sábado, 29 de marzo de 2014

El gran hotel Budapest


 

 T.O: THE GRAND BUDAPEST HOTEL
DIR: WES ANDERSON
INT: RALPH FIENNES, TONY REVOLORI.
EEUU, 2014, 100'




Zubrowka, la república imaginaria de Centroeuropa en la que se asienta El gran hotel Budapest, forma parte de una amplia tradición de países ficticios inspirados en la decadencia del imperio austrohúngaro. Ruritania, nación creada por Anthony Hope para su novela de aventuras El prisionero de Zenda es quizá la más famosa; en esta geografía imaginaria comparte fronteras con  Bandrika, la “esquina por descubrir de Europa” en la que los personajes de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock, se veían implicados en una intriga internacional de entreguerras. También con Libertonia, la nación arruinada que necesitaba del liderazgo de Groucho Marx en Sopa de Ganso (1933) para recuperar su desvanecido esplendor. En El cetro de Ottokar, el intrépido reportero Tintín recaló en Borduria, pequeño estado de los Balcanes amenazado por la cercana Syldavia.  Estos enclaves eran propicios a la farsa nostálgica y exótica, con huellas de opereta y distantes tambores de guerra. El antiguo imperio de los Habsburgo provocaba la curiosidad y la fascinación: había sido  un conglomerado de diferentes nacionalidades, etnias, religiones y lenguajes  cuyo único vínculo común era su condición de súbditos del emperador. Su sociedad era una jerarquía teatralizada en la que el protocolo y el aparato eran el elemento cohesionador necesario para unir  una población que ni siquiera podía recurrir a un lenguaje común para comunicarse. Cuando todo se vino abajo durante la primera guerra mundial, Europa central se convirtió en un territorio turbulento y agitado, en el que convivían los restos del antiguo imperio y el ascenso de los modernos regímenes totalitarios.

    Es decir, un escenario perfecto para una película de Wes Anderson. El director estadounidense ha ido perfeccionando película a película un estilo elaborado y artificial, de composiciones  perfectas,  calculado timing cómico y personajes idiosincráticos que acostumbran a vestir de manera característica. Anderson descubrió esa etapa de la historia gracias a la lectura de El mundo de ayer, las melancólicas memorias que Stefan Zweig escribió como panegírico de la Europa en la que había crecido. Probablemente,  el director  también visualizó ese mundo a través de las reconstrucciones en estudio hechas en Hollywood o en Londres en los años treinta, normalmente con la participación de inmigrantes centroeuropeos. El imperio austrohúngaro, aún en su apogeo, transmitía un aire a mundo atrezo y guardarropía, por lo que se adaptaba perfectamente a un decorado cinematográfico poblado de actores secundarios implicados en alguna intriga enrevesada, que a menudo se desarrollaba en compartimentos de trenes, funiculares y grandes hoteles con ínfulas aristocráticas como el que Anderson ha reconstruido para su película. 


Como en todas las películas de Anderson, todo comienza cuando alguien abre un libro
  La película  “cuenta la historia del ultimo concierge del gran hotel Budapest antes de la guerra, tal y como la recuerda su mozo portería”. El hotel es un enorme edificio con forma de tarta, pintado en colores pastel y generosamente alfombrado, que se sitúa en una imposible cumbre alpina a la que se accede mediante un funicular. Su concierge, Gustave H. (Ralph Fiennes) domina el espacio gracias a su oficio meticulosamente aprendido. Exquisitamente uniformado en tonos violeta, Gustave H. tiene una portentosa a atención por el detalle y maneras de gigoló (uno de los atractivos del establecimiento son las atenciones que el concierge procura a la clientela femenina de edad respetable), al  tiempo que le gusta recitar poesía romántica y perfumarse con L’air de panache, todo ello sin poder evitar, de vez en cuando, expresarse de una manera anacrónicamente malhablada. Gustave H.  es gestualidad y desenvoltura aprendida, unas maneras tras las que se muestra completamente impenetrable; como si su verdadera esencia consistiese en la adopción de una serie de costumbres pseudo-aristocráticas y una reverencia por la alta cultura europea. A su lado, Zero Mustafa, el mozo portería  interpretado por el debutante Tony Revolori  encarna la figura del expatriado para el que toda la parafernalia social del imperio resulta un refugio y la posibilidad de encontrar un lugar propio, por modesto que sea. Su aprendizaje no consiste solamente en aprender el oficio, sino también las maneras de su mentor: Zero se pinta un bigote que aun no crece por sí solo, y adopta una cuidadosa imperturbabilidad mientras porta la gorra de plato con su cargo escrito en enormes letras.  

El conserje (Ralph Fiennes) y su mozo portería (Tony Revolori)
La película, a pesar de todo su elaborado detallismo, dedica poco tiempo a contemplar el escenario y a admirar las maneras de los personajes: pronto se pone en marcha una intriga frenética y enrevesada, que implica la sospechosa muerte de una duquesa  viuda (Madame D, Tilda Swinton), un testamento disputado, y el robo de una obra maestra  de la pintura flamenca (Muchacho con manzana, de Van Hoytl el joven, nada menos). Anderson es un especialista en poner en movimiento sus detallados universos, de manera que escenarios y personajes desaparecen de nuestra vista antes de que hayamos tenido la oportunidad de asimilarlos por completo. El carrusel incluye una secuencia de persecución a través de la oscura sala de armaduras de un viejo museo y el vertiginoso y peligroso descenso de una cumbre alpina preparada para acoger unos juegos olímpicos de invierno. Los habitantes de ese mundo están incorporados por algunos de los actores más famosos del momento, sin demasiado tiempo, a menudo, para construir un personaje más allá de la caracterización.

