viernes, 27 de enero de 2012

Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres.


T.O: The Girl with the Dragon Tattoo
Dir: David Fincher
Int: Rooney Mara, Daniel Craig, Stellan Skarsgaard
EEUU, 2011, 158'

Que la trilogía Millenium, del fallecido escritor sueco Stieg Larsson se haya convertido en fenómeno editorial ubicuo de los últimos años, en el libro que todo el mundo parece estar leyendo, pudo resultar inesperado en un principio, pero desde luego no tiene nada de sorprendente. Un clásico Whodonit con referencias a Agatha Christie o Dorothy Sayers con su misterio de habitación cerrada (En este caso, una familia encerrada en una isla, una desaparición, alguien de ellos tiene que ser responsable) y un moderno thriller tecnológico con protagonista hacker se entrecruzan en sus páginas, a menudo de manera promiscua. Las novelas tiene su toque político (Larsson era un periodista especializado en la denuncia de los grupos de extrema derecha suecos) y el viejo capitalismo emprendedor, patriarcal y familiar, representado por la figura de Henrik Vanger aparece contrastado con el moderno capitalismo financiero, especulativo y fraudulento, personificado por el villano Wennerström. Un coctel de elementos tradicionales y modernos, servido con una ingenuidad que se echaba demasiado en falta en el best-seller contemporáneo, que muy a menudo resulta no ser más que un producto de laboratorio.

Secuencia de créditos de la película.

Pero el elemento que ha dado a estos libros su lugar dentro de la literatura popular ha sido la creación de Lisbeth Salander, la reticente colaboradora en la investigación del protagonista que se está convirtiendo en uno de los arquetipos más fascinantes de este principio de siglo. Mikael Blomkvist, el periodista en horas bajas a quien le encargan resolver el misterio, resulta un personaje más familiar para el público: un héroe masculino tradicional, independiente, resolutivo, y al que las mujeres no dejan de ofrecérsele. En su faceta de periodista de investigación, resulta demasiado fácil quizás imaginarlo como una proyección idealizada del propio Larsson. Por ello, no es inadecuado que en esta nueva versión lo interprete el último James Bond, aunque hay que decir que Daniel Craig se esfuerza por apartar al personaje del agente 007: su interpretación lo revela como un tipo cansado, algo vulnerable.

Pero Salander es otra cosa. Una joven inadaptada que viste completamente de negro y se cubre el cuerpo con numerosos tatuajes y piercings, cuya conducta resulta a la vez agresiva y vulnerable. Su triunfo consiste en dedicarse a lo único que es capaz de hacer, es decir introducirse en los ordenadores ajenos, lo que la hace indispensable para la empresa de seguridad en que trabaja. Sin embargo ella no parece darse cuenta de las repercusiones morales que pueda tener su trabajo. No confía en absoluto en la sociedad, y prefiere ejecutar una venganza antes que acudir a la policía, de hecho sus muestras de afecto se confunden con actos violentos de manera desconcertante. Salander es a la vez una víctima de la sociedad moderna como un producto lógico de ésta, una inadaptada social a la vez que una ciudadana hiperactiva de la sociedad de la comunicación. Rooney Mara la interpreta como un ser vulnerable que actúa para protegerse de manera agresiva, en ese sentido contrasta con el personaje más desafiante que interpretó Noomi Rapace en la versión sueca de la historia. Camina en un estado de equilibrio flotante, logrado gracias a la práctica del skate, y su gestualidad resulta a la vez áspera y tierna. En todo el metraje vemos al sombra de una herida que sólo se explicará a medias.

Rooney Mara: Una Lisbeth Salander tierna y agresiva

David Fincher y el guionista Steve Zaillian utilizan un procedimiento bastante acertado a la hora de condensar las casi setecientas páginas de la novela: sintetizar el argumento y expandir los ambientes. De esta manera intentan eludir en lo posible los momentos de pura exposición, aunque no evitan que la película se les vaya hacia más de dos horas y media de metraje, ni que el argumento continúe resultando bastante alambicado. De todas maneras uno no tiene demasiado margen de maniobra cuando adapta una novela que se ha convertido en un fenómeno masivo, la fidelidad suele ser la regla en estos casos.

