viernes, 18 de diciembre de 2015

El puente de los espias

T.O: BRIDGE OF SPIES
DIR: STEVEN SPIELBERG
INT: TOM HANKS, MARK RYLANCE
EEUU, 2015, 141'




Aunque resulta extraño considerar a Steven Spielberg como un director con sensibilidad retro (su carrera definió el espectáculo cinematográfico al menos desde mediados de los setenta hasta los años noventa, y se convirtió en el Alfred Hitchcock o Walt Disney de su momento), su cine se encuentra fuertemente anclado en la atmósfera cultural de los años que siguieron al final de segunda guerra mundial. Las películas de Indiana Jones, por ejemplo, se basan en los seriales de aventuras de los años cuarenta. Encuentros en la tercera fase revive la fiebre ovni, E.T., a pesar de su ambientación contemporánea, captura la atmósfera de la clase media suburbial en la que creció el director. Los recuerdos y las historias de la segunda guerra mundial (la buena guerra, la guerra que había que ganar) se filtran en El imperio del sol, La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan. El director de Cincinatti fue un niño de la guerra fría, creció entre terror atómico y el asombro ante la carrera espacial, entre la mitología y la paranoia de la confrontación entre estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora, la guerra fría regresa como una fantasma en El puente de los espías, una película que recupera una de esas historias que se narraban en titulares a cinco columnas mientras Spielberg crecía en Ohio. Por ello, no es de extrañar que la visión de los años cincuenta que propone Spielberg esté teñida de nostalgia y de idealismo, un idealismo que al cineasta le gustaría recuperar para los tiempos que corren.

Una silenciosa afinidad entre enemigos

Los personajes de la cinta son dos celebridades ya olvidadas de la guerra fría: el espía ruso Rudolf Abel, capturado por el FBI en su hotel de Nueva York en 1957; y el piloto estadounidense Francis Gary Powers, cuyo avión espía U2 fue derribado sobre territorio soviético mientras fotografiaba el terreno. Menos conocido que ambos es el abogado James B. Donovan, vilipendiado por defender en los tribunales norteamericanos a Abel y cuyo papel en el intercambio de prisioneros entre EEUU y la URSS se ocupó de narrar él mismo en su libro de 1964 Strangers on a Bridge. Donovan es el protagonista de El puente de los espías: Tom Hanks lo interpreta, con su mejor invocación de James Stewart, conjurando al hombre común como Héroe Americano. El Donovan de Spielberg es un abogado especializado en seguros al que se nos presenta en una escena en la que revela sus dotes negociadoras y su convicción en el derecho como un pilar fundamental de la sociedad. 

La película comienza con una persecución muda por el metro de Nueva York, se mueve a continuación por el terreno del drama judicial y se convierte en su segunda mitad en una cinta de suspense y de espionaje para escenificar el intercambio de espías en un Berlín dividido en el que comenzaba a levantarse el muro. Todo esto avanza ágilmente gracias a la precisa estructura que le proporciona el guión de Matt Charman, revisado por los hermanos Coen para introducir ironía y ligereza a través de algunos certeros detalles de caracterización: el espía que busca su dentadura postiza mientras es detenido por el FBI, el fiscal de la Alemania oriental que nunca sabe cual de los muchos teléfonos que tiene en su escritorio está sonando en ese momento… El director aporta algunos de sus recuerdos personales a la hora de reconstruir la época: el pequeño Spielberg, al igual que el hijo de Donovan, llenó la bañera de su casa para así tener agua potable en caso de un ataque nuclear inesperado.


El abogado Donovan es un hombre de convicciones firmes

El núcleo dramático que unifica la película es la curiosa relación que se establece entre Donovan y Abel, una silenciosa afinidad entre enemigos en la que cada uno de los hombres continuará siendo un extraño para el otro, algo que no impide un respeto mutuo basado en la fuerza de sus convicciones. Mark Rylance compone un personaje carismático y memorable: un espía que se oculta bajo una apariencia fría y mundana y oculta su carácter bajo un estoico sentido del humor. Mientras tanto, el Donovan de Hanks tiene la calidez humana y la cercanía que estamos acostumbrados a encontrar en las creaciones del actor norteamericano, esta vez temperadas por un grado de acidez más alto de lo habitual: Donovan adereza sus discursos idealistas con algunas muestras de lenguaje tabernario. Hay una oscilación en la actitud de Donovan entre el idealismo sin reservas (su emocionada defensa de la constitución de los Estados Unidos, su convicción de que cualquier persona, incluso un espía enemigo, merece un juicio justo y la mejor defensa posible) y las astutas maniobras negociadoras (unas idas y venidas por las calles de Berlín, a un lado y otro del muro, en las que utiliza a su favor el conflicto no declarado entre la Alemania oriental y la Unión Soviética).

Spielberg reconstruye el Berlín dividido



Desde el punto de vista de la puesta en escena, esta es probablemente la película más clásica que Spielberg ha filmado en toda su carrera. Parece que el director siente la necesidad de honrar la época que recrea reviviendo el espíritu de sus espectáculos cinematográficos más característicos, aquellas artesanales aventuras en technicolor y pantalla ancha filmadas por los veteranos del Hollywood clásico. Por supuesto, el oficio de Spielberg es extraordinario: el director emplea los recursos del Hollywood moderno como instrumentos de su orquesta. Los decorados reconstruyen el muro de Berlín ladrillo a ladrillo en el invierno alemán y los cálidos despachos del poder con sus sillones de cuero y sus maderas nobles. La fotografía inunda de luz las escenas a través de ventanas y corredoras, una luz que se extiende sobre los escenarios y los personajes dotándoles de ese fulgor casi sobrenatural tan característico del director. El montaje logra que esta intriga política internacional avance con pies ligeros, la música (esta vez es de Thomas Newman, John Williams tuvo un pequeño problema de salud) establece de manera precisa el tono emocional de cada escena. Spielberg es el director más elocuente del Hollywood actual: cada gesto, cada movimiento señala de manera clara las motivaciones de quien lo ejecuta, cada circunstancia queda explicada de manera inequívoca. Aquí, esta elocuencia está especialmente bien modulada, integrada de manera perfecta en el curso de la intriga y en el espíritu de la época. 

Aunque la rememoración de los años de la guerra fría llena cada encuadre de El puente de los espías, la película no carece de relevancia contemporánea. Para Donovan, la justicia debería funcionar de la misma manera aunque quien se siente en el banquillo sea un espía soviético, una actitud que hace pensar en Guantánamo, ese territorio sin ley en el que Estados Unidos encarcela a algunos de sus actuales enemigos. El propio Spielberg no ha evitado esa asociación en las entrevistas promocionales que ha coincidido con respecto a la película: para el director, un poco del viejo idealismo y de la tradicional inocencia de los años cincuenta vendría muy bien en los cínicos tiempos que vivimos. Por supuesto, la época no fue exactamente cómo el director la rememora a través de sus recuerdos de infancia, pero sus personajes parecen ser conscientes de ello. Donovan (al igual que el Lincoln al que interpretó Daniel Day-Lewis en la anterior película del director) es un idealista pragmático, que logra lo que se propone gracias a sus diabólicas dotes de persuasión y a cierta habilidad para la manipulación. En los dramas políticos de esta última etapa de Spielberg, el idealismo y el pragmatismo se encuentran a menudo en un inestable equilibrio, una tensión que en esta ocasión se convierte en un impecable espectáculo con un fuerte aroma retro.





