domingo, 30 de octubre de 2011

Contagio



T.O: Contagion Dir: Steven Soderbergh Int: Matt Damon, Gwyneth Paltrow, Laurence Fishburne, Jennifer Ehle, Marion Cotillard EEUU, 2011, 106'

Esta es una película poco apta para hipocondríacos. Desde las primeras secuencias, Soderbergh filma pomos de puertas, tazas de café, cualquier objeto que los personajes toquen casi sin darse cuenta, y por el que pudiera transmitirse el virus protagonista. Se trata de una fantasía tremendamente documentada sobre lo que hubiera ocurrido si los peores temores acerca de la gripe A hubieran sido ciertos. El escenario es el mundo entero, ya que el avance de las comunicaciones ha dejado desfasado el concepto de epidemia, ahora nos hemos familiarizado con la palabra pandemia. Y en un mundo en el que nadie puede sentirse aislado, los protagonistas de esta historia podrían ser cualquiera.

Amenaza global, trama transnacional y protagonismo coral: Contagio es una película que adopta el formato del cine de catástrofes que se hizo popular a partir de la década de los setenta. El reparto está lleno de estrellas, para que los espectadores reconozcan fácilmente a personajes que sólo disponen de unos minutos en pantalla. Y también para avisar de que nadie está protegido frente al virus, por muy famoso que sea: Gwyneth Paltrow muere a los cinco minutos, y hacia el cuarto de hora está sobre la mesa de autopsias. A mitad de película, otra gran estrella ha salido con los pies por delante.

A este tipo de películas se le suele criticar su escaso peso dramático, limitado por la dispersión de los personajes y las tramas, que los guionistas a menudo solucionan con una sucesión de escenas melodramáticas a medida que se va acercando el desenlace. A Soderbergh y su guionista, Scott Z. Burns ese problema no les importa en absoluto, los personajes aparecen únicamente en función del lugar que ocupan en la trama, y el desapego emocional es un registro en el que se sienten muy cómodos. La frialdad de la película es tal que algunos han sugerido que está contada desde el punto de vista del virus.

Jennifer Ehle, un rostro nuevo en el reparto

La trama comienza con la muerte de Beth (Gwyneth Paltrow) y de su hijo pequeño, mientras su marido Mitch (Matt Damon) debe asumir una pérdida tan inesperada como incomprensible. Pronto se descubre que la causa del fallecimiento de Beth es una enfermedad desconocida que se transmite a través del tacto. Los científicos de Centro para la prevención y control de enfermedades, encabezados por el doctor Ellis Cheever (Laurence Fishburne), se ponen a trabajar. Mientras tanto, un bloguero (Jude Law) se dedica a extender teorías de la conspiración, en lo que es la subtrama más floja de la película.

Hay montones de escenas expositivas, presentaciones de power-point, reuniones administrativas, jerga científica. Mientras el virus se expande, la sociedad se descompone. Soderbergh y Burns aprovechan para echar unas gotas de su visión pesimista de la humanidad: ante la crisis se desata la anarquía, la gente se convierte en una masa. Hay heroísmo, sin embargo, pero no un heroísmo de grandes acciones o de discursos grandilocuentes, sino de acciones silenciosas y anónimas, como el gesto de una víctima agonizante del virus que intenta acercar su abrigo al enfermo que tiene al lado, que se queja del frío, aunque su propia debilidad lo acabe convirtiendo en un gesto inútil.

A pesar del ritmo sincopado e impersonal, apoyado por una extraordinaria banda sonora de Cliff Martínez, Soderbergh logra que cada personaje, cada intérprete, tenga su momento estelar. Matt Damon brilla en la escena en que se ve incapaz de aceptar la muerte de su mujer; Jennifer Ehle dialoga con su padre moribundo sobre los riesgos que tienen que afrontar los científicos que investigan el virus, el doctor Cheever se enfrenta al dilema de usar su posición privilegiada para lograr que sus seres queridos se libren del virus. Es ese tipo de películas que hace unas décadas eran la producción habitual de Hollywood: cine de género de ritmo arrollador que no evita los momentos en que los personajes muestran su lado humano ni renuncia

lunes, 24 de octubre de 2011

Another Year

Dir: Mike Leigh
Int: Jim Broadbent, Ruth Sheen, Leslie Manville
Reino Unido, 2010, 129'