Pero en lo que verdaderamente triunfa la película es en la descripción de ambientes y en la creación de atmósferas. Los tonos fríos y metálicos que Jeff Cronenweth emplea en la paleta visual no son un mero elemento estético, definen el tono emocional de la película. La minuciosidad y el detallismo en estos campos le permiten a Fincher desarrollar la relación entre los personajes de manera matizada y seria, hasta el punto de convertirla prácticamente en el centro de la película. Fincher, desde luego, debe haber disfrutado al disponer de un juguete de noventa millones de dólares para contar la relación de un periodista polígamo con una hacker bisexual y amiga de tomarse la justicia por su mano en un entorno gélido emocional y meteorológicamente.

sábado, 14 de enero de 2012

El Havre

T.O: Le Havre Dir: Aki Kaurismaki Int: Andre Wilms, Kati Outinen, Jean Pierre Darroussin, Blondin Miguel Finlandia, Francia, 2011, 93'

Las últimas películas de Aki Kaurismaki vienen desarrollándose en una especie de aldea feliz donde se refugian los desplazados de la sociedad moderna; pobres y derrotados, pero dignos y en el fondo, buena gente. Sobreviven gracias a construir una especie de mundo aparte en el que el tiempo parece estar detenido, pervive la nostalgia de una época en que se podía confiar en los vecinos, los electrodomésticos no se fabricaban para estropearse, y aún se llevaban sombreros. Todo es bastante viejo en ese mundo: la gente es vieja, los coches son viejos, los rockeros son viejos. Todos se empeñan en sobrevivir como si fuese una muestra de orgullo mostrar las huellas del paso del tiempo.

Marcel Marx (André Wilms, que ya había interpretado al mismo personaje en “La vida de bohemia”) ha abandonado todas sus ambiciones literarias y se ha refugiado en el barrio portuario de Le Havre, en compañía de su mujer Arletty (La imprescindible Kati Outinen). Marcel se gana la vida como limpiabotas, un oficio anacrónico pero perfectamente adecuado para alguien como él, ideal para dejar pasar el tiempo y observar el caos en que se está convirtiendo el mundo actual. Con Arletty ha conseguido algo parecido a la felicidad, una felicidad forjada en el estoicismo, la serena aceptación de la derrota, de la insignificancia, pero sin renunciar a la dignidad.

Todo esto se altera un poco cuando aparece Idrissa (Blondin Miguel). Idrissa es un inmigrante ilegal que huye del puerto de Le Havre perseguido por la policía, y que terminará refugiándose en casa de Marcel. Su aparición moverá los hilos de una silenciosa conspiración solidaria que buscará encontrar la manera de conseguir que el chico no resulte detenido, continúe su viaje, y se encuentre con su madre en Londres. Es un mecanismo en el que a través del ejercicio de viejas virtudes públicas como la solidaridad y la fraternidad, los habitantes del decaído barrio pueden ejercitar el derecho a ser una comunidad.


El mundo en que Kaurismaki hace desenvolverse a sus personajes está cuidadosamente elaborado mediante colores vivos y un atrezzo sacado de los mejores mercadillos. Las composiciones de los encuadres son precisas y los actores se mueven entre una y otra con el respeto debido a la casi desaparecida tradición de la escenificación cinematográfica. Todo es deliberadamente artificial, como la manera en que la cámara busca el siguiente encuadre, levemente anticipado por un sutil cambio de iluminación. La caracterización es clave para definir a sus personajes, por lo demás no muy dados a darse a conocer con sus palabras. Sabemos que el comisario que interpreta Jean Pierre Darroussin tiene, en el fondo, buen corazón, porque lo vemos conducir un desvencijado Renault 8 con unas cuantas décadas a sus espaldas, y bajarse de él ataviado con un clásico abrigo de paño negro y un sombrero que podrían haber salido del guardarropa de una película de los años cuarenta. Del mismo modo, comprendemos que el delator que incorpora Jean Pierre Leaud es irredimible cuando usa un teléfono móvil para denunciar a Idrissa a la policía.