domingo, 6 de diciembre de 2015

Sicario

DIR: DENIS VILLENEUVE
INT: EMILY BLUNT, BENICIO DEL TORO, JOSH BROLIN
EEUU, 2015, 121'




Vivimos en una época de guerras sin ejércitos organizados, sin fronteras nítidas, sin definiciones claras de lo que significa la victoria y la derrota. Ahí está por ejemplo, la guerra contra las drogas, ese conflicto que se desarrolla principalmente a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos. Desde hace más de una década, los narcotraficantes parecen haberse convertido en una organización  pseudo-estatal capaz de controlar poblaciones enteras, mientras que el gobierno de Estados Unidos a menudo se encuentra adoptando tácticas que parecen más propias de una organización criminal. De cualquier manera, las acciones de unos y otros no hacen más que alargar el conflicto, convirtiendo la situación en una espiral de violencia aparentemente interminable. En esa tierra de nadie moralmente indefinida se desarrolla Sicario, un tenso thriller que adopta las maneras de un western, sobre todo porque parece plantearse dónde comienzan y terminan exactamente los Estados Unidos de América, también si rige el imperio de la ley o domina el poder de la violencia. 

El conflicto de la película oscila entre las posturas de Kate Mercer (Emily Blunt), una agente de la DEA especializada en el rescate de rehenes y el grupo de Matt Graver (Josh Brolin), un agente de la CIA partidario de métodos sucios, y sobre todo, secretos. La maniobra más audaz del guionista Taylor Sheridan y del director Denis Villeneuve consiste en desplazar progresivamente a Kate, que representa el punto de vista del espectador, hacia los márgenes de la narración. Conocemos a Kate Mercer en medio de una operación durante la que se encuentra con una de las “casas de la muerte” del narco mexicano: se trata de una vivienda que los narcotraficantes emplean para emparedar a sus enemigos, un grotesco espectáculo de cadáveres en descomposición en pleno territorio de los Estados Unidos. Kate se encuentra cómoda con el chaleco antibalas y el fusil de asalto, dando órdenes a hombres el doble de grandes que ella. Es una mujer de acción, pero siente cierta aprensión tras el acto de matar en defensa propia: es partidaria del empleo justificado de la violencia y el respeto a las consideraciones legales. Pertenece a esa categoría de personajes femeninos fuertes que pueblan el cine de acción en la última década, aunque en este caso, por desgracia para ella, no se encuentra en la película apropiada. Porque pronto se verá bajo el mando de Graver en un viaje incierto hacia  un territorio en el que los cadáveres sin cabeza cuelgan de los puentes y las caravanas de todoterrenos con cristales tintados serpentean a toda velocidad a través de callejuelas en las que acechan amenazas imposibles de distinguir. Kate se convierte entonces en una pasajera, una espectadora, su presencia señalada por una serie de reacciones de asombro, temor, desconcierto, ira, un punto de vista a través del que se introduce al espectador en un mundo que le resultará tan desconcertante como le resulta a ella. 


Kate Mercer se adentra en una "casa de la muerte" del narco. 

Junto a Graver viaja Alejandro (Benicio del Toro), cuya posición en la balanza de poder resulta incierta, al menos en un principio. Pero a medida que el recorrido se adentra en territorios de oscuridad moral, Alejandro se va haciendo con el control de los acontecimientos en detrimento de Kate. La película se beneficia de la habilidad de Benicio del Toro para mantenerse sigilosamente en la periferia del drama esperando su oportunidad para reclamar la atención en el momento preciso. Su personaje, imponente y lacónico, se mantiene en la frontera exacta entre el agente de la ley y el criminal, el lado exacto hacia el que se perfila nunca dejará de ser un misterio. Por su parte, Emily Blunt, que daba buena cuenta de una invasión alienígena en Al filo del mañana, aquí retrata con desoladora sencillez la impotencia de su personaje y de cualquiera que pretenda adentrarse en este territorio con cierto sentido moral. Kate no solamente se ve reducida a la irrelevancia, también a la ignorancia de lo que realmente sucede a su alrededor, aun cuando comience a sospechar  que la guerra contra las drogas se está convirtiendo delante de sus ojos en una guerra por las drogas, y que el comportamiento de los agentes se parece más al de una banda criminal que planea una emboscada que al de una organización que responde al mandato de la ley. Pero a partir de cierto momento ya no tiene ningún sentido preguntarse por la naturaleza de las alianzas o las fidelidades, ni a quien benefician realmente las acciones que se adoptan.

Benicio del Toro comienza la película de manera discreta, pero pronto se convierte en el personaje más importante.

En la película, Kate descubrirá que su presencia es poco más que un trámite administrativo: la CIA no puede operar dentro de las fronteras estadounidenses a menos que colabore con una agencia doméstica. Como personaje, es una herramienta que proporciona un punto de vista al espectador sobre un mundo hermético y violento. Todo eso podría resultar anti dramático, pero los cineastas y Blunt extraen gran intensidad y tensión de la condición de la protagonista, impotente ante unos acontecimientos que no llega a comprender por completo. A lo largo de la película, hay una notable ambigüedad en la manera en la que Denis Villeneuve aborda las acciones de guerra sucia y en general, el empleo de la violencia: al igual que en Prisioneros, la película que supuso su debut en Hollywood, los personajes que se toman la justicia por su mano no se presentan como personas capaces de resolver problemas que en todo caso tienen raíces socialmente más profundas, pero al menos consigue con eficacia los objetivos que se proponen a corto plazo. 

En su aún breve pero prolífica estancia en Hollywood, Villeneuve se ha confirmado como un director con el talento necesario para exprimir las reglas de los géneros al mismo tiempo que demuestra su capacidad para explorar el dramatismo de los personajes y los ambientes. En Sicario se muestra como un director más atento a los detalles de caracterización y a la atmósfera dramática que a la mecánica de la trama y a la desconcertante pleitesía que este tipo de producciones suelen rendir a la laberíntica burocracia de las agencias del orden estadounidenses (Cia, Fbi, Dea, Nsa, Swat, etc, etc, etc….) Para lograrlo, cuenta con el trabajo del director de fotografía Roger Deakins, que elabora unas imágenes calientes y polvorientas como la tierra fronteriza que pisan los personajes y también con la labor del compositor Jóhann Jóhannsson, autor de una música sombría que predispone a la contemplación de un mundo despiadado. El resultado es una intrigante cinta de suspense que sorprende por su audacia en el uso del punto de vista y por la manera con la que manipula la identificación del espectador, obligado a adoptar la mirada de su impotente protagonista y quedarse con muchas preguntas y muchos misterios, quizá porque el secreto y el silencio son elementos fundamentales del mundo en el que se adentra la película. 

domingo, 29 de noviembre de 2015

Cortometraje: El acordeón, de Jafar Panahi (2008, 8')

La última película de ficción realizada por Jafar Panahi antes de ser condenado a abandonar su profesión (sin resultado) fue este cortometraje producido por ART for the World. Se trata de una iniciativa de las Naciones Unidas que busca una reflexión entre diferentes culturas acerca de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. De manera paradójica, dada su situación actual, el cortometraje de Panahi reflexiona acerca del Artículo 18 de la declaración: “Todo el mundo tiene derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión” 

El acordeón presenta la acentuada huella del neorrealismo, una de las influencias clave del cine iraní, y se sitúa lejos de la reflexión metacinematográfica que practica el director en sus últimas películas clandestinas. Panahi sigue a dos hermanos, un niño y una niña, que recorren las calles de Teherán tocando un acordeón y recogiendo de esa manera las monedas que necesitan para cuidar de su madre enferma. Sin darse cuenta, tocan sus canciones delante de una mezquita, lo que motiva la ira de un transeúnte que se arroga el poder de declararles blasfemos y confiscarles el acordeón. El muchacho reacciona iracundo ante estos hechos, mientras que la pequeña, por el contrario, muestra una asombrosa capacidad para comprender la posición del hombre y arreglar la situación de manera pacífica. “El acordeón es la historia de una necesidad humana de supervivencia en el contexto de una religión pretenciosa.  Al chico no le permiten tocar por una prohibición religiosa, algo que él acepta para sobrevivir. Pero el principal personaje es la chica, que es, en mi punto de vista, el símbolo de la siguiente generación. Ella decide evitar la violencia y compartir sus pequeños ingresos con alguien que también está en necesidad.” 