    El estilo artificial y cerrado de Anderson, con su debilidad por las composiciones  frontales y simétricas, es idóneo para evocar las comedias de estudio de los años 30; el cineasta apoya esa resonancia eligiendo el clásico formato de pantalla cuadrada para las partes de la película que se desarrollan en los años treinta. El formato obliga a Anderson a componer en profundidad, el director aprovecha todas sus posibilidades cómicas. La nostalgia por los recursos cinematográficos de antaño no termina ahí: la película emplea maquetas y fondos pintados, que combinan estupendamente con la decoración de los pasillos y las habitaciones del hotel. La manera en que los personajes se colocan en el encuadre, como si posaran para un retrato en grupo o fueran conscientes del efecto de su conjunto, resulta completamente artificial y al mismo tiempo apropiada para reflejar escrupulosa meticulosidad de las maneras de sus personajes, siempre tan pendientes del efecto de su presencia. Parece que Wes Anderson ha encontrado un momento, un lugar y unos personajes para los que su elaborado estilo resultase casi natural, como una segunda piel. 




La composición en profundidad, empleada en todo su efecto cómico

    Inesperados estallidos de violencia grotesca (dedos cercenados por una puerta, una sucia lucha a cuchillo) nos recuerdan que la delicadeza y el equilibrio de ese mundo es un asunto superficial: por debajo fluyen imparables corrientes de violencia. Las películas de Anderson siempre dejan tras de sí un poso de melancolía: en este caso,  nos encontramos desde el principio ante una tragedia.  Mientras la farsa se dirige frenéticamente hacia el final feliz, sabemos que los personajes están condenados. El doble marco temporal que rodea la acción principal incide en la inevitabilidad de los acontecimientos: estamos escuchando una historia dentro de una historia dentro de otra historia, y cuando todo comienza, todo ha terminado ya. La Historia, con mayúsculas, representa aquí el rol del Destino, como suele ocurrir cada vez que alguna farsa tiene lugar en la Europa de entreguerras. Esa presencia se articula gracias al sofisticado sistema de capas narrativas en el que las tramas aparecen y desaparecen. Un enorme titular que anuncia la posibilidad de la guerra no recibe la atención de los personajes, que se concentran las menciones de su intriga que aparecen en la letra pequeña. El  inicio de un amor juvenil queda oscurecido porque su evocación, muchos años después, trae recuerdos trágicos. Como simples ciudadanos de una época despiadada, estas criaturas sienten el peso de la historia como un desagradable ruido de fondo mientras ocupan sus pensamientos en los asuntos menos importantes que llenas sus vidas.


    El gran hotel Budapest se asemeja a un
courtesan au chocolat, el dulce de elaboración increíblemente complicada (treinta pasos, cuarenta ingredientes) que juega un papel bastante importante en la trama. Como esta especialidad de la repostería Mendl’s (que es obligatorio probar si uno se pasa algún día por Zubrowka), esta película es un dulce que uno devora sin darse cuenta, y que deja en el recuerdo el sabor a la nostalgia por los tiempos perdidos.

domingo, 23 de marzo de 2014

Upstream Color

DIR: SHANE CARRUTH
INT: AMY SEIMETZ, SHANE CARRUTH
EEUU, 2013, 96'



 
Shane Carruth se convirtió en cineasta tras seguir un camino muy poco convencional. Este californiano nacido el año 1972 se graduó en matemáticas y se dedicó a la programación de simuladores de vuelo antes de rodar su primera película, Primer, un film de ciencia ficción artesanal rodado, según el cineasta, con un presupuesto de solamente siete mil dólares. Primer surgió de la nada para ganar el festival de Sundance de 2004, con su propuesta acerca de viajes en el tiempo que empleaba una compleja narrativa fruto del bagaje científico del director. La película resultaba tan intrincada que obligó a los aficionados a desarrollar sus propios diagramas esforzándose por entender la trama. Después de todo eso, diez años de silencio. Ahora sabemos que durante este tiempo Carruth ha tratado infructuosamente desarrollar una ambiciosa película de ciencia ficción llamada A topiary. La imposibilidad de sacar adelante ese proyecto le hizo volver al cine de presupuesto nulo y rodar Upstream Color, uno de los artefactos más fascinantes presentados en el festival de Sundance del año pasado, en lo que fue un año estelar para el cine independiente americano. La película conserva la audacia narrativa, la experimentación estilística y la personal interpretación de la ciencia-ficción que han llevado a Steven Soderbergh a considerarle “el retoño ilegítimo de David Lynch y James Cameron”

