAN, CLAUDINE SRINIVASAN
FRANCIA, 2015, 109'
En un principio, Dheepan parece enmarcarse en ese género de películas que se acercan a la experiencia de la migración contemporánea, cintas como La Faute à Voltaire, In This World o Alambrista. El protagonista (Jesuthasan Antonythasan) es un guerrillero tamil, un Tigre, que se ve obligado a dejar Sri-Lanka después de perder la guerra y contemplar la muerte de su mujer y su hija. La película nos lo presenta empuñando el Kalashnikov y vistiendo varios cinturones de balas, mientras quema en una pira los cuerpos de sus soldados, con la estupefacción de la derrota golpeando su rostro al mismo tiempo que el calor de las llamas. Algo después, en un campo de refugiados, el antiguo soldado negocia su salida del país. El plan consiste en crear una familia ficticia con una mujer y una niña desconocidas, víctimas de la guerra que también han perdido a sus seres más cercanos. Así que este hombre ahora se llama Dheepan y viaja a Francia en compañía de su ficticia mujer, Yalini (Kalieaswari Srinivasan) y su ficticia hija de nueve años, Illayaal (Claudine Srinivasan)
Poco después se encuentran en un lugar llamado Le Pré, que consiste en varios bloques rectangulares de ladrillo con paredes quemadas y ventanas de cristales rotos. Sobre las azoteas se encaraman vigilantes y en los portales se agolpan grupos de jóvenes que se adueñan del terreno con celo posesivo. Hay una violencia contenida en la atmósfera del lugar, como si fuese un nuevo campo de batalla, al menos en potencia. La diferencia es que aquí Dheepan ya no es el guerrero de su anterior vida, sino el portero de un bloque de pisos que se dedica a clasificar el correo y que debe esperar que algún grupo de traficantes menores terminen su reunión para barrer sus colillas y limpiar sus restos de comida.
Comienza a desarrollarse un drama doble. Dentro del piso de protección oficial en el que se ve obligada a convivir, esta improvisada familia se acomoda a una cotidianeidad en la que sus relaciones ficticias sirven al principio para determinar unas formas de comportamiento, pero pronto se revelan como instrumentos capaces de llenar los vacíos emocionales que los personajes albergan en su interior. Como si no fuera solamente la necesidad de mantener las apariencias, sino que además el acto de construir un hogar se convierte en algo esencial para su supervivencia. Mientras tanto, fuera de la casa, en las escaleras, en los portales, en el sucio patio de los bloques de viviendas, el drama es distinto: se trata del intento de incorporarse a una sociedad ajena y violenta, en la que Dheepan se encuentra en los márgenes de un conflicto que no es capaz de comprender.
Para entonces, Dheepan se ha convertido en un soldado perdido, uno de esos hombres cuyo anhelo de un hogar y una vida tranquila está motivado por las huellas de la violencias. La imagen del guerrillero se proyecta sobre el indefenso portero del suburbio, sobre el fingido esposo que trata de crear un hogar aceptable, dotando de tensión a cada uno de sus movimientos. Audiard filma al protagonista desde una cierta distancia, escrutando su comportamiento con una visión antropológica. El actor Antonythasan Jesuthasan llena el encuadre con su imponente presencia, y en su interpretación se filtran retazos de realidad: Jesuthasan se unió a los tigres tamiles cuando tenía quince años más tarde abandonó la organización desilusionado. Ya en Francia, publicó en 2001 la novela Gorila, en la que narra sus experiencias como soldado adolescente. El actor ha declarado que Dheepan es una película que le resulta autobiográfica en un cincuenta por ciento.
A medida que avanza la película, la violencia deja de ser una amenaza latente para convertirse en una presencia real en la vida de los protagonistas. Entonces Audiard esboza una visión ambigua acerca de la violencia: el protagonista que huye de la guerra tras perder a su familia se ve obligado a recurrir a su experiencia como soldado para proteger a su nueva familia de circunstancias. Independientemente de la sutileza con la que se expresa todo esto, subyace en cada imagen una mirada extraordinariamente crítica en torno a la Francia contemporánea: cada recorrido por el bloque de pisos señala la presencia de una zona de guerra en el corazón mismo de occidente, una zona de guerra que no aparece en la fotografía oficial de la sociedad.