Esta pequeña pieza demuestra la facilidad de Panahi para elaborar películas engañosamente sencillas. En sus ocho minutos de duración, asistimos a un retrato de la intransigencia religiosa cotidiana tamizado por el característico humanismo del director, que encuentra el fondo moral en todos sus personajes.  Una vez más, la película presenta el retrato de un personaje femenino enérgico y decidido, capaz de cambiar la dirección de los acontecimientos. Y el estilo de observación realista del director nos permite dar un paseo por un colorido y bullicioso mercado de Teherán. 

martes, 24 de noviembre de 2015

Dheepan

DIR: JACQUES AUDIARD
INT: ANTONYTHASAN JESUTHASAN, KALIEASVARI SRINIVASAN, CLAUDINE SRINIVASAN
FRANCIA, 2015, 109'








En un principio, Dheepan parece enmarcarse en ese género de películas que se acercan a la experiencia de la migración contemporánea, cintas como La Faute à Voltaire, In This World o Alambrista. El protagonista (Jesuthasan Antonythasan) es un guerrillero tamil, un Tigre, que se ve obligado a dejar Sri-Lanka después de perder la guerra y contemplar la muerte de su mujer y su hija. La película nos lo presenta empuñando el Kalashnikov y vistiendo varios cinturones de balas, mientras quema en una pira los cuerpos de sus soldados, con la estupefacción de la derrota golpeando su rostro al mismo tiempo que el calor de las llamas. Algo después, en un campo de refugiados, el antiguo soldado negocia su salida del país. El plan consiste en crear una familia ficticia con una mujer y una niña desconocidas, víctimas de la guerra que también han perdido a sus seres más  cercanos. Así que este hombre ahora se llama Dheepan y viaja a Francia en compañía de su ficticia mujer, Yalini (Kalieaswari Srinivasan) y su ficticia hija de nueve años, Illayaal (Claudine Srinivasan

Poco después se encuentran en un lugar llamado Le Pré, que consiste en varios bloques rectangulares de ladrillo con paredes quemadas y ventanas de cristales rotos. Sobre las azoteas se encaraman vigilantes y en los portales se agolpan grupos de jóvenes que se adueñan del terreno con celo posesivo. Hay una violencia contenida en la atmósfera del lugar, como si fuese un nuevo campo de batalla, al menos en potencia. La diferencia es que aquí Dheepan ya no es el guerrero de su anterior vida, sino el portero de un bloque de pisos que se dedica a clasificar el correo y que debe esperar que algún grupo de traficantes menores terminen su reunión para barrer sus colillas y limpiar sus restos de comida. 

Una familia fingida que trata de sobrevivir en Francia 

Comienza a desarrollarse un drama doble. Dentro del piso de protección oficial en el que se ve obligada a convivir, esta improvisada familia se acomoda a una cotidianeidad en la que sus relaciones ficticias sirven al principio para determinar unas formas de comportamiento, pero pronto se revelan como instrumentos capaces de llenar los vacíos emocionales que los personajes albergan en su interior. Como si no fuera solamente la necesidad de mantener las apariencias, sino que además el acto de construir un hogar se convierte en algo esencial para su supervivencia. Mientras tanto, fuera de la casa, en las escaleras, en los portales, en el sucio patio de los bloques de viviendas, el drama es distinto: se trata del intento de incorporarse a una sociedad ajena y violenta, en la que Dheepan se encuentra en los márgenes de un conflicto que no es capaz de comprender. 

La familia fingida poco a poco se convierte en una auténtica familia

Para entonces, Dheepan se ha convertido en un soldado perdido, uno de esos hombres cuyo anhelo de un hogar y una vida tranquila está motivado por las huellas de la violencias. La imagen del guerrillero se proyecta sobre el indefenso portero del suburbio, sobre el fingido esposo que trata de crear un hogar aceptable, dotando de tensión a cada uno de sus movimientos. Audiard filma al protagonista desde una cierta distancia, escrutando su comportamiento con una visión antropológica. El actor Antonythasan Jesuthasan llena el encuadre con su imponente presencia, y en su interpretación se filtran retazos de realidad: Jesuthasan se unió a los tigres tamiles cuando tenía quince años más tarde abandonó la organización desilusionado. Ya en Francia, publicó en 2001 la novela Gorila, en la que narra sus experiencias como soldado adolescente. El actor ha declarado que Dheepan es una película que le resulta autobiográfica en un cincuenta por ciento. 

A medida que avanza la película, la violencia deja de ser una amenaza latente para convertirse en una presencia real en la vida de los protagonistas. Entonces Audiard esboza una visión ambigua acerca de la violencia: el protagonista que huye de la guerra tras perder a su familia se ve obligado a recurrir a su experiencia como soldado para proteger a su nueva familia de circunstancias. Independientemente de la sutileza con la que se expresa todo esto, subyace en cada imagen una mirada extraordinariamente crítica en torno a la Francia contemporánea: cada recorrido por el bloque de pisos señala la presencia de una zona de guerra en el corazón mismo de occidente, una zona de guerra que no aparece en la fotografía oficial de la sociedad. 

viernes, 13 de noviembre de 2015

Videoclip: Divers, de Joanna Newsom, dirigido por Paul Thomas Anderson

Después de terminar Puro Vicio, Paul Thomas Anderson ha decidido dedicar un tiempo a rodar con sus músicos favoritos. Hace unos meses presentaba Junun, un documental de una hora de duración protagonizado por Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead y compositor de la banda sonora de Pozos de ambición, The Master y  Puro vicio. En Junun, Anderson acompaña a Greenwood en su viaje a Rajasthan, para grabar un disco con músicos tradicionales de la India. Además de ese proyecto, el director de Boogie Nights ha elaborado dos videoclips para su amiga la arpista indie Joanna Newsom, entre ellos el que presentamos en esta ocasión, que ilustra el tema que da título al disco: Divers. Se trata de una canción en la que Newsom expresa en un anhelo romántico imposible de colmar: el objeto de su afecto es un submarinista que pasa la mayor parte de su tiempo bajo el mar, ignorando la existencia de su amante.  