Slice of life”: rebanada de vida. Así llaman en Inglaterra a películas como esta, que se presentan como un trozo de vida directamente extraído de la realidad, con su problemática mundana y cotidianidad monótona. Es una de las grandes tendencias del cine inglés, que se desarrolló con fuerza a partir de los años cincuenta, recogiendo la herencia del teatro de los angry young men. Suele tener una intención crítica de raíz izquierdista, y durante muchas décadas ha tenido una gran acogida en la televisión británica, hasta el punto de que el género se ganó el apodo algo despectivo de “kitchen sink drama”: drama de fregadero, por la gran profusión de conflictos domésticos de clase baja.

Al contrario de otras tradiciones realistas, que se apoyan en localizaciones naturales y actores no profesionales interpretando versiones de sí mismos, el cine inglés tiene sus raíces en el teatro y busca la sensación de realidad a través de interpretaciones muy trabajadas. Es un cine en que los actores condicionan a la cámara y no al contrario. A veces se le puede acusar de poner la palabra por encima de la imagen, a través de una puesta en escena funcional articulada en función de lo que se quiere mostrar.

Mike Leigh es actualmente el representante más cualificado de esta tradición. Cuenta con una trayectoria notable en el teatro y la televisión, trabaja con un elenco de actores de gran experiencia y por supuesto, sus historias son análisis sociales de la vida en Gran Bretaña, centrados a menudo en personajes de clases medias o bajas. Su método de trabajo es particular: sin partir de un guión, desarrolla la historia con los actores a partir de improvisaciones con las que éstos moldean a sus personajes. En ese largo proceso de ensayos, las escenas de la película van tomando su forma definitiva. Espontaneidad absolutamente controlada, naturalidad modulada a través de un cuidado minucioso con cada gesto, cada mirada.

Aunque, como casi todos los cineastas con preocupaciones sociales, Leigh ha dirigido su dosis de cintas de denuncia y protesta, lo mejor de su cine se da en las películas que no tienen un mensaje obvio, sino que muestran a sus personajes en situaciones cotidianas y aparentemente intrascendentes, en las que, de todas formas, se ven sometidos a los condicionamientos sociales. Como “All or nothing” (2002), en la que narraba la historia de un matrimonio de clase obrera que recuperaba el amor casi por sorpresa después de años de monotonía. Si en estas películas el argumento es leve, en “Another Year” llega a hacerse casi inexistente. Parece que no pasa nada, excepto el tiempo.

Lesley Manville

Todo gira alrededor de Tom y Gerri (Jim Broadbent y Ruth Sheen), un matrimonio que se acerca a la tercera edad manteniendo su vida conyugal con una salud envidiable. Tan envidiable que corre el riesgo de despertar eso, envidias. Él trabaja como geólogo para una empresa constructora, ella es psicóloga. A ambos les gusta cuidar metódicamente su pequeño huerto, y su felicidad es parecida a eso: una labor de paciencia, trabajo constante y rutina. Una rutina que es vista por ambos como un refugio seguro. La película se divide en cuatro tiempos, cada una de las cuatro estaciones de un año, y consiste en una sucesión de encuentros, cenas familiares, fiestas en el jardín y un funeral. Alrededor de Tom y Gerri giran, en diversos grados de soledad e infelicidad, varios personajes que son atraídos hacia la calidez de su hogar como moscas hacia la luz. Ken (Peter Wight) es un viejo compañero de estudios de Tom, que intenta mitigar su soledad y el envejecimiento comiendo y bebiendo compulsivamente. Ronnie (David Bradley) es el hermano de Tom, quien reacciona a su reciente viudedad sumiéndose en la incomunicación.

La invitada más recurrente es Mary (Lesley Manville), una mujer que se niega a aceptar los años que cumple y ahoga su angustia a través del consumo compulsivo de alcohol y coqueteando desesperadamente con cualquier hombre que tenga cerca. Mary es uno de esos personajes a los que se suele contemplar desde una cierta distancia, con una sonrisilla y algo de autocompasión, como hacen Tom y Gerri. Ellos le siguen la corriente cuando se intenta engañar a si misma fingiendo ser una mujer libre y despreocupada, y miran hacia otro lado mientras se desliza por la pendiente de la soledad irredimible. Mary es el contrapunto del cuadro de felicidad conyugal y bendita cotidianeidad que representan Tom y Gerri., una perdedora emocional que muestra el lado más duro del culto a la juventud y la despreocupación.