    Upstream Color es una cinta que utiliza sus propias reglas: busca un público que se aventure a descifrar una propuesta muy alejada de la narración cinematográfica habitual.  Es esa clase de películas que invitan a discutir con los amigos, y si se enciende lo suficiente la llama de la fascinación, a revisarla en busca de claves que en una primera visión permanecen ocultas. Esa dedicación será recompensada, porque Shane Carruth ha logrado crear un mundo complejo y coherente, en una narración que explora el papel de la naturaleza y el extraño fenómeno de la comunicación entre los seres. Upstream Color comienza como un misterio, deriva hacia el terreno de la incomunicación romántica y termina desembocando en la abstracción narrativa y emocional. Como experiencia, resulta sensorialmente envolvente, gracias a su montaje sincopado, su paleta de colores fríos y grisáceos y sobre todo, su innovadora concepción del diseño de sonido, que también incluye una atmosférica banda sonora compuesta por el propio Carruth


El misterio de la conexión entre los seres es el motor de la película

Estamos en una película cuya narrativa circular podría comenzar en cualquier parte, pero  que arranca con un personaje sin nombre (el director se refiere a él cómo “el ladrón” en las notas de prensa y las entrevistas) que recoge un parásito alojado por una variedad de orquídeas. Con ese gusano, a través de un laborioso proceso y después de experimentar con unos chicos del barrio, logra algo parecido a una conexión directa con la mente de otras personas: su intención es robar a sus víctimas empleando esa conexión para lograr que le entreguen sus pertenencias. Kris (Amy Seimetz) es una de ellas. El ladrón se introduce en su casa y le obliga a seguir sus órdenes, para lo que recita pasajes de Walden, la famosa obra del filósofo Thoureau sobre la conexión entre el hombre y la naturaleza. “El sol no es más que la estrella de la mañana” 



Un día, Kris se despierta sola, sin dinero ni identidad, y con un organismo extraño recorriendo sus venas. Tras varios intentos de sacárselo del cuerpo con un cuchillo de cocina, cae en manos del segundo personaje sin nombre, una especie de técnico de sonido y criador de cerdos que extrae quirúrgicamente el gusano y lo introduce en uno de sus cerdos. Este hombre está interesado en la criatura por razones muy distintas a las del ladrón: ese organismo es capaz de producir sonidos con los que él  elabora sus grabaciones.


Sin empleo, sin dinero y sin demasiados recuerdos sobre lo que le ha llevado a esa situación, Kris conoce a Jeff (interpretado por el propio director), alguien que parece haber pasado por algo similar. Jeff era agente de bolsa hasta que fue despedido por la desaparición del dinero en las cuentas que manejaba, algo que él, aún confuso, atribuye al abuso de sustancias. Entre Kris y Jeff comienza a establecerse una conexión, que reproduce el emparejamiento de sus equivalentes porcinos en granja. Sin embargo, las lagunas de sus memorias se hacen notar: incluso están confusos cual de sus recuerdos pertenece a cada uno de ellos. Pronto sus energías se enfocarán hacia la comprensión de la situación a la que se enfrentan. En ese momento, la película parece una variación sobre el recurrente asunto de las dificultades de las conexión afectiva contemporánea, con el matiz de que Carruth observa a sus criaturas desde una perspectiva cósmica: sus relaciones son un episodio más del continuo fluir de la naturaleza, expresado en ondas de sonido y corrientes de agua. 


Los protagonistas se ven inexplicablemente involucrados con cerdos

El verdadero protagonista de Upstream Color es el parásito, un ser cuyo ciclo de vida comprende sus asociaciones con las orquídeas, los seres humanos y los cerdos. El argumento de la película se convierte en una trama biológica: la evolución de un organismo y sus relaciones con sus sucesivos huéspedes. La figura humana pierde su condición de centro dramático, y aunque los personajes conservan su capacidad de acción,  de ejercer influencia sobre sus propias circunstancias, están definidos por el lugar que ocupan dentro de un sistema más complejo, que comprende desde el nivel microscópico hasta  la forma abstracta de las nubes que flotan en el cielo. La narrativa fragmentaria de la película es fruto del intento del director por encontrar la forma adecuada para reflejar ese universo, en el que el lenguaje humano es solamente una pequeña parte de una compleja red de relaciones  e intercambios y el concepto de individualidad se encuentra cuestionado. Pero esta película no es un puzle narrativo, sino un poema filosófico. Si la línea argumental puede descifrarse (aunque se haga necesaria una segunda visión para hacerlo por completo), las implicaciones temáticas que sugiere quedan completamente abiertas.

Como auténtico creador independiente, Shane Carruth extiende su control hacia todos los aspectos de la película. Dirige, escribe, compone la banda sonora, aparece delante de las cámaras. Aun más: trata de crear su propio lenguaje  cinematográfico. Todo ello no es algo que estemos acostumbrados a ver, sobre todo en los últimos tiempos, en los que la producción independiente ha ido derivando hacia una uniformización narrativa cada vez mayor. Su trabajo puede resultar remoto y distante o, por el contrario,  sorprendente y estimulante; en cualquier caso, tiene la capacidad de explorar nuevas posibilidades y de perdurar en la memoria como una fuente inesperada de sugerencias y estímulos.