Esta no es la primera colaboración entre ambos artistas. En Puro vicio,  Anderson empleó la voz cristalina y el aspecto ultraterreno de Newsom para encarnar a la narradora de la historia, la sacerdotisa hippie Sortilège. Newsom ocupa un lugar singular en la música contemporánea, con sus etéreas composiciones apoyadas en los arabescos de un instrumento tan alejado de la ortodoxia del pop como es el arpa: el New York Times dijo de su música que “en ella se abarca el folk de los Apalaches, la música del áfrica occidental, Japón, el vodevil, el impresionismo francés, el minimalismo, el renacimiento, los madrigales y los cantautores de Laurel Canyon”  Sus letras son igualmente arcanas, con audaces metáforas y estilizados circunloquios, impenetrables para muchos. 

Para poner en imágenes la música de Divers, una canción en la que abundan las misteriosas metáforas subacuáticas, Anderson resalta el carácter extraterrenal y a la vez cercano de Newsom. Para ello, sitúa a la cantante en un fantástico decorado vintage con resonancias de tecnicolor y viejo cine de aventuras. Los oníricos paisajes y las formaciones nubosas del video son obra del artista visual (y antiguo ingeniero termal de la Nasa) Kim Keever, concretamente inspirados por su obra “Wildflowers 52i”: la obra de Keevers fue una gran inspiración para la arpista en todo el proceso de creación de su nuevo disco. En ese decorado, Newsom se alza como una diosa de las montañas o quizá una extraña criatura submarina, etérea y a la vez majestuosa, dominando un extraño mundo que solo ella parece habitar. 

lunes, 9 de noviembre de 2015

La cumbre escarlata

T.O: CRIMSON PEAK
DIR: GUILLERMO DEL TORO
INT: MIA WASIKOWSKA, TOM HIDDLESTOM, JESSICA CHASTAIN
EEUU, 2015, 119'







En su última película, Guillermo del Toro se atreve a hacer un melodrama gótico, en la línea de clásicos como El castillo de Dragonwyck (1946) o la Jane Eyre dirigida por Robert Stevenson en 1946. Esa clase de películas con heroínas virginales, héroes atormentados con algún pasado oscuro y mansiones creadas para ocultar secretos en sus habitaciones cerradas, secretos que serán desvelados por quien recorra sus pasillos nocturnos a la luz de un candelabro. El cineasta mexicano añade unos cuantos ingredientes contemporáneos  a la receta: unas espeluznantes apariciones espectrales que se funden con los decorados gracias a  la fluidez de la imaginería digital,  algunas secuencias en las que la violencia se expresa de manera explícitamente física y un diseño de sonido que proporciona por sí mismo unos cuantos sobresaltos, además de los habituales tonos sostenidos inquietantes que conforman la atmósfera del moderno cine de terror. 

Estamos en los primeros años del sigo XX en Buffalo, Nueva York. Edith Cushing (Mia Wasikowska) es la hija de un próspero constructor que sueña con ser escritora, pero ve cómo sus novelas son rechazadas por los editores, que las consideran “demasiado femeninas”. Edith escribe “historias con fantasmas”, relatos románticos con cierto toque misterioso en la línea de las hermanas Brontë o de Mary Shelley. Pronto su caminó se cruzará con el Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) un baronet arruinado a quien en un principio desprecia por su condición de aristócrata privilegiado, pero que despierta su interés cuando comprende que se halla ante un ejemplar de  héroe oscuro y atormentado como el que habita en su imaginación. Se suceden las escenas de romanticismo contenido entre ambos, pero en sus abrazos y besos Thomas desvía demasiado a menudo la mirada hacia su hermana Lucille (Jessica Chastain) que no pierde detalle de todo lo que ocurre, desde una cierta distancia y manteniendo una impasibilidad muy sospechosa. 

La protagonista se adentra en un lugar habitado por espíritus

El iris se cierra unas cuantas veces sobre dedos que llevan anillos, manos que se rozan y velas que arden, y tras unos cuantos acontecimientos novelescos que sería demasiado prolijo relatar, Edith, nueva señora Sharpe,  emula a Jane Eyre y a Rebeca y cruza el umbral de Allerdale Hall, la arruinada mansión de los Sharpe. Decir que la mansión es un personaje más es quedarse corto: contiene  multitudes. Una abigarrada construcción de pasillos tortuosos, habitaciones oscuras y  sótanos cavernosos, Allerdale Hall tiene un enorme boquete en el techo que la hace resoplar cuando azota el viento y contiene una serie inacabable de puertas cerradas, armarios escondidos y viejos cajones con cerrojo que Edith irá descubriendo, guiada por una serie de apariciones espectrales que pertenecen a las algunas antiguas moradoras de la casa, cuyos espíritus se resisten a abandonar el lugar. Lo que está por desvelar, por supuesto, es la clase de tragedia que podría darle materia a Edith para unas cuantas novelas. 

Del Toro se ha rodeado de un reparto especialmente apropiado, actores espigados de rostros lívidos que tiene una especial facilidad para manejarse con el amaneramiento decimonónico de rigor en estos decorados. No en vano, todos ellos poseen experiencia en el gótico: Mia Wasikowska tiene a sus espaldas una Jane Eyre, y Tom Hiddleston fue el vampiro romántico de Solo los amantes sobreviven. En cuanta a Jessica Chastain, a estas alturas ya posee el aplomo de una gran dama, y su manera de mantener la distancia sin renunciar a su poder recuerda a la Garbo o la Davis, actrices que se vieron en situaciones semejantes en unas cuantas ocasiones.

Tom Hiddleston, en sus dominios 

 Lo cierto es que con todo el despliegue en ambientación, los personajes se ven un poco empequeñecidos, definiéndose más bien por el lugar que ocupan en el decorado y por sus exhibiciones de vestuario, que consiste en expresivas manifestaciones de encajes y brocados. El género gótico nación para expresar sentimientos que el decoro de la época no permitía exteriorizar, por lo que sus autores los transfirieron a los objetos y los lugares: las ropas, las mansiones, las viejas cartas o los cuadros de antepasados se convierten en expresivos y simbólicos, dotados de vida propia y portadores de unos sentimientos que los protagonistas no están educados para expresar. Hay un montón de cosas en las que detener la mirada en La cumbre escarlata, cuyas imágenes son una verdadera golosina audiovisual. Parte de la culpa la tiene el elegante estilo de del Toro: la cámara realiza suaves movimientos arqueados alrededor de los personajes con la delicadeza de un vals, o llama la atención cuidadosamente sobre los artefactos del misterio, esos anillos o sobres cerrados que pueden contener alguna respuesta o deparar alguna sorpresa. Pero también hay, como señala el director, “proteína para la mirada”: fantasmas cuyos espíritus no pueden abandonar su condición física, apariciones terroríficas que se revelan como inquietantes aliados de la protagonista, y en general, una atmósfera en la que los aspectos más propios del género de terror se subordinan al dramatismo del intenso melodrama que viven los personajes. 

lunes, 2 de noviembre de 2015

Taxi Teherán


Las razones que los directores de cine aducen para girar la cámara y enfocarse a sí mismos son bastante variadas, aunque la posesión de un ego saludable se esconde detrás de muchas de ellas. Hay algunos ejemplos, sin embargo, en los que el recurso al autorretrato es algo más bien obligado. Ese sería el caso del cineasta iraní Jafar Panahi, condenado a abandonar cualquier actividad relacionada con el cine durante veinte años, tras haber sido acusado de elaborar una película centrada en las protestas desencadenas en 2009 después de la disputada reelección de Mahmoud Ahmadinejad. Resulta paradójico comprobar cómo la condena, en lugar de silenciar a Panahi, ha aumentado su ritmo de trabajo. En efecto, Taxi Teherán es la tercera película que ha realizado en los cinco años desde que su condena se hiciera efectiva, un número que supera al de las películas que había rodado en toda la década anterior. Y Taxi Teherán es una película que cuenta con el propio cineasta interpretándose a sí mismo, algo que no había formado parte de su cine hasta que el régimen le obligó a trabajar de manera clandestina. 