“Another Year” resulta ser una película más amarga de lo habitual en el cine de Leigh, quien siempre adopta una visión humanista. Aquí, la familia no es ese refugio de afectos que vincula a las diferentes generaciones, clases sociales e incluso razas que aparecía en “Secretos y mentiras”, su película más famosa. La familia es aquí una especie de club privado, una institución que sirve para delimitar entre propios y extraños, a veces de manera cruel. Dada la creación tridimensional de los personajes que llevan a cabo el director y su reparto, es difícil definirlos en unas breves frases, son más complejos de lo que permite una rápida categorización. Por ello, la película casi invita a debatir sobre sus actitudes: ¿Son en realidad Tom y Gerri tan irreprochables como parecen, o tras esa apariencia de bondad se encuentra la hipocresía, la de unas personas que desde el confort de su felicidad son incapaces de comprender el sufrimiento de los demás, y miran a quienes les rodean con condescendencia?

Leigh siempre mira a sus personajes desde el punto de vista de un sociólogo, por lo que, pese a la levedad de las situaciones, y a la aparente intrascendencia del argumento, la película resulta un análisis complejo de la realidad social, sobre todo de la manera en que condiciona las relaciones humanas. La distancia entre las clases sociales se ha difuminado, y en una familia pueden convivir personas con niveles de ingresos muy diferentes, sin embargo, la huella de las diferencias de clase persiste. Los vínculos humanos se vuelven frágiles y quebradizos, es el reverso de la libertad individual. Casi se convierten en un bien escaso, atesorado por unos pocos. Una forma de economía, una economía de los afectos , en la que unos pocos son afortunados y el resto se conforma con lo que puede, por su culpa o por el azar, por decisiones que han tomado ellos o por circunstancias de la vida. En un desolador plano final, la soledad se abre como un abismo en medio de lo que parece una cálida reunión hogareña.

jueves, 13 de octubre de 2011

Nader y Simin. Una separación

T.O: Jodaeiye Naderaz Simin.
Dir: Asghar Farhadi
Int: Peyman Moaadi, Leila Hatami, Sareh Bayat
Irán, 2011, 123'

En la primera secuencia de la nueva película de Asghar Farhadi, el matrimonio que la protagoniza discute ante el juez los motivos por los que quieren separarse. La cámara adopta el punto de vista del magistrado, es la manera que tiene Farhadi de invitar al público a discutir sobre las motivaciones de los personajes, a juzgarlos. Simin lleva años planeando emigrar al extranjero, para lo que ha tardado mucho tiempo en conseguir los visados necesarios. Aunque su marido está de acuerdo, poco antes del viaje, su padre sufre Alzheimer y es incapaz de valerse por sí mismo. Por ello, Nader ve imposible marcharse de Teheran en esa situación. Sin embargo, Simin cree que irse es lo mejor para el futuro de su hija adolescente, Termeh, por lo que plantea una separación. Por su parte, Termeh decide quedarse a vivir con su padre, sabiendo que su madre no se irá sin ella, e intentando así evitar el divorcio de sus padres.

Esta secuencia es un ejemplo claro de las intenciones del director iraní, que pretende poner a su público en dificultades a la hora de juzgar a unos personajes que actúan cada uno con sus motivos, pero a la vez influidos por prejuicios y costumbres. En “A propósito de Elly”, su excelente película anterior, los miembros de una clase media con aspiraciones progresistas se enfrentaban a los rescoldos de prejuicios tradicionales que incubaban dentro de sí. Aquí, al conflicto entre la tradición cultural o religiosa y las ansias de modernidad se unen los prejuicios relacionados con la clase. Nader necesita a alguien que cuide de su padre cuando él trabaja, y contrata a Razieh, una mujer de clase baja y del ámbito rural que llega cubierta completamente por un Chador y que necesita consultar con un religioso sobre si es pecado cambiar a un anciano que sufre incontinencia.