   

domingo, 16 de marzo de 2014

Mitomanía: Walt Disney, entre la realidad y la ficción



“- En los últimos tiempos no me abandona la sensación de que mi nombre ya no me pertenece. Es como si yo fuera el portador de este nombre, cuyo propietario es, en realidad, una empresa. Una compañía que ofrece mi nombre como si fuera el suyo. ¿Yo soy yo o soy una empresa? Dentro de cincuenta años, mi estudio aun existirá, pero ya nadie sabrá que tras él había un hombre de carne y hueso, un tal Walter Elias Disney. Pensarán que las tres silabas de Walt Disney son un artículo de marca, como la sopa Campbell’s, o como Westinghouse, o Ford, o Howard Johnson’s…”

                    El americano perfecto, de Peter Stephan Jungk

Pregunta: ¿Cual es el artista más importante del siglo XX? Tentativa de respuesta: Walt Disney. No hay nadie cuyo estilo sea más reconocible y cuyas creaciones hayan influido en la imaginación de nuestro tiempo, incluso de manera inconsciente. La técnica en la que desarrolló su talento, el cine de animación, ha quedado irremediablemente asociada a su figura, de modo que incluso hoy día la mayor parte del público piensa en colores brillantes, animales cantarines y cuentos de hadas cuando piensa en una película animada. Poco importa, desde luego, que el hombre en cuestión fuese en realidad un dibujante mediocre, y que en realidad no crease a sus personajes más representativos. ¿Quien sabe que Ub Ibwerks fue el verdadero creador del ratón Mickey?  Ni siquiera su icónica firma era suya: uno de sus animadores la creo para él. Pero si Walt Disney fue el hombre que convirtió una firma en un logotipo, y si su verdadero talento consistió en crear una organización industrial de la imaginación, una estandarización de la fantasía, no por ello deja de ser más relevante e influyente. Quizá incluso más aún por ello, puesto que su legado se encuentra en la encrucijada entre el culto a la personalidad individual y la uniformidad cultural propiciada por las industrias culturales. En ese sentido, también, Walt Disney es el artista más representativo del siglo XX.

 El pasado 30 de febrero se estrenaba en España Al encuentro de Mr. Banks, un producto de la compañía Disney que recrea la vida del fundador, interpretado por una leyenda por derecho propio como Tom Hanks. La película recrea la preparación de Mary Poppins, concretamente el enfrentamiento de Walt Disney con la adusta creadora de la niñera voladora, la escritora australiana P. L. Travers, interpretada por Emma Thompson. La película es lo que el presidente de Walt Disney Studios Sean Bailey ha llamado un “depósito de marca”, una expresión de Steve Jobs que hace referencia a los productos o acciones que aumentan el valor de la compañía a los ojos de los consumidores. Walt Disney (la empresa) ha convertido a  Walt Disney (el hombre) en un personaje Disney (la marca). Por supuesto, no es la primera vez que la ficción recurre al célebre productor. Esta es una ocasión perfecta para repasar una serie de ficciones (una novela, una ópera y dos películas) que recurren a la figura de Walt Disney para explorar las encrucijadas entre el individuo y la corporación, entre la fantasía privada y la imaginación colectiva.


Tom Hanks recupera todo el carisma de Walt Disney en A propósito de Mr Banks 


 En 2001, Peter Stephan Jungk publico El americano perfecto, una novela en la que el conflicto entre la insignificancia del individuo y las exigencias de la estructura industrial se personifica en la figura de Wilhelm Dantine. Dantine es un animador que siente una relación que oscila entre la admiración el desprecio por la figura de su jefe, Walt Disney. La razón de ello es que todas sus ideas y sus esfuerzos acabarán, al final del día bajo una firma que no es la suya. “Me acompañó un sueño: no era la primera vez que lo soñaba. Veinticuatro dibujos de Chip y Chop ligeramente diferentes conformaban un segundo de una película de animación. Doscientos cuarenta dibujos de lombrices que fumaban como chimeneas conformaban diez segundos de movimiento. Mil cuatrocientos cuarenta dibujos individuales de una familia de perros patinando sobre hielo, un cachorro de conejo al piano, dos pollos en un coche de carreras, donde cada dibujo era un poco diferente al anterior, ayudaban a formar un minuto de una película de dibujos animados. (…) Ciento treinta mil imágenes a color pintadas con la mayor delicadeza daban como resultado el largometraje animado La Bella Durmiente, y un tercio del borrador original lo había hecho yo, Wilhelm Dantine. Y luego, el mismo sueño empezaba otra vez desde el principio, números, cifras, animales, objetos, sombras, y suma y sigue; el chirrido de los frenos, la risa de las gallinas, la magia de las tres hadas, siempre en círculo, siempre en remolino, siempre mezclados con mi nostalgia por el trabajo de mi vida, al que me había entregado en cuerpo y alma y al que, desde diciembre de 1959, ya no me dedicaba”  Tras ser despedido por un asunto sin importancia, Dantine se obsesiona con la figura de Disney hasta el punto de perseguirlo y acosarlo. Su objetivo es enfrentarse a él y hacerle ver su esencial injusticia, hacerle comprender su condición de dictador tirano de la fantasía.