La condena, además de estimular su imaginación, logró hacer conocido al cineasta en occidente, algo que no había conseguido hasta entonces con su cine, más allá de los círculos cinéfilos interesados en las películas internacionales. Panahi se convirtió en una figura familiar para personas que no se habían interesado por El círculo (1999), un retrato de la situación de la mujer en Irán que se alzó con el León de Oro del festival de Venecia, o por Offside (2005), la odisea de una chica que se hace pasar por un chico para asistir a un partido de fútbol (una actividad reservada únicamente a los hombres en Irán) y que resulta una de las pocas películas sobre fútbol capaz de transmitir la genuina emoción que sientes los aficionados a ese deporte. En 2012 el cineasta recibió el premio Sajarov del Parlamento Europeo junto a la abogada Nasrín Sotudé (una de las viajeras del taxi en Taxi Teherán), por lo que es  bastante común actualmente contemplar a Panahi como un activista más que como un cineasta. Pero no hay que olvidar que antes de su encarcelamiento el director  poseía una sólida carrera formada por pequeñas películas acerca de niñas que sueñan con un pez de colores o que se atreven a encontrar ellas solas el camino a casa en la ciudad, muestras de un naturalismo ligero y humanista que a menudo revelaban a mitad de camino el artificio de la puesta en escena y se convertían en reflexiones acerca de la representación y de la condición de las imágenes.

Jafar Panahi, probablemente el peor taxista de Teherán

Que Panahi no estaba dispuesto a cumplir la condena que le había impuesto el régimen quedó claro desde el primer momento. Esto no es una película (2011), que fue sacada del país de contrabando con una memoria flash escondida en un pastel, era una muestra de cine doméstico, tanto porque toda la acción transcurría dentro de la casa del director (para evitar llamar la atención de la autoridades) como porque el equipo se reduce al propio Panahi y a un amigo suyo (para evitar poner en peligro a cualquier otro colaborador) Ese amigo era el director de documentales Mochtabá Mirtahmasp, perseguido también por el régimen de Ahmadinejad después de haber colaborado con la BBC. En Esto no es una película vemos a Panahi encerrado en su casa mientras espera el resultado de su apelación, desesperándose por la imposibilidad de filmar su nueva película  y contemplando cómo las protestas contra Ahmadinejad se reavivan en las calles. Es una película política, por supuesto, la libertad de expresión y la asfixia social que provoca el régimen se discuten abiertamente a lo largo de su metraje. Pero más que nada es una respuesta instintiva al impulso de crear. Si a Panahi el régimen le deja solamente la posibilidad de rodar en un escenario (su casa) y con un personaje (este director de mediana edad que se ve obligado a lamentarse por su carrera perdida), él tratará de sacar el máximo partido de ello. Y la película comienza con el acostumbrado tono naturalista del director: Panahi desayuna, se pasea en chándal y pantuflas por la casa, da de comer a su iguana, habla por teléfono con su abogada. Pronto recibe a su amigo Mirtahmasp, discuten la posibilidad de hacer una película allí mismo, casi como un intento desesperado por hacer cine. Panahi se muestra orgulloso de sus películas (saca algunos dvd’s de las estanterías y comenta varias escenas en la enorme tele del salón) y deja escapar la frustración que le produce la imposibilidad de rodar. En algún momento, la película deja de girar acerca de la situación del director y la presencia de la cámara, siempre evidente, se vuelve ineludible, el drama se centra en la propia película que se está rodando, si es que se trata de una película. Panahi muestra una vez más su capacidad para convertir una observación naturalista en una reflexión acerca del hecho de filmar, y por extensión de las maneras en que se construye la realidad. 

Su nueva faceta de taxista le permite a Panahi conocer a una gran variedad de personajes 

Unos años después, ya cansado de encerrarse en su casa, Panahi pensó que sería una buena idea hacer una película que reflejara la ruidosa y agitada vida de la ciudad. Pensando en las limitaciones que debía superar (no llamar demasiado la atención y trabajar con el mínimo equipo posible) le pareció una buena idea que toda la película se desarrollase dentro de un taxi, conducido por él mismo. Algo así no tiene nada de extraño. El cine iraní siempre se ha caracterizado por predilección por las escenas situadas dentro de automóviles: el mentor de Panahi, Abbas Kiarostami, ha desarrollado gran parte de su carrera sobre cuatro ruedas. Los automóviles tienen una gran presencia en el cine de Irán por su condición de espacio incierto entre lo público y lo privado. Los realizadores iraníes siempre ha mostrado una gran reticencia a la hora de adentrarse en los interiores de las casas, porque si mostraban la realidad cotidiana tal y como la conocían la película no sería jamás autorizada para su estreno (entre otras cosas porque muy pocas mujeres respetan los preceptos acerca del velo islámico en la intimidad de sus propias casas) y si adaptaban la realidad a las normas oficiales, entonces estarían renunciando a su vocación realista. En el interior de un coche, en cambio, la relación entre lo público y lo privado, entre el rostro que uno muestra a los demás y el que se reserva para si mismo fluctúa, se negocia, se transforma. Los personajes adoptan máscaras y se desprenden de ellas, según quien vaya sentado en el asiento de atrás, o quien esté al volante. Los coches son un escenario ideal para mostrar las interacciones humanas como una forma de representación, un pacto obligado entre la autenticidad y las convenciones. Así que Pahahi se pone al volante de su taxi con tres cámaras cuidadosamente colocadas en su interior, a la espera de que la ciudad salga a su encuentro. 

En Teherán es costumbre que uno se suba a un taxi si va en la dirección adecuada y si tiene algún asiento disponible, independientemente de si ya hay algún pasajero a bordo, lo que propicia todo tipo de encuentros azarosos y le otorga al vehículo al condición de plaza pública sobre ruedas. De esta manera, Panahi circula por las caóticas calles de la capital iraní y se va encontrando con la variedad de personajes y situaciones que uno espera de cualquier gran ciudad. Primero, dos desconocidos, un hombre y una mujer, mantienen una de esas discusiones interminables acerca de las propiedades educativas de la pena de muerte, una discusión que en realidad comenzó mucho antes de que ellos se subieran al taxi y que continuará mucho después de que se olviden el uno del otro. Luego aparece Adi, un pícaro que se gana la vida vendiendo películas pirateadas a domicilio, una labor indispensable para que los iraníes puedan disfrutar de los éxitos de Hollywood y el cine de autor que el régimen prohíbe. Adi reconoce a Panahi porque le vendió Érase una vez en Anatolia y Medianoche en París, de Woody Allen y se entusiasma al encontrar al célebre director conduciendo un taxi. Pronto se establece cierto grado de complicidad entre estos dos representantes de la cultura iraní. Más tarde, ocurre un accidente y el taxi se convierte una improvisada ambulancia. Durante todo este caótico recorrido, Panahi se muestra afable e irónico, con una sonrisa que uno podría calificar de socarrona. Ya no es el hombre angustiado de Esto no es una película, ahora Panahi parece feliz por haberse salido una vez más con la suya, aunque como taxista no engaña a nadie: su desconocimiento de las direccionas más básicas y su escasa capacidad de orientación le convierten en probablemente el peor taxista de Teherán. 