Las cosas se complican más tarde, cuando, tras una disputa con Razieh motivaba por la incompetencia de ésta para el cuidado de ancianos, Nader termina empujándola, lo que puede ser o no la causa del aborto de ésta. Aparece en escena el marido de Razieh, que no sabía que esta estaba trabajando, lo que, debido a su mentalidad tradicional, le parece una ofensa y una traición. Éste se enfrenta con Nader de manera bastante irracional, su disputa terminará en los juzgados. Lo que sigue a continuación es una mezcla de mentiras y prejuicios, que poco a poco virará hacia el suspense y que incluye un retrato demoledor del sistema de justicia iraní.

Los personajes actúan a través de una maraña de convenciones sociales de las que son conscientes y con las que tiene que negociar continuamente, aunque no crean en ellas, auque deseen cambiarlas. La tarea del realizador es hacerlas visibles, ponerlas delante del espectador para que este las juzgue, de acuerdo a sus propias convenciones. Un acto de violencia insignificante puede alcanzar de repente proporciones mucho más amplias, puede tener consecuencias devastadoras. ¿Podemos juzgar a Nader por ello? ¿Bajo que criterios tenemos que hacerlo? Los personajes no lo tienen demasiado claro, y pondrán en marcha el clásico mecanismo de ocultaciones, mentiras y justificaciones.

jueves, 6 de octubre de 2011

No habrá paz para los malvados


Dir: Enrique Urbizu
Int: José Coronado, Helena Miquel, Juanjo Artero
España, 2011, 114'

Sucedió en Madrid

Esta es una película en que toda la tensión se acumula sobre los hombros de su protagonista. Se llama Santos Trinidad, y parece haber salido de un Spaguetti Western, y no solo por el nombre. De buenas a primeras nos lo encontramos deambulando por la noche madrileña, atacando cubatas de ron a tragos rápidos y abusando de su condición de policía para que le sirvan en antros que se disponen a cerrar. No tardará en meterse en un embrollo, cuando descubra que en el puticlub en el que se ha metido a tomarse la última se está llevando a cabo un negocio turbio, y su presencia resulta demasiado incómoda. Lo resolverá tirando de pistola, y pronto hay tres cadáveres en el suelo: un pez gordo del narcotráfico, un sicario colombiano, y una camarera, que no tenía nada que ver con el asunto, pero siempre podría identificarle. Hay otro tipo que sale corriendo, y el instinto felino de nuestro hombre, a quien no le gusta dejar cabos sueltos, se pondrá en marcha tras su rastro.

Sabemos poco del pasado de Santos Trinidad: que estuvo en las “fuerzas especiales” (¿Cómo de especiales?) y que tuvo un asuntillo turbio en la embajada de España en Colombia, en el que su compañero quedó gravemente herido después de que a él “se le disparara el arma”. Lo demás nos lo deja a la imaginación, y desde luego no es difícil imaginarse al personaje reptando por esas cloacas del estado, tras la transición, donde policías con demasiado poder y gatillo fácil se tomaban la ley en términos muy relativos. Pero si el personaje tiene sus raíces en cierta realidad social, no es menos cierto que sus antepasados también son los antihéroes del cine de género de los años sesenta y setenta, personajes turbios y violentos que preferían expresarse más con las armas que con las palabras.

Con un fondo de armario que parece no haber renovado en los últimos treinta años, un pelo encrespado y sucio y un rostro dado a la gestualidad desafiante, Santos trinidad es un personaje que no se encuentra cómodo en las pulcras e informatizadas comisarías de principios de milenio. Es un hombre de acción, de patearse la calle, y los trabajitos funcionariales en los que lo han enterrado tras su turbio pasado le hacen sentirse inútil. José Coronado le aporta una humanidad que se cuela por los intersticios de sus acciones rotundas: sabemos que es un hijo de puta que ha sufrido, que la vida le ha hecho daño, aunque no sepamos exactamente por qué, desde luego, él no va a perder el tiempo contándole su vida a nadie. Urbizu lo describe como “una especie de guerrero cristiano, con un crucifijo colgando”, un guerrero cristiano de cubata de ron y puticlub, poco amigo de lavarse el pelo y que añora otros tiempos, más propicios para los modales expeditivos y los bigotes superpoblados.