Pero en “Le Havre”, en esta construcción de cuento de hadas, deliberadamente alejada de la realidad, como huida o refugio, resulta invadida, a veces de manera agresiva, por elementos que nos recuerdan que existe otro mundo ahí fuera, y no precisamente amistoso. Furgonetas de la policía, agentes uniformados, subfusiles apuntando a los inmigrantes “por indicación del ministerio del interior”, imágenes televisivas que ocupan la pantalla hablando de campos de refugiados arrasados y de la búsqueda inclemente del joven evadido. La aparición de esos elementos es una agresión estética, como si arruinaran el esfuerzo hecho para crear el resto de los planos tan meticulosamente, introduciendo feos elementos modernos que acaban resultando paradójicamente anacrónicos y fuera de lugar.

Esa pareja feliz: Andre Wilms y Kati Outinen

Al contrario de lo que ocurría en otras películas del director finlandés, autocontenidas en si mismas, “Le Havre” apunta al exterior de sus propias imágenes para reflexionar sobre el lugar de ciertos valores humanos. Principalmente, sobre el hecho de si intentar vivir de manera comunitaria y creyendo en que el resto de seres humanos posee, al menos, cierta bondad, es una utopía propia de un cuento de hadas o una salida viable para quienes no son capaces de adaptarse a la demencia de la sociedad moderna.

“Le Havre” es uno de los puntos más altos de la filmografía de Kaurismaki, y eso, en un director que emplea una paleta de recursos deliberadamente limitada y controlada, significa una labor de síntesis y depuración. El finlandés sigue la senda del humor con cara seria que desarrollaron Buster Keaton o Jacques Tatí, de la comicidad física de Charles Chaplin. A lo largo de los años ha ido refinando su estilo, aparte de darle inconfundibles toque nórdicos, ruede donde ruede sus películas. Cada vez espacia más sus producciones, como si necesitarse pensar con más calma lo que hace, un tiempo que parece dedicar más a eliminar lo superfluo que a añadir cosas nuevas.

En la manera en que las ideas se articulan en esta película, su sencilla apariencia no deja de desvelar la complejidad de sus ideas. Si Kaurismaki quiere que retornemos a las películas de otra época, en las que se podía saber quien era bueno y malo, y se podía creer en los finales felices, lo hace sin ninguna clase de cinismo pero al mismo tiempo sin dejar de presentar el mundo como un lugar desolador. Si su intención es simplemente filmar cuentos de hadas con un tinte vagamente utópico, con una visión enternecedora de la humanidad, el resultado acaba siendo más espinoso, ya que esa utopía se nos presenta en abierto contraste con el mundo moderno, y consigue hacer que nos planteemos el anacronismo de actitudes que en otra época eran en elemento básico de la ciudadanía.

Esta no es una película social porque trate el tema de la inmigración ilegal: en realidad Idrissa es más una cifra que un personaje real, un catalizador que sirve para poner en marcha el mecanismo de la trama. La dimensión social de “Le Havre” se encuentra en la manera en que refleja la vida de esas personas desclasadas que no han podido incorporarse a la maquinaria del capitalismo actual. Esa “Underclass” ha venido siendo reflejada habitualmente por el cine como una clase alienada, carente no ya de una conciencia de sí misma, sino incluso de emociones, incapaz de comunicarse con el mundo como consecuencia de la imposibilidad de entender su lugar en él. Kaurismaki ha preferido darles otra salida, con colores más vivos y música de Gardel.

Optando por conservar los aparatos viejos en vez de dejarse llevar por la fiebre consumista que prefiere cualquier cosa con tal de que sea nueva, prefiriendo la confianza en la comunidad en vez del individualismo en el que cada uno busca su propio beneficio, estos inadaptados del puerto de Le Havre construyen una alternativa a la sociedad de la que no pueden formar parte. Pero la utopía tiene sus propios límites, y los milagros, aunque ocurren, no son, al fin y al cabo, más que un aplazamiento de la muerte.