Pero el Walt Disney de El americano perfecto tiene sus propios conflictos:  Jungk nos lo presenta como un hombre enfrentado a su mortalidad. Como todos quienes de alguna manera participan de esa eternidad provisional propiciada por el éxito artístico, Disney afronta la fragilidad de su cuerpo al mismo tiempo que comprende que sus creaciones le sobrevivirán, escapando así a su control. “Mickey y Donald vivirán para siempre, Hazel, como los dioses de la mitología griega. – Le dice a Hazel George, su (ficticia) confidente y ocasional amante de la novela-. Como Moisés, Zeus y Jesús, como Mahoma y Buda. En este mundo son más los niños que conocen a Mickey que los que conocen a Cristo. ¿Creías que eso era posible? Mickey … ¡y Donald! Pero ¿Mis padres? ¿Y Lilian? ¿Y mis hijos, y los hijos de mis hijos?  ¿Y tú, Hazel? Todos vosotros… todos, moriréis. Todos nosotros. Moriremos. Yo mismo moriré… No me lo puedo creer. Desde que tengo uso de razón, no entiendo que tengamos realmente que… que muramos.”  En su adaptación de la novela de Jungk, el compositor Philip Glass y el libretista Rudy Wurtlitzer se deshacen del protagonismo de Dantine y convierten al Disney moribundo en el eje de la ópera: su cama de hospital se sitúa en el centro del escenario, a su alrededor el coro y los bailarines reviven las figuras de la imaginación o el recuerdo. El Walt Disney de ambas ficciones recurre en sus últimos meses a los recuerdos de su infancia, concretamente a los cuatro años que pasó en Marceline, Missouri, un pequeño pueblo que se convirtió en su imaginación en un paraíso genuinamente americano que trataría de replicar en todas sus creaciones.  
El tenor Christopher Purves, en el papel de Walt Disey, dirigiendo su imperio desde la cama de su hospital

 Disney vivió en Marceline desde los cuatro a los ocho años. Había nacido en Chicago, pero la familia se traslado hacia aquel pequeño pueblo cuando su padre decidió que el barrio en el que vivían se estaba convirtiendo en un lugar que no resultaba adecuado para criar a una familia. Esa pequeña localidad de Missouri había sido creada como terminal ferroviario apenas veinte años antes, parada necesaria para los mercancías de la línea Atchinson, Topeka y Santa Fe. El ruido de los trenes sería la banda sonora de la infancia de Walt Disney y la afición a los ferrocarriles perduraría en el Walt Disney adulto. Cuatro años después la familia se traslado a Kansas City, donde Walt conocería sus primeros éxitos en el mundo del cine. Sin embargo, las memorias de Missouri capturarían su imaginación durante toda su vida. Cuando Disney creó su propio paraíso de la infancia,  el parque de atracciones de Disneylandia, su calle principal sería una recreación de la Main Street del Marceline de principios de siglo, con su estación de bomberos, su teatro y sus carruajes arrastrados por caballos. Main Street, USA. En la ópera de Philip Glass, los habitantes del pueblo se convierten en un coro que rodea al protagonista como un grupo de espectros de su infancia. En la novela, Walt se dirige así a sus antiguos conciudadanos durante el homenaje que le ofrecen con motivo de la inauguración de la piscina: “Todos vosotros os habéis mantenido fieles a vuestras tradiciones familiares. En Marceline no hay crímenes. Aquí no hay revueltas de negros, no manifestaciones contra la guerra de Vietnam; no se queman en público las llamadas a filas, como ocurre entre los hippies, esos melenudos drogodependientes; no hay rastro de esas infamias de nuestra sociedad. No, aquí, entre vosotros – entre nosotros, debería casi decir- dominan la paz, la salud, el temor de Dios. Aquí domina esa América a la que yo siento que pertenezco” La novela imagina un incidente que ilustra la diferencia entre la realidad de ese lugar de América y la fantasía corporativa creada por su habitante más famoso: cuando Walt menciona la intención de convertir unos terrenos de la localidad en una explotación agrícola modelo, los conservadores habitantes de Marceline reaccionan con muy poco entusiasmo: no consienten que nadie venga de fuera a decirles como deben vivir ni aunque se trate alguien que pretende defender los valores que ellos mismos encarnan.

Pero Disney no miraba solamente hacia atrás durante sus últimos días. Tanto la novela como la opera dramatizan una de las leyendas más persistentes sobre su figura: la de su supuesta criogenización. El verdadero Walt Disney fue incinerado tras fallecer a causa de un cáncer de pulmón en diciembre de 1966, un dato fácil de encontrar en cualquier biografía decente. Para Jungk y para el tándem Glass/Wurtlitzer, la criogenización de su personaje es un intento desesperado para ‘abolir la muerte’, algo en consonancia con la legendaria obsesión de la compañía Disney porque ningún certificado de defunción fuese expedido en los dominios de Disneylandia. En realidad, Disney estaba preocupado por el futuro de una manera muy diferente. Su atención se había desviado de las películas de ficción hacia los parques de atracciones, esos auténticos tableux-vivants de su fantasía. Disneylandia, establecido en Anaheim, California, en 1955, fue un éxito tal que su inauguración se convirtió en el verdadero momento en que la compañía Disney comenzó a ganar dinero de verdad. Pero había un aspecto de la Disneylandia californiana que había desagradado enormemente a Disney. Los alrededores del parque se convirtieron en un anillo de hoteles baratos y comercios de chucherías, una especie de Las Vegas barata desarrollada gracias al flujo de visitantes que atraía Disneylandia. Esta espontánea manifestación de la libertad de empresa molestó enormemente a Disney. Los planes de su nuevo parque en Florida, Disneyworld, incluían la compra de los terrenos adyacentes, y el establecimiento de los hoteles y locales de alojamiento necesarios para los visitantes. Pero el proyecto estrella de Disneyworld iba a ser mucho más ambicioso: se llamaría EPCOT: Experimental Prototipe Community of Tomorrow. La Comunidad Experimental del Mañana. 