La sobrina de Panahi tiene sus propias ideas a la hora de hacer una película. 

Como en las anteriores películas de Panahi, la historia se presenta como una observación de la vida cotidiana, en la que el director demuestra una vez más sus dotes a la hora de extraer convincentes interpretaciones naturalistas de un reparto formado por actores no profesionales. Cada uno de los pasajeros se sube al taxi con su propia historia y sus idiosincrasias personales, cada carrera es una pequeña viñeta costumbrista que se nos presenta como una ventana hacia la vida cotidiana iraní, con tal viveza que algún espectador despistado creerá estar viendo un documental. Para el público autóctono, la película ofrece unas cuantas píldoras críticas acerca de la diferencia entre la realidad oficial y la callejera. Para el resto del mundo, la película propone una visión bastante más humana de la vida en Teherán de la que encontramos en los informativos. Pero después de unos cuantos viajes, Panahi recuerda que tiene que recoger a su sobrina del colegio, y a partir de entonces la película cambia por completo. La sobrina del director es uno de esos personajes femeninos tan frecuentes en sus películas, personajes que toman las riendas de la narración desde el mismo momento en el que aparecen.

 Ella quiere hacer su propia película, y no deja de apuntar a todas partes con su pequeña cámara digital (Panahi utiliza las imágenes de los teléfonos móviles y las pequeñas cámaras de video como si fueran la lengua hablada del cine) Su profesora le ha encargado hacer una película “distribuible”, es decir, que cumpla con los requerimientos de la censura política y religiosa del país, al contrario que las películas de su tío. Pero ¿Se puede hacer una película “distribuible” a bordo de un taxi que recorre una ciudad como Teherán, sin faltarle demasiado al respeto a la realidad? Para entonces la película comienza a parecerse a  aun diálogo entre dos cineastas, (Panahi y su sobrina), cada uno de ellos haciendo su propia película, con percepciones completamente distintas acerca de lo que es el cine y de su relación con la realidad. 

Así que a pesar de todo, Panahi ha vuelto a crear una de sus pequeñas películas de engañosa sencillez, en las que lo que en principio parece una simple observación de la realidad tomada la vuelo se convierte en una reflexión acerca de las maneras de observar y comprender esa realidad. En la que la protesta acerca de las restricciones de la libertad de expresión se convierte en una exploración de las maneras en que los iraníes negocian con sus posibilidades de expresión en la vida cotidiana. Todo ello presentado con la ligereza de un paseo casual que nos permite contemplar toda la viveza y la diversidad de una ciudad como Teherán, una viveza y una diversidad que nunca aparecerán en las representaciones oficiales del gobierno. 

lunes, 26 de octubre de 2015

Banda sonora: Victoria, de Sebastian Schipper, compuesta por Nils Frahm

Victoria es esa película alemana rodada en una sola toma en la que una chica española descubre el “auténtico Berlín” gracias a unos simpáticos germanos involucrados en un asunto bastante turbio. La cinta comienza en un tono de flirteo romántico casual para acabar desembocando en un tenso y violento thriller, en el que el director Sebastian Schipper saca el máximo partido posible de su concentración espacial y temporal. Resulta sorprendente, por tanto, que el director haya confiado la tarea de elaborar la banda sonora a un compositor como Nils Frahm, conocido por sus sonidos tranquilos y etéreos, en principio más apropiados para un drama intimista que para una cinta de suspense. Pero quizá se trata precisamente de eso: Schipper confía tanto en el poder de sus imágenes que no necesita percusiones desbocadas para subir las pulsaciones de la audiencia. 

Frahm, que debuta en el cine con este trabajo, es uno de esos jóvenes compositores que está ampliando los horizontes de la música clásico, un movimiento que comienza a ser conocido como “Indie Classical”. Frahm se dio a conocer principalmente con Solo, un disco de piano minimalista que exploraba la sonoridad del mayor piano jamás construido. El compositor alemán, que se apoya casi exclusivamente en ese instrumento para elaborar su música, ha ampliado la instrumentación en este caso, aunque no demasiado.  “La banda sonora se grabó en un lugar especial, las antiguas instalaciones de la emisora de televisión GDR, -Explica Frahm - que hoy día albergan el Studio P4. Simplemente pusimos una gran pantalla en el medio de la sala, la llenamos con micrófonos e instrumentos, pusimos la película en bucle y nos pusimos a improvisar unos encima de otros, mis buenos amigos y yo. Los músicos invitados comenzaron su sesión  de grabación tocando una toma cohesiva sobre la película al completo. Esa fue la parte más interesante del día,  dado que no habían visto la película antes.  Se convirtieron en espectadores y creadores al mismo tiempo, grabando de esa manera cientos de diferentes pequeños temas intuitivamente.”

El compositor ha adelantado dos piezas del disco en su cuenta de soundcloud: Our Own Roof, que aparece al principio de la película y es una pieza atmosférica,  incierta, en la que la tensión se va cocinando a fuego lento. 

La otra pieza, Them, es en apariencia una pieza más relajada, aunque algo oscuro parece acechar a lo largo de toda su duración. “Espero haber hecho justicia a Victoria y a vuestros oídos”, apunta el compositor. 

jueves, 22 de octubre de 2015

El club


DIR: PABLO LARRAÍN
INT: MARCELO ALONSO, ALFREDO CASTRO, ANTONIA ZEGERS
CHILE, 2015, 98'

El club es una casa cercana a una playa solitaria y fría, en una pequeña ciudad del sur de Chile no demasiado hermosa. Está habitada por unos cuantos ancianos reservados y taciturnos que prefieren no alejarse demasiado de su morada.  Al contrario: permanecen en su interior, bañados por una penumbra de cortinas corridas y persianas a medio bajar. Tienen buenas razones para ello: La casa es un lugar de retiro y de penitencia, y sus habitantes son sacerdotes que han sido apartados de su oficio. La mayoría de ellos abusaron de niños que estaban a su cargo, aunque también hay un padre que se dedicaba a la venta de recién nacidos. Claro que uno puede sospechar que las intenciones de la iglesia al destinarlos a este apartado establecimiento tienen que ver más bien con la intención de evitar escándalos que con cualquier concepción de la justicia, divina o humana. 

Por supuesto, estos hombres componen un grupo bastante sombrío. El padre Silva (Jaime Vadell) es un antiguo capellán del ejército que solía anotar las confesiones de los militares para utilizarlas en algún momento propicio, una estrategia que finalmente no le sirvió de nada. El padre Ramírez (Alejandro Sieveking) es un anciano reducido a la condición de momia balbuceante, que repite mecánicamente las cosas que escucha.  Los crímenes que le han traído a la casa han desaparecido hace mucho tiempo de su memoria y de la de quienes le rodean. El padre Vidal (Alfredo Castro, mostrando una vez más su facilidad para encarnar despojos humanos) trata de redimirse entrenando un galgo de carreras, y de vez en cuando exhibe unos desesperados intentos de justificación personal que resultan al mismo tiempo repulsivos y enternecedores. El padre Ortega (Alejandro Goic) cuyo crimen no tiene carácter sexual, permite que a menudo se le escape el desprecio que siente por sus compañeros. Presidiendo todo esta se encuentra la hermana Mónica (Antonia Zegers) cuyo optimismo bienintencionado resulta francamente inquietante, y cuyo candor es bastante sospechoso. Por supuesto, ella tiene también sus buenas razones para residir en la casa. 