INT: ANTONYTHASAN JESUTHASAN, KALIEASVARI SRINIVASAN, CLAUDINE SRINIVASAN
FRANCIA, 2015, 109'
En un principio, Dheepan parece enmarcarse en ese género de películas que se acercan a la experiencia de la migración contemporánea, cintas como La Faute à Voltaire, In This World o Alambrista. El protagonista (Jesuthasan Antonythasan) es un guerrillero tamil, un Tigre, que se ve obligado a dejar Sri-Lanka después de perder la guerra y contemplar la muerte de su mujer y su hija. La película nos lo presenta empuñando el Kalashnikov y vistiendo varios cinturones de balas, mientras quema en una pira los cuerpos de sus soldados, con la estupefacción de la derrota golpeando su rostro al mismo tiempo que el calor de las llamas. Algo después, en un campo de refugiados, el antiguo soldado negocia su salida del país. El plan consiste en crear una familia ficticia con una mujer y una niña desconocidas, víctimas de la guerra que también han perdido a sus seres más cercanos. Así que este hombre ahora se llama Dheepan y viaja a Francia en compañía de su ficticia mujer, Yalini (Kalieaswari Srinivasan) y su ficticia hija de nueve años, Illayaal (Claudine Srinivasan)
Poco después se encuentran en un lugar llamado Le Pré, que consiste en varios bloques rectangulares de ladrillo con paredes quemadas y ventanas de cristales rotos. Sobre las azoteas se encaraman vigilantes y en los portales se agolpan grupos de jóvenes que se adueñan del terreno con celo posesivo. Hay una violencia contenida en la atmósfera del lugar, como si fuese un nuevo campo de batalla, al menos en potencia. La diferencia es que aquí Dheepan ya no es el guerrero de su anterior vida, sino el portero de un bloque de pisos que se dedica a clasificar el correo y que debe esperar que algún grupo de traficantes menores terminen su reunión para barrer sus colillas y limpiar sus restos de comida.
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Una familia fingida que trata de sobrevivir en Francia |
Comienza a desarrollarse un drama doble. Dentro del piso de protección oficial en el que se ve obligada a convivir, esta improvisada familia se acomoda a una cotidianeidad en la que sus relaciones ficticias sirven al principio para determinar unas formas de comportamiento, pero pronto se revelan como instrumentos capaces de llenar los vacíos emocionales que los personajes albergan en su interior. Como si no fuera solamente la necesidad de mantener las apariencias, sino que además el acto de construir un hogar se convierte en algo esencial para su supervivencia. Mientras tanto, fuera de la casa, en las escaleras, en los portales, en el sucio patio de los bloques de viviendas, el drama es distinto: se trata del intento de incorporarse a una sociedad ajena y violenta, en la que Dheepan se encuentra en los márgenes de un conflicto que no es capaz de comprender.
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La familia fingida poco a poco se convierte en una auténtica familia |
Para entonces, Dheepan se ha convertido en un soldado perdido, uno de esos hombres cuyo anhelo de un hogar y una vida tranquila está motivado por las huellas de la violencias. La imagen del guerrillero se proyecta sobre el indefenso portero del suburbio, sobre el fingido esposo que trata de crear un hogar aceptable, dotando de tensión a cada uno de sus movimientos. Audiard filma al protagonista desde una cierta distancia, escrutando su comportamiento con una visión antropológica. El actor Antonythasan Jesuthasan llena el encuadre con su imponente presencia, y en su interpretación se filtran retazos de realidad: Jesuthasan se unió a los tigres tamiles cuando tenía quince años más tarde abandonó la organización desilusionado. Ya en Francia, publicó en 2001 la novela Gorila, en la que narra sus experiencias como soldado adolescente. El actor ha declarado que Dheepan es una película que le resulta autobiográfica en un cincuenta por ciento.
A medida que avanza la película, la violencia deja de ser una amenaza latente para convertirse en una presencia real en la vida de los protagonistas. Entonces Audiard esboza una visión ambigua acerca de la violencia: el protagonista que huye de la guerra tras perder a su familia se ve obligado a recurrir a su experiencia como soldado para proteger a su nueva familia de circunstancias. Independientemente de la sutileza con la que se expresa todo esto, subyace en cada imagen una mirada extraordinariamente crítica en torno a la Francia contemporánea: cada recorrido por el bloque de pisos señala la presencia de una zona de guerra en el corazón mismo de occidente, una zona de guerra que no aparece en la fotografía oficial de la sociedad.
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