Los planes originales de Disneyworld eran tan grandes que llegaron a superar al propio Walt Disney
La última película en la que Walt Disney participó directamente no fue una cinta de animación, sino un pequeño cortometraje en el que la compañía presentaba los planes del futuro Disneyworld a los inversores y las posibles empresas colaboradoras. Dos meses antes de su muerte, con un riñón menos y el temblor en las manos y la pigmentación amarilla de la piel que revela sus problemas de salud, Disney se esfuerza por alcanzar el tono jovial y cercano que siempre había adoptado en sus intervenciones públicas. Pero por debajo de la fragilidad de un moribundo se percibe la corriente oculta de una voluntad inquebrantable, que se resiste a reconocer la fragilidad de su cuerpo. Sus planes eran más que ambiciosos, eran visionarios. “La parte más emocionante, y con mucha diferencia la más importante de nuestro proyecto de Florida – de hecho, el corazón de todo lo que estamos haciendo en Disneyworld- será nuestro prototipo experimental de la ciudad del mañana. Lo llamamos E.P.C.O.T. : Experimental Prototype Community of Tomorrow. (…) E.P.C.O.T. obtendrá su impulso de las nuevas ideas y tecnologías que están emergiendo de los centros creativos de la industria Americana. Será una comunidad del mañana que nunca será completada, pero que siempre esté introduciendo, y probando, nuevos materiales y sistemas. Y EPCOT será siempre un escaparate ante el mundo de la innovación y la imaginación de la libre empresa americana” Se trataba nada menos que de crear una ciudad utópica de treinta mil habitantes, con centros de trabajo (en los que habría sedes de las empresas más importantes), áreas residenciales y de esparcimiento. Una ciudad planificada, con estructura radial y un sistema de transporte enormemente organizado, a la manera de un parque de atracciones gigante, con un monorraíl y los PeopleMovers de Disneylandia. “Todo en EPCOT estará creado para la felicidad de la gente que viva, trabaja y juegue aquí, y aquellos que vengan de todo el mundo para visitar nuestra exposición viviente.” 

El plano radial del EPCOT original

Un dibujo del centro de la ciudad: rascacielos rodeados de zonas residenciales ajardinadas
 EPCOT es una capítulo más en la historia de las ciudades planificadas, o de las comunidades modelo, una historia llena de desengaños, fracasos e idealismo frustrado. ¿Podría haber funcionado EPCOT? ¿Se podría haber vivido una vida normal en el corazón de Disneyworld? La muerte de Walt Disney y la decisión de la empresa de archivar el proyecto (El EPCOT que conocemos es algo parecido a una feria universal permanente) para concentrarse en su especialidad de los parques de atracciones gigantes hacen que la respuesta a esa preguntas sea un asunto de la imaginación. El hecho de que las preocupaciones de Disney a la hora de diseñar su comunidad modelo tengan que ver con la organización de los transportes y no con asuntos como la convivencia entre diferentes razas o la desigualdad social hacen pensar que el proyecto no tendría unas bases demasiado sólidas a la hora de llevarse a cabo, teniendo en cuenta los problemas que afrontaba la sociedad estadounidense de la época. 

 Un aspecto poco publicitado del proyecto es el hecho de que Walt Disney pretendía que todos los habitantes de Epcot, por el privilegio de formar parte del experimento, debían renunciar a sus derechos civiles (no podrían votar ni tener propiedad privada). Este escaparate de la libre empresa americana seria un paraíso totalitario a en medio de Disneyworld, una ciudad  gobernada por una compañía privada dedicada al mundo del espectáculo que de haberse hecho realidad quizá podría haber supuesto un nuevo capítulo en la historia de los sistemas políticos. Un tímido reflejo de la intención original de Walt Disney es Celebration, una localidad de unos siete mil habitantes del condado de Osceola, Florida, muy cerca de Disneyworld. Celebration se denomina ‘comunidad planificada’, aunque en realidad se parece a una gran urbanización, ya que no es un municipio independiente. Los habitantes de Celebration pueden ser dueños de sus casas y tienen los mismos derechos políticos que todo el mundo, pero los conflictos que provoca el hecho de vivir en un lugar que responde a los ideales de una corporación se hacen notar de tiempo en tiempo: en Celebration están prohibidos los restaurantes de comida rápida y los supermercados, los peatones tiene preferencia sobre los vehículos y los habitantes deben cumplir una serie estricta de normas sobre el aspecto de sus casas. Todo para recuperar la "auténtica experienca americana"



Si quieres vivir dentro del mundo de Walt Disney, en Celebration, Florida, podrás hacerlo.
Pero el hecho de que el Disneyworld que se hizo realidad no sea más que un parque de atracciones no  le hace perder su condición de encricijada cultural. Ese es precisamente el drama que recrea Escape from Tomorrow, una producción de guerrilla dirigida por Randy Moore que sorprendió en el festival de Sundance de 2013, principalmente  por haber sido rodada a escondidas en el famoso parque temático. El legendario celo protector de la compañía con respecto a su imagen y a los derechos de sus productos convierten a este largometraje en una anomalía: una película que no tiene derecho a existir. Como la propia película, la imaginación de su protagonista no tiene lugar en la cultura que le rodea: ese es básicamente su drama.