Un inquietante grupo humano

Día tras día, los padres dedican su tiempo a intercambiar susurros recelosos, entonar sus cánticos y sus oraciones y, por supuesto, acudir a las competiciones de Rayo, el galgo en el que depositan sus escasa esperanzas. Como prefieren darle la espalda a la luz, como si temieran exponerse a la mirada de otros, los contemplamos casi siempre en contraluz, con sus facciones parcialmente ocultas entre las sombras. Nada de eso es casual. La oposición entre la luz y la oscuridad, entre lo oculto y lo desvelado, es el drama que nos desvela la película. Un drama que se desarrolla a varios niveles: en la conciencia individual de los protagonistas y también en la actitud de una institución como la iglesia católica, autoproclamada guardiana de la moral. 

Alfredo castro demuestra una vez más sus dotes para explorar los aspectos más oscuros de sus personajes

La irrupción de dos personajes ajenos a este mundo cerrado y oculto pondrá de manifiesto ese conflicto. El primero de ellos es el padre García (Marcelo Alonso), un joven sacerdote que acude a la casa para poner orden después de un horripilante incidente que amenaza con llamar la atención de las autoridades. Desde la perspectiva de los padres, la presencia misteriosa e inquietante del padre García se asemejará a la de un ángel justiciero o a la de un dios vengativo, alguien que lleva sus expedientes en un maletín de cuero como si fuera el interior de sus almas y que tiene el poder de deshacer el precario purgatorio que habitan. Pero el padre García también se debate entre la luz y las sombras, o por lo menos entre la transparencia y la ocultación.  Porque su desprecio por los curas criminales es manifiesto (“Si por mi fuera, les pondría en manos de la justicia”, llega a decir en una ocasión), pero deberá tener en cuenta otras consideraciones referentes a las necesidades de la iglesia. Por supuesto, la actitud de la institución católica con sus secretos planea sobre toda la película. El otro intruso es un misterioso vagabundo que se hace llamar Sandokan (Roberto Farías) y que pronto se nos revela como una antigua víctima de abusos infantiles, algo que ha dañado de manera irreversible su equilibrio mental y emocional. Su mera presencia sirve a los padres como un recordatorio de las consecuencias de sus actos, unas consecuencias que ellos, desde luego, preferirían olvidar. La aparición de Sandokán adquiere por tanto un carácter ambiguo, pues se presenta como una penitencia, pero termina revelándose también como una posibilidad de redención. 

Antonia Zegers, como la inquietante hermana Mónica, sostiene gran parte del peso dramático de la película.

Una vez más, podemos comprobar que el registro preferido del director chileno Pablo Larraín parece estar a medio camino entre la comedia negra y el realismo descarnado, con ciertos toques autóctonos de feísmo latinoamericano (la escena de sexo repulsiva es un elemento de rigor). La dosis de humor negro puede resultar desconcertante, al menos en teoría, pero surge de manera natural al contemplar los poco afortunados esfuerzos que hacen los personajes para mantener una apariencia de normalidad y un mínimo de dignidad. Cualquiera podría pensar que la atmosfera de esta situación sería asfixiante de todas formas, pero para que no se nos olvide, Larraín y el director de fotografía Sergio Armstrong se decantan por una paleta de color en la que predominan los tonos grises con matices de un azul húmedo. Además, el uso casi exclusivo del gran angular deforma aún más los rostros de los personajes y convierte la casa que habitan en una construcción cavernosa, un entorno inquietante en el que hasta el aire parece adquirir una cualidad densa, como si estuviera dotado de espesor.

Todos estos recursos podrán resultar excesivos, pero una vez más Larraín se muestra como un maestro del tono. Su puesta en escena es un ejercicio de equilibrismo capaz de conjurar una tensión que recorre toda la película de principio a fin, una tensión que emana de la misteriosa emotividad de sus protagonistas, así como de nuestra conflictiva reacción ante ellos, que oscilará desde la empatía ante el sufrimiento humano hasta la repulsa que estos hombres nos provocan. Si El club es una película católica no es tanto por la abundante simbología religiosa que aparece en sus imágenes y por sus continuas referencias al ceremonial, sino porque se plantea la posibilidad de una redención para unos personajes cuyos actos podrían situarles fuera del alcance de toda compasión humana. 

sábado, 17 de octubre de 2015

Cortometraje: Pitch Black Heist (Atraco a oscuras, John Maclean, 2011, 12’)


Este puede ser el año de Michael Fassbender. El actor le hinca el diente a uno de esos proyectos con los que sueña todo el mundo en Hollywood: una biografía de Steve Jobs salida de la pluma de Aaron Sorkin. Pero antes de saber si el Jobs de Danny Boyle está a la altura de las expectativas, podemos disfrutar de este cortometraje rodado en 2011. Porque para un actor como Fassbender no hay proyectos menores, como demuestra una filmografía que alterna las grandes producciones de Hollywood (Prometheus, la saga X-men) con películas de autor o independientes (Frank, 12 años de esclavitud, Un método peligroso)

    Pitch Black Heist está dirigido por John Maclean. Antes de probar fortuna en el cine, Maclean formó parte de la banda escocesa The Beta Band, un grupo que alcanzó un cierto estatus de culto durante su trayectoria, un estatus que no fue acompañado precisamente por grandes ventas. “Comencé haciendo los videos de The Beta Band con una cámara que grababa en DVD, que me había facilitado la compañía discográfica. Intentaba que pareciesen más cortometrajes que videoclips” Después de la separación del grupo, Maclean, que ejercía de teclista y Dj, enfocó su talento creativo hacia el cine. “Hace años,  vi una gran película de género negro llamada Rififí. Hay un atraco a un banco de media hora durante el que cualquier sonido dispara la alarma, así que la película se vuelve muda. Pensé en intentarlo con una alarma activada por la luz. Además, la completa oscuridad iba a ser muy barata de rodar.”

    Este atraco a oscuras lo perpetrarán dos delincuentes prácticamente antagónicos. Liam (Liam Cunningham, Davos Seaworth en Juego de tronos) es un veterano locuaz, mientras que Michael (Fassbender) es reservado y taciturno. Su relación durante los ensayos y la preparación del robo dará lugar a una divertida muestra de costumbrismo noir aderezado con impenetrables acentos irlandeses. Por supuesto, hay unos cuantos secretos que serán desvelados a medida que avance la relación de estos personajes. La soberbia fotografía en blanco y negro es cortesía de Robbie Ryan, el veterano cámara de guerra que triunfa en su segunda carrera como director de fotografía en películas como 12 años de esclavitud o Fish Tank.

    Pitch Black Heist ganó el premio Bafta al mejor cortometraje el año 2012. La colaboración entre Fassbender y Maclean (que ya habían hecho otro cortometraje juntos, Man on a motorcycle) no terminó aquí. En el festival de Sundance de este año se estrenó el primer largometraje de Maclean, protagonizado por Fassbender. Se trata de Slow West, un western reposado y contemplativo que recibió una buena acogida por parte del público y de la crítica. Slow West se estrenará próximamente en nuestras pantallas.


lunes, 12 de octubre de 2015

Lejos de los hombres

T.O: LOIN DES HOMMES
DIR: DAVID OELHOFFEN
INT: VIGGO MORTENSEN, REDA KATEB
FRANCIA, 2014, 101'









Lejos de los hombres se presenta como un western ambientado durante la guerra de independencia de Argelia, a mediados de los años cincuenta. El espíritu del western se muestra principalmente a través de dos elementos. El primero es el protagonismo del paisaje, en este caso la cordillera del Atlas, que determina el destino y el carácter de los personajes. El mundo que habitan es una sucesión inhóspita de valles, llanuras elevadas y colinas pedregosas que se extienden hasta donde alcanza la vista. “Así era aquello: rocas desnudas que cubrían las tres cuartas partes de la región. – leemos en el relato de Albert Camus en el que se basa la película - Las aldeas surgían, florecían, después desaparecían. Los hombres se amaban o luchaban amargamente entre ellos, después morían”  En uno de esos valles rocosos se alza un pequeño edificio rectangular pintado de blanco, una vieja construcción que parece anacrónica en ese entono, como si fuera un objeto que alguien se hubiera mucho tiempo atrás.

Ese solitario edificio es la escuela de Daru (Viggo Mortensen), el estoico maestro que se ocupa de enseñar a leer y escribir a los niños de los alrededores. Cuando no está dando clase, Daru permanece perfectamente aislado del resto de la humanidad, aunque incluso allí se perciben las huellas de la guerra de Argelia, que comienza a sumir a todo el país en un torbellino de violencia: en sus ocasionales excursiones de caza, el maestro encuentra algún rastro de sangre, los restos de una hoguera. Un día, el gendarme de la zona, Balducci aparece montado a caballo con un prisionero árabe caminando tras él, con las manos atadas. Se trata de Mohammed (Reda Kateb), un hombre que ha asesinado a su primo por alguna oscura razón relacionada con disputas familiares. Mohammed no es un rebelde, o quizá si, quien sabe.

Un western trasladado a las montañas de Argelia durante la guerra de independencia

El otro elemento que convierte a Lejos de los hombres en un western, al menos en espíritu, es que su núcleo dramático gira en torno a la condición heroica de sus personajes. Balducci encarga a Daru la entrega de Mohammed a las autoridades francesas en Tinguit, una ciudad que se halla a un día de viaje desde la escuela. El maestro comprende que esa entrega equivale a conducirle a la muerte, y que sea, cual sea el crimen que haya cometido, no le corresponde a él juzgarlo. Daru se resiste a su misión, pero el gendarme no lo da ninguna opción: el resto de hombres de la zona están ocupados tratando de sofocar el levantamiento árabe. Así que Daru se pone en marcha con su prisionero, algo que le colocará en una situación en la que mantener su estoica y solitaria rectitud moral se volverá muy difícil.

Cuando los personajes comienzan su viaje por las montañas hacia la ciudad de Tinguit, la película deja atrás el relato original de Albert Camus para profundizar en el retrato de los personajes y en la dinámica de su relación. En la breve narración de Camus (once páginas divididas en pequeños capítulos, de apenas un párrafo), ambos hombres son dos extraños cuyas razones nos resultan opacas, al igual que los son para ellos. La aspiración a la condición moral de un solitario como Daru y la violencia homicida de un ser tan insignificante como el árabe son totalmente inexplicables en un breve relato que termina por convertirse en una reflexión acerca de la imposibilidad de conocer realmente las motivaciones humanas. En Lejos de los hombres, el viaje es más largo y el héroe estoico encarnado por Viggo Mortensen tendrá ocasión de desvelar las raíces de su carácter, mientras que Reda Kateb podrá aportar a Mohammed una vacilante y debilitada humanidad. El guión de David Oelhoffen sitúa a los dos personajes en la encrucijada de un enfrentamiento que no comprenden, con la difícil tarea de mantener a salvo su humanidad en el centro de una masacre.


Un héroe a su pesar: Viggo Mortensen es Daru

Para el maestro humanista y solitario, sus acciones deben estar regidas por la concordancia con un código de comportamiento universal, aun cuando sus reglas no sean fáciles de discernir. No es extraño, por tanto,  que a Daru le resulte difícil encontrar la manera de obrar según sus convicciones cuando a su alrededor el único valor reconocido es  la pertenencia a uno o a otro bando, una ética reducida a las consideraciones puramente territoriales. Durante el viaje a Tinguit, Daru y Mohammed son perseguidos por los habitantes del pueblo de éste, que buscan ejecutar una justicia vengativa y ciega. Más tarde quedarán atrapados entre los rebeldes árabes y las tropas coloniales francesas que tratan de sofocar el levantamiento independentista. Estos encuentros, en los que la violencia se volverá inevitable, sacarán a la luz aspectos del pasado que explican el comportamiento y la actitud del maestro: su experiencia como comandante del ejército francés en la guerra, el deseo de dejar atrás la lucha y dedicarse a algo tan sencillo como enseñar a unos niños. Que Daru se encuentre a algunos de sus antiguos soldados en ambos bandos resalta aún más su posición incierta en ese territorio disputado. Tratar de resolver con cierta justicia un crimen aislado e incompresible en esas circunstancias se convierte entonces en algo parecido a una quimera. 

Gran parte de la eficacia dramática de la película se debe a la sobria facilidad con la que el actor Viggo Mortensen compone héroes ambiguos. En la clásica tradición de héroes masculinos de la que el western quizá es el máximo exponente, Daru se nos muestra inicialmente a través de sus acciones: su certero manejo del rifle, su facilidad para desenvolverse por las montañas, su capacidad para expresarse con la menor cantidad de palabras posible. Como corresponde a un héroe de acción, su nítida condición ética no responde a una búsqueda intelectual sino que surge de sus propios actos, es la respuesta de su cuerpo ante las huellas de la violencia que ha vivido o de la que ha sido testigo. La mayor revelación al respecto consiste en la propia posición de Daru, un hombre que resulta ser ajeno en esencia a ambos bandos en lucha: ni francés ni árabe, ni colono ni colonizado. Y sin embargo, Daru no conoce otra tierra que no sea aquella. Es esa singularidad la que le permite contemplar el conflicto con cierta distancia, pero al mismo tiempo amenaza con convertir sus acciones en algo inútil. A su lado, Oelhoffen permite que Mohammed deja de ser la figura impenetrable del relato de Camus y se revele como alguien capaz de compartir cierta afinidad con Daru. El árabe resultará ser también una persona atrapada en un violento dilema moral de difícil solución.


Hombres en el paisaje
Y después de todo, queda el paisaje. Lejos de los hombres comparte con el western la capacidad de reducir su caligrafía dramática al movimiento de unas figuras sobre un extenso e inabarcable paisaje, unas figuras que lucharan entre ellas por su dominio sobre el territorio. De cuando en cuando, alguien trata de encontrar algún código de conducta que no reduzca todas las acciones a una cuestión de supremacía territorial, algo para lo que necesitará la estatura y la fortaleza de un héroe. En la Argelia de Lejos de los hombres no hay ninguna oportunidad para esa clase de heroísmo, y la mayor esperanza de los protagonistas vendrá representada por los habitantes nómadas del desierto, ajenos por completo a la guerra. Hay un cierto humanismo pesimista en la película, que si bien encuentra esperanza en la humanidad a través del vínculo entre Daru y Mohammed, parece resignada a la idea de que no existe forma de vivir una existencia ética más que en el aislamiento más absoluto, una existencia como la del casi ermitaño Daru al principio de la película. Al fin y al cabo, después de toda la violencia, el paisaje permanecerá impasible e indiferente, volviendo insignificante toda la furia humana con su solmene majestuosidad.