Si Santos Trinidad es la figura en primer término, Madrid es el escenario de fondo, una ciudad de la que Urbizu ha dicho que “siempre está atascada, hay un caos brutal, lleno de vagabundos, lleno de locos por las calles, de manifestaciones…es maravilloso, y acojona un montón”. En el periplo de nuestro personaje recorreremos, como suele ser habitual en el género negro, lugares muy variados: polígonos industriales, discos latinas, centros comerciales, juzgados de guardia, estaciones de autobuses, hoteles de lujo, bares de última hora. Probablemente se trate del retrato más preciso del Madrid de la primera década de este siglo que haya dado el cine. El Madrid de Urbizu es una ciudad sorda e indiferente, repleta de lugares anónimos, un hervidero de personas en el que nadie mira a nadie a la cara y los personajes con las pasiones más siniestras pueden moverse sin llamar demasiado la atención.

El contraplano de Santos Trinidad es la juez Chacón, interpretada por la cantante Helena Miquel. Si el viejo policía habita un mundo inestable, donde a él mismo le cuesta a menudo mantener la verticalidad, y los espacios vacíos pueden convertirse de repente en algo amenazante y peligroso, la jueza vive en un mundo estable y ordenado, un mundo de despachos y oficinas donde los cadáveres se amontonan en folios Din A-4. Pronto la cosa se complicará, y lo que en principio parecía ser un asunto de tráfico de drogas tendrá una ramificación que nos llevará hacia una célula de integristas islámicos. Si el personaje de Coronado no dudará en resolver sus asuntos de la manera más brutal, la juez se verá encallada en un laberinto administrativo.

En esta clase de películas el demonio está en los detalles, y Urbizu logra que los detalles sean correctos. El reparto de secundarios está muy bien elegido, con esa atención a la fisonomía de los actores tan necesaria en el género negro. La música de Mario de Benito aparece y desaparece en los momentos justos, sin hacerse notar demasiado. La fotografía de Unax Mendía se reparte entre la luz que muestra la sordidez de los ambientes y la oscuridad que oculta a los personajes moviéndose en sombras. Nada destaca especialmente por sí mismo, lo que es sintomático de que el conjunto está bien orquestado, los ingredientes se combinan en fundón del resultado final.

Profesionales

La carrera de Enrique Urbizu ha recorrido un camino algo atípico dentro del cine español. Surgió a finales de los años 80, precediendo a una generación de cineastas que huían de la solemnidad del cine que se hacía al amparo de la Ley Miró recogiendo influencias anglosajonas y experimentando con versiones autóctonas de los géneros más populares. Su carta de presentación fue el thriller “Todo por la pasta” (1991). Durante los años 90 su carrera languideció en diversos encargos no demasiado afortunados, para recuperar su pulso durante la pasada década con una especie de trilogía noir llevada a cabo con la colaboración del guionista Michel Gaztambide y el actor José Coronado: “La caja 507” (2001), “La vida mancha” (2002) y la película que nos ocupa.

Guiones lacónicos donde se sugiere entre líneas y gestos más de lo que se cuenta, una puesta en escena sobria y precisa, con uso de planos largos y utilización dramática de la profundidad de campo son las señas de identidad del último Urbizu, unas películas que tienen un pie puesto en el retrato social y otro en una cierta mitología criminal. Su visión del género huye de las influencias del cómic o del videojuego que han explotado cineastas más jóvenes que él, y se refugia en terrenos más clásicos, concretamente en los del thriller áspero y violento de la década de 1970. Algo así como un artesano de la vieja escuela, solo que en este caso Urbizu ha tenido que inventarse una tradición genérica donde no existía: recogiendo elementos del cine español de contenido social como telón de fondo para aplicarles en primer plano formas y figuras del western o thriller americanos.

Un profesional meticulosos, algo que comparte en cierta medida con Santos Trinidad. Ambos confían en las acciones más que en las palabras, lo que viene a resultar en que se emplee un riguroso conductismo. Puede que a ambos, se les haya pasado por la cabeza, al contemplar el desarrollo de los acontecimientos, la posibilidad de una redención sangrienta al estilo de la que llevaban a cabo William Holden y sus muchachos al final de “Grupo Salvaje”, pero en realidad lo que vemos en la película es la inercia del movimiento, un personaje que no puede dejar de actuar de la manera que actúa aunque las consecuencias sean destructivas, o aunque eso le lleve a convertirse en un héroe de manera casi accidental.