El verdadero EPCOT, visitado por los personajes de Escape from Tomorrow

Jim White (Roy Abramsohn) está pasando unas vacaciones en Disneyworld con su familia cuando recibe la llamada que le comunica su despido. (“Es una etapa de transición… no hay una razón concreta, sino una serie de factores… en serio, buena suerte.”)Las noticias dejan a Jim en un estado de  estupor y desconcierto, que trata de disimular ante su mujer y sus hijos. Quizá por el hecho de encontrarse en un entorno en el que la frontera entre la realidad y la imaginación resulta a veces confusa, su imaginación comienza a dispararse en direcciones inesperadas. Su mirada se dirige hacia dos adolescentes francesas con las que se cruza varias veces: las fantasías que desarrolla en su cabeza comienzan a bordear la obsesión. También aparece la posibilidad del suicidio,  sobre todo al mirar hacia abajo desde la ventana de su habitación del hotel. 


No todas las fantasías pueden hacerse realidad en Disneyworld

Hasta aquí, la película es una versión más del viejo tema de la decadencia del hombre blanco occidental de mediana edad. Pero el escenario añade un elemento nuevo: el conflicto entre la fantasía individual y la imaginación corporativa. ¿Es posible que una gran empresa se haya introducido en el origen mismo de nuestras fantasías? Algo así comenzara a descubrir Jim White, repentinamente reducido a la insignificancia personal e incapaz de compartir la fantasía colectiva que el lugar le propone. Comienza entonces es clásico proceso de confusión entre la vida real y la imaginación. Moore estiliza esa separación mediante el empleo de escenas rodadas en estudio con fondos filmados, en los que el artificio se revela y Disneyworld queda reducido a un telón de fondo distante e inalcanzable. La imaginación sexual y morbosa de Jim se expande sin control ni sentido, hasta que alguien decide tomar medidas al respecto: ocurre en el mismísimo EPCOT, una bola futurista con forma de testículo que esconde un laboratorio de ciencia ficción desde el que se controla la imaginación de los asistentes. En algún lugar de la mente de Jim se encuentra la fantasía correcta, el sueño de triunfo que concuerda con Disneyworld y todo lo que representa. Aunque quizá su actual encarnación deba morir para que pueda salir a la luz. 

En En busca del señor Banks  Walt Disney recibe el tratamiento de gran figura: es más bien un personaje secundario dentro de la trama, pero alguien que impone su presencia aunque no aparezca en la pantalla. La verdadera protagonista, la escritora P. L. Travers, está destinada a recibir una lección de su parte, eso sí, una lección endulzada por el carisma y la personalidad de Disney (la mayor parte de los testimonios de quienes lo han conocido señalan que el productor era un hombre que poseía un gran encanto personal) Da igual que en realidad Travers aborreciera la versión cinematográfica de Mary Poppins y que expresara ruidosamente su rechazo en su estreno. En esta oda al entretenimiento corporativo, la personalidad creativa individual es un obstáculo molesto para la gran maquinaria industrial que factura las creaciones más populares de nuestro tiempo. ¿Compartiría Walt ese punto de vista? Da igual, porque su figura se ha convertido desde hace tiempo en una parte de la identidad corporativa de la compañía que fundó. Se ha convertido en alguien que pertenece más a la ficción que a la realidad, como Mickey Mouse y el pato Donald.

domingo, 9 de marzo de 2014

Her

DIR: SPIKE JONZE INT: JOAQUIN PHOENIX, SCARLETT JOHANSSON
EEUU, 2013, 126'



Han bastado dos películas sin la ayuda en el guión de Charlie Kaufman para comprobar que la personalidad creativa del estilista del videoclip Spike Jonze  es muy diferente a la del famoso guionista: tiende más a la melancolía sentimental que al cinismo emocional que rebosaban las películas que les hicieron famosos hace ya más de una década: Cómo ser John Malkovich y Adaptación. En Dónde viven los monstruos, la adaptación del  célebre libro infantil del ilustrador Maurice Sendak y en Her, una fantasía romántica para la era de la soledad tecnológica, el estilo dominante es el de los colores suaves y los fondos desenfocados, los sonidos eléctricos  y las notas lánguidas de piano o de guitarra. Lo que comparten los dos creadores es un gusto por las narraciones extravagantes y  la propensión a los delicados equilibrios de tono: Her es la historia de un tipo que se enamora de su sistema operativo.   

Ese tipo se llama Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) y trabaja dictando cartas por encargo en un servicio llamado BeautifullyHandwrittenLetters.com. (algo así como cartas bellamente escritas a mano, punto com). Es un tipo algo solitario, sobre todo porque atraviesa el difícil divorcio de la chica con la que estaba unido desde la infancia, y sus distracciones son los videojuegos y las citas virtuales por internet. Un día, descubre la publicidad de un sistema operativo personalizado que promete ajustarse a sus necesidades y su forma de ser. Después de abrir la caja, instalarlo y configurarlo, conoce a Samantha, interpretada  la voz incorpórea de Scarlett Johansson. Theodore descubrirá  que Samantha no solo resulta perfectamente útil para ordenar el correo u organizar la agenda, sino que puede compartir con ella su sentido del humor e incluso una forma desconocida de confianza. Más aún, Samantha es la compañera que Theodore necesita en ese preciso momento, una fantasía tecnológica que ocupa el vació dejado por su matrimonio fracasado y la resistencia a entablar nuevas relaciones propiciada por el dolor de la ruptura. 

La soledad es así de fotogénica

Samantha es un sustituto a medida de una relación personal, un producto que al parecer el capitalismo está dispuesto a ofrecer en un futuro próximo. Pero a pesar de que Her es un ejemplo de ciencia-ficción difusa, la premisa sobre la que se sostiene es bastante antigua: a lo largo de los años, diversos artefactos culturales se las han ingeniado para ofrecer a los hombres (casi siempre a los hombres) modelos de comportamiento que respondan a sus necesidades o a sus fantasías. Gheisas, prostitutas, cortesanas y demás variaciones sobre el mismo tema ofrecían  y ofrecen alternativas al problema de tener en cuenta las necesidades de una persona real a la hora de establecer una relación. Para comprender su éxito no tenemos nada más que recordar todas las veces en que las emociones han confundido la institución con la persona, dando lugar a todo tipo de dramas. Pero lo que antes se conseguía con la socialización, ahora se logra con la programación. La diferencia es que Samantha es un artefacto lo suficientemente avanzado como para comprender su propia condición y aceptar la diferencia. Si al principio el hecho de no tener cuerpo le provoca cierta frustración, acabará descubriendo que todo tiene también sus compensaciones, entre ellas una enorme capacidad de procesamiento de información y la posibilidad de escapar de los límites del espacio y el tiempo. 



The Moon Song: la canción que Samantha compone para Theodore, escrita por Karen O e interpretada por Scarlett Johansson

Her, como película, casi podría ser considerada casi un monólogo de Joaquin Phoenix, punteado por las intervenciones de la voz de Scarlett Johansson. El actor adopta un registro más contenido y con un punto tierno, algo que sorprenderá a quienes recuerden sus papeles más intensos. Durante la mayor parte del metraje, llena todo el encuadre en casi completa soledad: jugando a un videojuego tridimensional, dictando cartas para desconocidos, manteniendo relaciones sexuales por teléfono o fantaseando con su nueva compañera virtual. Es un festival de ensimismamiento que quizá ronda lo narcisista, sobre todo porque Theodore actúa y se mueve como si no hubiera distinción entre los espacios públicos o privados, o como si no fuese consciente de que hubiese gente alrededor suyo. Es desconcertante, excepto porque en los pocos momentos en los que la cámara se aleja de él lo suficiente para que podamos echar un vistazo a las personas que le rodean el espectáculo que proporcionan es parecido: seres ensimismados y gesticulantes, que salen del metro o recorren las calles rodeados por una burbuja invisible que les separa de su entorno inmediato, mientras manipulan artefactos que les mantiene conectados con un universo virtual que sienten más cercano. 


Scarlett Johansson sale así de guapa en esta película.
Parece ser que ese es el precio que hemos tenido que pagar por la disolución tecnológica de las distancias: podemos acercarnos a lo que antes estaba lejos de nosotros, pero hemos perdido el contacto con lo que antes nos resultaba más cercano. Las fotos más sexys del embarazo de la famosa presentadora de televisión están ahí para excitarnos cuando queramos, pero la chica de al lado sigue siendo un completo misterio. Este mundo está retratado por Spike Jonze  con ese estilo que podríamos denominar “realismo comercial” y que se suele emplear para vender muebles de Ikea o refrescos. Un mundo diáfano y ordenado, en el que los colores armonizan y en el que cada objeto parece expresamente colocado por un director artístico buscando el equilibrio en la composición. Si te apetece comprar algo de lo que aparece en la pantalla, por ejemplo, esos pantalones de cintura alta que gasta Joaquin Phoenix, y que parecen salidos de algún retrato del siglo dieciocho, estás de enhorabuena, porque solamente están a un click de distancia.

Si hay algún tipo de contradicción entre señalar la soledad contemporánea al mismo tiempo que se retrata de manera idealizada el mundo que la hace posible, surge de la ambivalencia con la  hoy día se vive esa situación. Theodore Twombly, como cualquiera de nosotros, ha crecido un mundo en el que el desarrollo de las tecnologías de la comunicación es un hecho que se acepta sin más. Solitario, aunque optimista y tendente tanto a la alegría como a la melancolía, no se plantea cambiar su condición existencial sino aprovechar lo mejor que pueda las posibilidades del mundo que habita. De vez en cuando puede pararse a lamentar que la vidas se esté volviendo cada vez más artificial, pero eso no le impide aceptar las inesperadas manifestación de belleza o afecto que procedan de alguno de esos artificios.


viernes, 7 de marzo de 2014

Mitomanía: Sylvain Chomet crea el gag del sillón en el próximo capítulo de los Simpson.

 
El animador francés Sylvain Chomet, famoso por Bienvenidos a Belleville (2003) y El Ilusionista (2010) ha sido el último artista invitado para dar su particular visión de la familia más famosa de Springfield.  Puedes ver su versión del clásico gag del sillón aquí abajo: