viernes, 27 de noviembre de 2009

Celda 211

Dir: Daniel Monzón
Int: Luis Tosar, Alberto Ammann
España, 2009, 110'


Sorprende la aparición de un thriller carcelario tan seco y contundente como Celda 211 dentro del panorama del cine español. La cinematografía nacional lleva unos cuantos lustros peleándose con el cine de género, sin dar muestras de saber entenderlo demasiado bien. Las opciones habituales eran buscar coartadas sociales para justificar incursiones en el policíaco o dar un enfoque de cine de autor para redimir otros géneros como el fantástico, en una operación que pretendía por un lado un intento de equiparación a nivel de producción con el cine hollywoodiense a la vez que se distanciaba de él en términos creativos. Todo hacía sospechar que no se confiase demasiado en los mecanismos de los géneros como dispositivos narrativos válidos para articular una película. (Por supuesto, todo esto es una generalización con las notables excepciones de rigor)

Una película de género se basa en el conocimiento implícito por parte del espectador de las convenciones de dicho género. Para muchos esas convenciones serán una fórmula, una rutina que se repite una y otra vez hasta terminar de exprimirla. Pero la posibilidad de trabajar con elementos que funciona por convención implica el recurso a abstraer el drama y deslizarlo hasta parámetros más universales. El cine español había pisado muchas veces la cárcel antes de Celda 211, pero sus planteamientos dramáticos se ceñían a una realidad social concreta: en “El patio de mi cárcel” (Belén Macías, 2008), por citar el ejemplo más reciente, se intenta denunciar la situación de las cárceles de mujeres a través de la toma de conciencia de una funcionaria de prisiones. En Celda 211, la cuestión de las condiciones de vida de los presos aparece de manera secundaria (en realidad es el macguffin de la trama) mientras que el entramado dramático gira en torno a los usos sociales de la violencia y en la fina línea que separa, a veces, a una persona corriente de un asesino.

Juan Oliver (Alberto Ammann), es un funcionario de prisiones que queda atrapado en un motín durante su primer día de trabajo. Como los reclusos no le conocen, se hace pasar por uno de ellos. Rápidamente se hace amigo del cabecilla del motín, Malamadre (Luis Tosar) y a continuación, el suspense se articula entre los intentos de negociación por parte de las autoridades y los tejemanejes internos de los presos y las sospechas de algunos sobre la identidad del nuevo recluso. La trama funciona con una precisión admirable, y la tensión que se instala en la pantalla desde el minuto cinco (más o menos la primera aparición de Tosar) no desaparece hasta el fundido a negro del final.

Todo ello se debe a un estilo seco y a una economía narrativa que no nos esperábamos ni del director Daniel Monzón ni de su coguionista, el habitualmente desaforado Jorge Guerricaechevarría. Las películas anteriores de Monzón no eran malas, pero parecen tímidos e inseguros intentos de cine de género comparadas con su nueva propuesta. Y sólo hay que recordar las películas de Alex de la Iglesia, escritas por Guerricaechevarría, para darse cuenta que la contención no era hasta ahora uno de sus registros. Y sin embargo, la película despliega recursos insólitos en el cine español. Monzón utiliza el espacio carcelario de manera encomiable, y le saca un partido tremendo al patio hexagonal en el que se representa gran parte de la acción: nos recuerda los círculos del infierno. Utiliza las imágenes televisivas, de las cámaras de seguridad y de los teléfonos móviles para dosificar la información y concretar el punto de vista. El guión estructura la tensión con una eficaz alternancia entre las secuencias del motín y las de los vigilantes de la prisión preparando su respuesta.

Es cierto que Celda 211 dista de ser una película redonda. Algunos actores están por debajo del nivel del resto del reparto, y al protagonista Alberto Ammann le faltan bastantes kilómetros para ser un buen intérprete. A veces ciertos subrayados musicales o de montaje hacen pensar que los cineastas no están seguros del impacto de su propuesta y deciden optar por la redundancia. Y algunos giros de guión no están suficientemente explicados. Pero el tono general de la película está logrado, y ciertos hallazgos compensan las deficiencias: el uso expresivo del teleobjetivo, especialmente en la presentación del personaje de Tosar, por ejemplo. O la caracterización de Malamadre, a la que el actor gallego su presencia rotunda y un acento gutural que da aún más relieve al personaje.

Lo más curioso de la propuesta, y que debería ser una lección para todo el cine español, es que el hecho de que se trate de una cinta de género puro con vocación de entretenimiento no evita que acabe siendo una de las películas españolas más críticas con las instituciones. Es cierto que nunca sabemos de qué color es el gobierno que toma las decisiones, y que el análisis que hace la película sobre la reacción de las autoridades frente al motín podría extenderse a casi cualquier sociedad. Pero son estas abstracciones las que permiten cuestionar con fuerza el uso de la violencia por parte de un poder político dentro de una democracia. La película, en ese sentido, utiliza toda la potencia trágica del género negro para obligar al espectado a plantearse sus ideas. Acostumbrados al tono editorializante con el que el cine español “comprometido” suele masajear la mirada de sus espectadores habituales, más de uno y de dos habrán salido trasquilados ante la negrura de los dilemas que plantea y ante el desolador desenlace.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Petit indi

Dir: Marc Recha
Int: Marc Soto, Eulalia Ramón, Sergi López, Eduardo Noriega.
España, 2009, 90'

La nueva película de Marc Recha (L’Hospitalet de Llobregat, 1970) se encuentra en territorio fronterizo: entre la infancia y la adolescencia de Arnau (Marc Soto), su protagonista; entre una gran ciudad como Barcelona y el campo que la rodea, a través del paisaje de Ballbona, el suburbio barcelonés en el que se desarrolla la cinta; y por último entre el cine radicalmente descriptivo y de vaciado dramático que ha practicado Recha hasta ahora y un cine más narrativo y con mayor desarrollo dramático, capaz, en teoría, de llegar aun público más amplio.

Recha siempre ha sido un gran paisajista: no hay más que recordar “El árbol de las cerezas” (L’arbre de les cireres, 1998), una descripción poetizante de un entorno rural. En Petit indi, el protagonismo es de Vallbona: según las notas de producción, se trata de un barrio de Barcelona que “se encuentra en una zona montañosa, en el límite entre Barcelona y Montcada i Reixac. La construcción de las autopistas a finales de los años sesenta dejó al barrio prácticamente aislado del resto de la ciudad. Esta tierra de nadie atravesada por el río Besós – que recorre su camino hasta el mar- ubicada entre las comarcas del Barcelonés y del Vallés, nos ha permitido trabajar en una zona fronteriza olvidada por los habitantes de la gran capital.”

El territorio en que se desarrolla la acción tiene huertos de labranza y grandes excavadoras construyendo autopistas o túneles del ave; polígonos industriales y un río de aguas no precisamente cristalinas donde el protagonista encuentra un zorro malherido; bosques y montañas donde capturar jilgueros cantores y apiñamientos de viviendas de pésima construcción y futuro incierto. Todo ello lo filma Recha con un especial cuidado en la composición del encuadre, ayudado por la excepcional fotografía de Helene Louvart.

Ese es el lugar en el que vive Arnau, con un padre ausente y una madre encarcelada. Sacar a su madre de la cárcel será el motor de sus acciones, su objetivo es contratar un famoso abogado. Para ello, vivirá de un modo ingenuo a la vez que épico los concursos de canto de jilgueros y las carreras de galgos a las que le lleva su tío Ramón (Sergi López), un buscavidas experto en trapicheos. Su otro modelo de conducta no es menos dudoso: su hermano Sergi (Eduardo Noriega), que también vive a salto de mata.

Arnau es un personaje solitario y encerrado en sí mismo. Pertenece a esa clase de personajes alienados o simplemente impenetrables que pueblan de un tiempo a esta parte el cine moderno, como la Rosetta de los hermanos Dardenne (principales creadores de este arquetipo cinematográfico), el asesino de “Las horas del día” (2003), de Jaime Rosales, los personajes que interpreta Kang-Sheng Lee en el cine de Ming-Liang Tsai (otro modelo claro de esta tendencia) y tantos y tantos otros personajes de películas que no salen del círculo habitual de festivales e instituciones culturales.

Arnau se pasea toda la película casi sin hablar, desplazándose con los hombros encogidos como un zombie. Tiene un par de colegas, pero tampoco es que les haga demasiado caso. Sus principales relaciones son con el jilguero y con el zorro al que recoge y alimenta. Sus acciones no tiene importancia porque sabremos desde el principio que el entorno que le rodea le condiciona de manera absoluta, totalmente determinista. ¿De donde surge esta tendencia del cierto cine actual a mostrar de manera absolutamente conductista personajes completamente alienados? ¿Refleja una percepción por parte de los cineastas de una determinada situación social, es decir es un intento de cine realista? ¿Es una metáfora, es decir a través de estos personajes se intenta expresar una situación que se manifiesta realmente, aunque de maneras diferentes, en la realidad? ¿O por el contrario es una limitación, un handicap de unos directores que renunciaron a la psicología pero no proponen nada para sustituirla, resultando incapaces de decir nada sobre los personajes que aparecen en sus películas?

Pero Petit indi no es extrema en ese aspecto, es decir Recha oscila entre la mirada fría y distanciada y la búsqueda de una tímida pero cierta identificación: es en ese terreno donde la película del director catalán introduce elementos de un cine más narrativo y dramatizado, ciertos elementos de épica, aunque sea una épica de concursos de canto de jilgueros y carreras de galgos. Recha introduce algunos recursos insospechados en el cine minimalista contemporáneo, como los travellings laterales de seguimiento y sobre todo los movimientos ascendentes de grúa que le sirven para mostrar la exaltación del protagonista en el canódromo o frente a las jaulas de los jilgueros.

Unos movimientos de grúa tan ingenuos que parece que Recha acaba de inventarlos, y unas estrategias de identificación que parecen retrotraernos al cine primitivo. Pero en esa tensión entre los recursos del cine contemplativo ultramoderno y la ingenuidad de una narración que el director identifica con el punto de vista de su protagonista está el valor de esta propuesta, que a algunos les parecerá discordante. Recha tiene en sus imágenes más cine que la mayor parte del cine español estrenado este año, es posible que todavía no haya encontrado la manera de articularlas de manera completamente coherente. Su intención, por lo que ha declarado en varias entrevistas, es dejar de lado el cine más radical y minoritario y buscar un público más amplio. Espero que no sea tan ingenuo como su protagonista y se piense que eso es fácil.

martes, 3 de noviembre de 2009

El imaginario del Doctor Parnassus


T.O: The Imaginarium of Doctor Parnassus
Dir: Terry Gilliam
Int: Heath Ledger, Christopher Plummer, Johnny Depp, Colin Farrell, Jude Law
Reino Unido, Francia, Canadá, 2009. 122'

Ventajas de los espejos mágicos

El 23 de enero de 2008, cuando nos despertamos con la noticia de la muerte del actor Heath Ledger, comenzamos a tener sólidos motivos para temer que la carrera como director de Terry Gilliam se hallara presa de una maldición. Ledger murió en mitad del rodaje de “El imaginario del Doctor Parnassus”, en lo que suponía el mayor desastre en una carrera plagada de ellos. “Las aventuras del Barón Munchausen” (“The adventures of Baron Munchausen”, 1989) y su frustrado proyecto sobre Don Quijote forman parte del libro negro de la producción cinematográfica por diferentes motivos. (El documental “Lost in La Mancha”, (Id, Keith Fulton, Louis Pepe, 2002) narra el naufragio de éste último proyecto, y ha sido utilizado como material didáctico en alguna escuela de cine, para mostrar lo que no se debe hacer en una producción cinematográfica) Y ahora, su último proyecto afrontaba una más que segura cancelación.

¿Era el fin de Terry Gilliam? Un año después, presentó el film terminado en el festival de Cannes, con la participación de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell en las escenas que le faltaban por rodar a Ledger (Ventajas de tener un espejo mágico en el guión, asegura Gilliam) Como si hubiese realizado un pacto con el diablo (o con la compañía aseguradora), el veterano director sobrevivía al mayor desastre que puede sufrir una película: la muerte del actor protagonista en pleno rodaje. Es inevitable que eso de cierto morbo a la película, pero además se trata de una cinta en la que se habla constantemente de la muerte y de la inmortalidad, de la capacidad que tiene la imaginación de hacer sobrevivir a las personas tras su muerte física. Es una summa de todas las obsesiones del director, una especie de compendio de todos los trucos que puede sacarse de su chistera, y, tal como han ido las cosas, nos preguntamos si ha ganado de una vez por todas la apuesta con el diablo, el destino o lo que sea que haya decidido apostar.

Gilliam ha cultivado durante años una imagen de genio maldito basada en la mala suerte de sus proyectos. Su mala suerte está bastante acreditada, desde luego, pero su falta de éxito y de oportunidades para llevar a cabo sus proyectos tiene sus raíces en las propias características de su cine. Gilliam pretende usar el cine como herramienta para crear mundos imaginarios, y eso es, por supuesto, muy caro. Por otra parte, la imaginación de Gilliam es principalmente plástica, lo que hace que descuide bastante la narrativa. Sus películas son caprichosamente episódicas, y el motor que une los diferentes episodios suele ser tan débil como una apuesta con el diablo, como es el caso de “Parnassus” Las tramas más o menos humanas suelen ser flojas, y en sus películas suele importar más la caracterización que la interpretación de los actores.

Feriantes de la vieja escuela
En resumen: Terry Gilliam no es un director que pueda financiar fácilmente sus películas: la falta de presupuesto ha mermado la calidad de la mayor parte de sus propuestas, y es que a pesar de tener un público fiel, nunca ha hecho un cine verdaderamente popular, lo que se espera de quien practica el género fantástico. Es por ello que es inevitable ver la figura del anciano Doctor Parnassus (Christopher Plummer) como un reflejo del propio director. Al principio de la película, la troupe de Parnassus aparca su desvencijado carromato en pleno centro de Londres, frente a una moderna discoteca. El viejo aparece dormido en una especie de trance (lo más probable es que esté borracho), mientras el resto de comediantes intenta poner en pie una actuación. La anacrónica presencia de un carromato de titiriteros ambulantes salidos del pleno siglo XIX llama la atención de los juerguistas borrachos que salen de la discoteca, provocando una trifulca. Durante la pelea, sabremos que entre el cochambroso atrezzo del show se halla un espejo mágico, un artefacto que tiene la capacidad de crear mundos a partir de la imaginación de quien se adentre en él.

A partir de ahí, los que conozcan algo la filmografía de Gilliam se esperarán lo que sigue: una sucesión de viajes a través del espejo en los cuales el director nos mostrará diferentes facetas de su fantasía, unidos a través de una tenue trama que implica al personaje de Ledger, un advenedizo al show que no tardará en mostrar más de una cara (literalmente). El motor de la trama es, como ya hemos dicho, una apuesta con el diablo, según la cual el Dr Parnassus tendrá que entregarle a éste su adorable hija Valentina (Lily Cole) cuando ésta cumpla dieciséis años. Es el precio de la inmortalidad, que el buen doctor sufre desde hace ya más de mil años. Por supuesto, quedan pocos días para el decimosexto cumpleaños de Valentina, y Mr Nick, que es cómo se llama aquí al diablo, aparece con antelación, dispuesto a cobrarse la deuda. La caracterización que hace de este personaje el músico y ocasional actor Tom Waits es una de las grandes bazas de esta película, por cierto.

El imaginario de Mr Gilliam
Si fueron bastantes los que vieron al propio Terry Gilliam como un Don Quijote luchando contra molinos de viento en su frustrado proyecto sobre el personaje de Cervantes, (que, por cierto, según parece, retomará el año que viene), es inevitable ver aquí la figura del norteamericano establecido en Inglaterra en el mismo Dr Parnassus: un viejo cómico que pasea su espectáculo pasado de moda y asume con cada vez menos estupefacción el desinterés del público, porque no tiene ni idea de qué hacer para atraer a los espectadores actuales. Pero como a todo viejo feriante que se precie, Parnassus (y Gilliam) no tendrán más opción que repetir sus viejos trucos hasta que les quede algo de aliento, lo que al menos en el caso del personaje de Christopher Plumier es bastante problemático, ya que es inmortal.

Es por ello que “El imaginario del Doctor Parnassus” se nos aparece como una auténtica poética Gilliana: una obra en la que su autor nos muestra todas sus armas creativas a la vez que reflexiona en voz alta sobre el papel de la fantasía en el mundo de hoy. Para Gilliam, el mundo actual está perdiendo la capacidad de fantasear, de crear mitos y leyendas, y eso es bastante problemático, porque esas historias nos ayudan a estructurar nuestra experiencia, y por tanto nos ayudan a encontrar sentido a la vida. Según Gilliam, sería preferible que los niños crearan sus propios personajes en vez de disfrazarse de Batman o Spiderman en Halloween; quizá por esas mismas razones, Gilliam nunca ha decidido aplicar su talento a ninguna franquicia de Hollywood, sino que ha intentado abrirse paso con sus propias fantasías, un camino más duro y que le ha condenado a trabajar en los márgenes de la industria cinematográfica.

La recepción de una película tan especial como esta seguirá sin duda la línea del resto de las obras del director. Habrá quienes consideren demasiado larga la sucesión de mundos fantásticos elaborados por Gilliam, especialmente al estar unidos por una trama tan tenue. Habrá otros que le reprochen la calidad de los efectos digitales, aunque, quién sabe, puede que dentro de unas décadas las actuales imágenes creadas por ordenador pasen a formar parte de la tramoya de la cultura popular, y sean vistas con nostalgia. Para otros, la fantasía del director resultará excesiva, desbocada y recargada, y no dejarán de tener razón, al fin y al cabo estamos seguros de que muchos de los elementos de la imaginería del norteamericano sólo tendrían sentido si fuéramos capaces de meternos en su cabeza. Se le puede reprochar todo esto, como siempre, pero no se debe dejar de lado que “El imaginario del Doctor Parnassus” es una propuesta honesta que contiene una interesante reflexión sobre el acto de crear.

domingo, 18 de octubre de 2009

¡El soplón!

T.O: The Informant!
Dir: Steven Soderbergh
Int: Matt Damon, Scott Bakula.
EEUU, 2009, 108'

En la última década ha aparecido un grupo de directores norteamericanos difíciles de catalogar en las categorías más comunes: trabajan de manera igual de cómoda con los grandes estudios que en proyectos independientes, pasan de una película de género a una experimental y viceversa, o de una cinta de presupuesto multimillonario a otra rodada casi sin medios. A gente como Steven Soderbergh, Gus Van Sant o Richard Linklater no parece preocuparles que los consideren indies o mainstream, como si esas consideraciones no tuviesen demasiado sentido. Tampoco parecen hacer demasiado caso a la jerarquía profesional de Hollywood, que equipara la categoría de un director al presupuesto e las películas que dirige.

Steven Soderbergh es un ejemplo claro de esta tendencia. Se ha pasado la última década desconcertando al público, la crítica y sus seguidores, pasando de la franquicia iniciada con “Ocean’s eleven” (Id, 2001) a cintas experimentales como “Bubble” (Id, 2005) o “El buen alemán” (“The Good German”, 2006), por no mencionar su biografía épica de Ernesto Guevara (Che, 2008). Se supone que uno debería tener las cosas claras, decidir si se va a Hollywood o se queda en la periferia, mantener un estilo coherente, hacer más o menos el mismo tipo de películas para ser reconocible, tener eso que se llama un estilo.

Además, las películas de Soderbergh son bastante difíciles de catalogar en términos genéricos: suelen presentar sutiles indefiniciones que las convierten en algo incómodo. “El buen alemán”, por ejemplo, se presenta como una imitación fiel de las películas de estudio de los años cuarenta, rodada en blanco y negro con las mismas técnicas de entonces; con George Clooney y Cate Blanchett interpretando sus papeles como se hacía en los viejos tiempos del Star System. Pero esas imágenes no provocan la emoción desnuda e inocente de las películas de antaño, sino más bien una reflexión sobre el concepto de heroísmo que aquellas imágenes defendían, y la puesta de manifiesto de que la inocencia, (y quizás, para Soderbergh, también la emoción) ya es imposible.

Las películas del norteamericano son ejercicios profundamente racionales pese a utilizar a veces las herramientas que el cine ha empleado para buscar la emoción. En realidad, muchas veces parece que quisiera reflexionar sobre esas herramientas, ponerlas en cuestión. Es obvio que esas son las razones por las que sus películas resultan tan desconcertantes, por lo que muchas veces son incomprendidas, como le ocurrió a la excelente “El buen alemán”.

Todo esto se ve de manera muy clara en ¡El soplón!, que no parecía más que un vehículo para el lucimiento de Matt Damon. El actor interpreta a Matt Whiteacre, un ejecutivo de la industria alimentaria que colabora con el FBI acusando a su empresa de pactar precios con la competencia. Una situación bastante parecida a la de tantas películas en las que algún ciudadano desafía el poder de las grandes corporaciones, como “Erin Brockovich”, del propio Soderbergh, que le valió un Oscar a Julia Roberts. Sólo que el comportamiento de Whiteacre comienza a resultar bastante extraño, lo que hace que la película derive hacia la comedia. Su testimonio resulta bastante incoherente en algunos aspectos, a pesar de ello, el FBI sigue confiando en él. Cuando le sugieren llevar aparatos de grabación para conseguir pruebas incriminadotas, le emociona la posibilidad de convertirse en una especie de agente secreto. Quizá se ve a sí mismo como el Tom Cruise de “La tapadera” (“The Firm”, Sydney Pollack, 1992). Aunque al mismo tiempo que colabora con la justicia, comete un desfalco de nueve millones de dólares.

El espectador que pretenda seguir la trama de esta especie de thriller empresarial se encontrará con obstáculos bastante serios: es una de esas películas en las que los personajes hablan muy rápido, mencionando constantemente siglas de organizaciones ignotas y oscuros términos científicos que el espectador se ve obligado a retener para entender los hechos que se desarrollan ante él. Lo que distingue a esta película de otras cintas con planteamientos similares es que los responsables de ¡El soplón! no parecen demasiado dispuestos a dejar que nos enteremos de lo que pasa. Quizá porque ni Soderbergh ni Scott Z. Burns ni siquiera Kurt Eichenwald, el autor del libro sobre el verdadero Matt Whiteacre en el que se basa la película tienen demasiado claro cuales eran las motivaciones reales de su protagonista, y cuales eran las dimensiones exactas de la trama ni el papel de muchos de los implicados en ella. Como la mayoría de los casos de corrupción en los que se ve implicada una institución, la realidad se mostrará opaca.

Soderbergh da a este material un tratamiento distanciado: el estilo de la película nos recuerda a los filmes de los años 50 o 60, a pesar de que la trama se desarrolla en los 90: la omnipresente música de Marvin Hamlich es buena muestra de ello. La fotografía tiene un tono amarillo anaranjado que afecta incluso a los rostros de los personajes, haciéndoles parecer personajes de “Los Simpson”. Y la recurrente voz en off del personaje principal, lejos de aclararnos qué pasa por la cabeza del protagonista, consiste en un cúmulo de (divertidas) sandeces, que nos lo hacen aún más impenetrable. Al final acabaremos por no tener ni idea de qué es lo que realmente mueve al protagonista, pero tampoco tendremos gran cosa clara sobre la estructura social y empresarial en que se desarrolla la historia: ¡El soplón! es una sátira en la que no tenemos demasiado claro qué se está satirizando.

Soderbergh exibe mano firme en la dirección, con buen ojo para escoger el reparto de secundarios (espectacular Scott Bakula como el crédulo agente del FBI), pero se apoya sobre todo en una espectacular interpretación de Matt Damon, en un registro muy diferente a lo que ha probado hasta ahora. El director parte de la imagen de su estrella (particularmente su rostro algo aniñado y con aspecto inocente) para mostrarnos a un personaje de quien nadie sospecharía que fuese más que un honrado ciudadano, algo tontaina. Damon se presta al juego con energía y logra una composición sutil y sorprendente. Por otra parte, el tratamiento cromático le permite al director reforzar el aspecto cómico y extravagante de la historia, aunque habrá quien piense que se haya pasado, al fin y al cabo aún no estamos tan acostumbrados a que se manipule de esta manera el color, especialmente en el tratamiento del rostro de los actores.

Es indudable que ¡El soplón! es la película de un completo escéptico. Como se suele decir, por un lado tiene gracia, por el otro, maldita la gracia que tiene. Su humor desconcertante será un obstáculo insalvable para gran parte del público. Al fin y al cabo, el drama de los personajes de la película consiste básicamente en no tener demasiada idea del mundo en que se encuentran, y la película mantiene a los espectadores en la misma situación.

viernes, 2 de octubre de 2009

Frozen River (Río Helado)

T.O: Frozen River
Dir: Courtney Hunt
Int: Melissa Leo, Misty Upham
EEUU, 2008, 96'

Desde el principio, “Frozen River” nos deja claro que es una película quintaesencialmente indie, territorio Sundance: Comienza situando la acción en uno de esos páramos desolados de la otra América (la que no sale en las películas de Hollywood), en este caso, las tierras nevadas del norte del estado de Nueva York. Acompañados por la inevitable guitarra acústica en la banda sonora, nos adentramos en un mundo de casas prefabricadas, trabajos basura y violencia soterrada. Ray (Melissa Leo), la protagonista, es una mujer de mediana edad que debe sacar adelante a sus hijos tras la huida de un marido ludópata. Para ello sólo dispone de un trabajo de media jornada en un bazar; su sueño, una nueva casa prefabricada más grande, parece desvanecerse ante la situación. Aparece entonces el segundo personaje: Lila, una jóven india Mohawk que vive en una caravana tras las alambradas de una reserva india a pocos metros de la casa de Ray. Lila sobrevive introduciendo inmigrantes ilegales en Estados Unidos aprovechando para ello el cauce helado del río Saint Lawrence, que atraviesa la reserva Mohawk, un lugar al que la policía no puede acceder. Las dos mujeres se conocerán por casualidad, y, tras algunos encontronazos violentos al principio, comenzarán una colaboración que acabará convirtiéndose en amistad. Para Ray, el tráfico de seres humanos es una manera de conseguir el dinero necesario para su nueva casa.

Estamos una vez más en los reconocibles parámetros del indie: personajes olvidados socialmente, con especial atención a comunidades poco representadas en los medios de comunicación convencionales: aquí se nos ofrece un vistazo al interior de una reserva india que resulta muy poco complaciente. El cine independiente se destaca de la narración de Hollywood en cuanto a los temas que trata y los sujetos que pueblan sus películas, pero formalmente resulta correcto y muy poco audaz. En concreto, el guión de “Frozen River” parece seguir las normas de alguno de esos manuales de guión que proliferan desde hace un par de décadas: intenta buscar la identificación del espectador con sus personajes a través de la coartada de sus niños pequeños, estructura la peripecia de manera férrea, incluyendo una última parte de la película que transcurre contra-reloj, un desarrollo más propio de una cinta de suspense que de un drama social. Esta manera de estructurar el guión resta credibilidad dramática a la película, que se hubiera beneficiado de un desarrollo menos rígido más libre.

Pero “Frozen River” no es una película sobre personajes, sino sobre lugares. Durante toda la película vemos como los personajes se ven condicionados por el espacio en que viven: el frío transmite la desolación de unas vidas con no demasiados horizontes. El gran acierto de la película consiste en hacer físicas las barreras que distancian socialmente a los personajes: esa verja que encierra a los mohawk en su reserva, por ejemplo, o ese cauce helado que separa a quienes malviven en el sueño americano de quienes aspiran a hacerlo.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Antichrist

Dir: Lars Von Trier
Int: Willem Dafoe, Charlotte Gaingsbourg
Dinamarca, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia,
2009, 109'

Hace unos años, Lars Von Trier sufrió una grave depresión (quizá motivada por la escasa repercusión de Manderley (id, 2005) y El jefe de todo esto ( Direktoren for det hele, 2007), su últimas películas) que estuvo a punto, incluso, de hacerle abandonar el cine. Antichrist es, según el director danés, su exorcismo personal, una película construida sobre el dolor y la desesperanza. Por otra parte, se trata de una producción en inglés, con un reparto internacional y un género popular, en lo que parece un intento de Von Trier por recuperar el interés del público. Desde luego, Antichrist es reconocible perfectamente como película de terror tanto como cine de autor confesional: lo mejor de dos mundos. La recepción de la película en Cannes fue antológica: desmayos en el Palais des Festivals (motivados por escenas de violencia sexual extrema), un sonoro abucheo alternado con aplausos y una frenética rueda de prensa posterior en la que el director no dudó en proclamarse el mejor director del mundo. Por supuesto que lo era, por lo menos en ese momento.

Una cabaña en el bosque
Lars Von Trier lleva ya dos décadas capitalizando el debate entre los que piensan que es el último genio del séptimo arte y los que denostan su cine como una mera pose sin demasiado sentido, de manera que esas cuestiones no tienen ya demasiado sentido. Es realmente un director poderoso, con un gran dominio de la creación de imágenes, el problema con su cine consiste en que las ideas que hay detrás no siempre parecen tan sofisticadas como las imágenes que las expresan. Algo así ocurre en Antichrist, en la que una pareja se retira a una cabaña apartada en el bosque para intentar superar la muerte de su hijo pequeño. Él (Willem Dafoe), psiquiatra de profesión, representa la razón y la cultura, mientras que Ella (Charlotte Gainsbourg) es la naturaleza, entendida como fuerza telúrica e irracional. Por supuesto, esta identificación entre lo masculino y la razón, y lo femenino y la naturaleza es bastante simplificadora de entrada, pero tendremos que aceptarla si queremos seguir el juego que nos propone el director danés.

Durante sus primeras tres cuartas partes, la película consiste en un enfrentamiento dialéctico entre la pareja, entre el frío y racional psiquiatra que propone ejercicios y terapias a su mujer y Ella (nunca conoceremos los nombres de los personajes, y exceptuando al niño pequeño, son las únicas personas que aparecen en la película), la madre a quien el dolor ha privado de la máscara racional con la que se enfrentaba al mundo y a quien la naturaleza se le aparece como algo sin sentido, un mero ciclo orgánico de generación y descomposición. Por supuesto, Lars Von Trier juega con las cartas marcadas, y desde el principio sabemos que Él es un zoquete, uno de esos personajes del cine de terror que van metiéndose ellos solitos en la boca del lobo para que el público disfrute anticipando su desgracia.

En los títulos de crédito aparece un investigador especializado en películas de terror (¿?), lo que confirma que Von Trier se tiene bien estudiado el tema. En Antichrist aparecen varias convenciones de la producción reciente del género: la muerte de un hijo como desencadenante, la cabaña aislada en el bosque, etc. Incluso en su última media hora gira hacia un terreno completamente gore, explorado en varios subgéneros como el torture-porn norteamericano o el extreme japonés: como Takashi Miike, Lars Von Trier lleva el enfrentamiento entre sus personajes hacia extremos de aberración física que muchos espectadores encontrarán difíciles de soportar.

Lo que no tienen, desde luego, ninguno de los practicantes de la última ola gore es la capacidad de sugerencia visual del cineasta danés, capaz de crear inquietud en el espectador simplemente acercando la cámara a un jarrón con flores. Como todo en Von Trier, su puesta en escena está completamente calculada: a pesar de lo que dice el zorro parlanchín a quien pone voz el propio director, el caos no reina, por lo menos en lo que respecta a la manera en que dirige sus películas. Su estilo es sorprendente, caprichoso y extravagante, pero siempre claro y cristalino para el espectador. Un ejemplo: al principio de la película, la cámara se acerca a la piel de la protagonista y nos muestra detalles semiborrosos de su cuello, su mano y su garganta, en un recurso aparentemente misterioso. Unos minutos más tarde, los mismos planos vuelven a aparecer, pero la voz del protagonista nos explica su sentido: se trata de visualizar los síntomas de la ansiedad que sufre la protagonista: sequedad, pulso acelerado, etc.

Terror y psicología
Dicho de otra manera, el sorprendente y a menudo desconcertante sentido de la composición visual de Lars Von Trier no recuerda la misteriosa poesía visual de Andrei Tarkovsky (a quien invoca en los créditos, dedicándole la película) sino más bien la claridad expositiva de Steven Spielberg, otro director al que le gusta dejar las cosas bien claritas al espectador, aunque él mismo no las tenga demasiado claras. Aunque, por supuesto, el norteamericano y el danés se diferencian en un aspecto fundamental: Spielberg busca un cine conciliador y de consenso, mientras que Von Trier intenta más bien epater la bourgeoisie.

En el último festival de Cannes el jurado ecuménico otorgó por primera vez en su historia un anti-premio, del que fue merecedora la película que nos ocupa, “por ser la película más misógina posible del autoproclamado mejor director”. Claro, si uno se la toma literalmente, Antichrist es una película que recomienda matar a las mujeres. Pero no hay por qué tomarse demasiado literalmente a Lars Von Trier, sobre todo porque su discurso filosófico está tan impregnado de grand guignol que uno no está demasiado seguro de donde empieza uno y termina el otro. Uno puede dejar de lado toda la parafernalia filosófica que sugiere la película y verla como cine de terror o como otra creación chocante y perturbadora en una carrera pródiga en ellas. Pero, quizá porque la depresión ha agudizado su percepción del mundo, el cineasta danés capta en esta película aspectos muy interesantes del zeitgeist cultural en el que nos movemos.

El cine de terror es un termómetro psicológico bastante preciso de cada época, al fin y al cabo uno debe conocer las cosas que asustan a la gente para hacer ese tipo de películas. El terror de la última década hace un retrato de la sociedad occidental bastante preciso, en el que afloran los miedos propios de un época inestable, sin referentes sólidos una vez desmoronadas las grandes metanarrativas tradicionales (religiones, ideologías, etc.) Aparecen personajes cuya visión del mundo se revela una ilusión, como si la capacidad de conocer la realidad fuese falible. (Los otros, (Alejandro Amenabar, 2001); El Maquinista, (The Machinist, Brad Anderson, 2001) son sólo dos ejemplos entre decenas.) La muerte, desprovista del sentido que le daba la religión, se convierte en un fenómeno natural inexplicable, que deriva o bien hacia un espiritualismo new-age o hacia el puro horror de lo inefable, explotado principalmente a través de personajes que sufren la muerte de sus hijos pequeños. (El Orfanato, José Antonio Bayona, 2007, por citar solamente películas españolas). La desaparición de las explicaciones trascendentales hace aparecer el horror de la materia en toda su extensión. En ese sentido, el cine de terror ha apostado cada vez más por la explotación de las vísceras y de la sangre, mostrando la muerte como un mero proceso de descomposición física. Especialmente relevante en este sentido es la tendencia extreme del cine japonés, que tras plantear los conflictos dramáticos, los resuelve reduciéndolos a sus puras implicaciones físicas.

Todo esto aparece en Antichrist, que parece oscilar sin solución de continuidad entre el drama íntimo de Ingmar Bergman o August Stridberg (las conversaciones en las que la pareja analiza su situación emocional) y el cine de terror de la última década. Y cada una de las facetas de esta película retroalimenta a la otra: los recursos de género desverlan su profundidad psicológica, mientras que el retrato íntimo de la pareja crea una atmósfera de incertidumbre gracias a la frialdad con la que el director contempla a sus criaturas.Von Trier utiliza el exceso, pero no sólo el exceso visual, sino la radicalidad de las ideas que lo configuran (ahí es nada, la identificación de la mujer con el mal) como recurso para enfrentar al espectador con sus propias ideas. De esta manera, el danés es un cineasta discutible, en el sentido más literal del término.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Trailer: "A Serious Man"



Este es el trailer de la próxima película de los Coen, "A Serious Man", que según se nos cuenta, es un asunto más personal de lo que acostumbran los hermanos. Está ambientada en la época y lugares de su infancia, y refleja el entorno judío en que crecieron. Se dice que es más cálida e incluso emocional que los habituales juegos de referencias posmodernos que los han hecho famosos. ¿Un giro en su carrera? Aquí tendremos que esperar al año que viene para comprobarlo.

domingo, 30 de agosto de 2009

Enemigos públicos

T.O: Public Enemies
Dir: Michael Mann
Int: Johnny Depp, Marion Cotillard, Christian Bale
EEUU, 2009, 143'

Chicago, años 30
Si en Heat (id, 1996) Michael Mann efectuaba una asombrosa descripción de un entorno urbano a través de la historia de un atracador de bancos y del policía que le persigue, utilizando el teleobjetivo para aislar a los protagonistas de un entorno frío y hostil; en Enemigos públicos, ayudado una vez más por el director de fotografía Dante Spinotti, el director norteamericano se centra en la experiencia del tiempo: Enemigos públicos es una película rodada continuamente en presente, en la que las secuencias comienzan in media res, como la propia película; y la cámara no se despega del rostro de unos protagonistas en movimiento perpetuo. Todo ello para mostrar la vida tal y como la vivía John Dillinger (Johnny Depp), quien atracaba bancos principalmente para sentir la emoción del peligro y para quien el futuro no tenía ningún sentido.

A pesar de ser una cara película de época, en Enemigos públicos no nos encontraremos con una descripción precisa del Chicago de los años 30, pues los lugares aparecen solamente cómo fondo de las frenéticas aventuras de Dillinger. De la amplia nómina de personajes históricos que pueblan la película, (Desde los gangsters Pretty Boy Floyd o Baby Face Nelson hasta el director del FBI J. Edgar Hoover) sólo podremos individualizar a dos: a Dillinger y al agente del FBI que organiza su captura, Melvin Purvis, interpretado estoicamente por Christian Bale. (Más tarde se sumará el personaje de Billie Frechette , interés romántico del gangster incorporado por la francesa Marion Cotillard). Incluso algunos aspectos de la trama (Las relaciones entre la banda de Dillinger, o entre ésta y el crimen organizado) se exponen con cierta confusión; pero no importa demasiado: la película va donde vaya Dillinger, y a Dillinger le importan pocas cosas más allá de lo absolutamente inmediato.

En cierto modo, la película resulta bastante sencilla desde el punto de vista narrativo: a una primera parte de exaltación romántica de las aventuras del gangster, en la que incluso nos dan ganas de empuñar una tommy gun, le sigue una inevitable segunda parte en la que éste se enfrentará a su destino, mientras el agente del FBI Purvis pone el listón cada vez más alto en cuanto a brutalidad con el fin de acabar con el enemigo público número uno. En este sentido, la película de Mann se parece bastante a Mesrine (Mesrine, L’instinct de Mort; Mesrine, L’ennemi public numero 1, Jean Francois Richet, 2008) excelente (doble) film francés que resulta mucho más complejo en el aspecto psicológico y en cuanto a la descripción social, pero con menor inventiva audiovisual que la película que nos ocupa. Si Mesrine, otro enemigo público número uno que aterrorizó a la Francia de los setenta con el mismo instinto de muerte del que hacía gala Dillinger estaba soberbiamente interpretado por Vincent Cassel, en una composición sutil pero que dejaba claro que se trataba de un hijo de perra que disfrutaba con la violencia, aquí, Johnny Depp incorpora de manera icónica al clásico good bad boy , un héroe individualista y romántico que acaba siendo traicionado por enemigos peores que él.

Luz y oscuridad digital
Michael Mann es uno de esos directores de Hollywood que a los que les gusta exprimir al máximo todas las posibilidades técnicas que la industria cinematográfica más avanzada del mundo le ofrece. Su posición allí es algo anómala porque, a pesar de llevar más de una década dirigiendo artefactos que rondan los cien millones de dólares, rara vez ha tenido un éxito en taquilla. Por una vez, el prestigio profesional se impone al rendimiento económico. Al fin y al cabo, las películas de Mann están repletas de ideas visuales y siempre descubren nuevas maneras de rodar: durante los últimos años se ha dedicado a afilar el cine digital, aportando, por ejemplo, un nuevo tratamiento de los exteriores nocturnos en Alí (Id, 2001) o Collateral (Id, 2004). Como contrapartida, el ser un director obsesionado por las posibilidades técnicas de su oficio les resta a sus películas densidad dramática: en ocasiones acaban siendo frías disecciones de personajes caracterizados con mano de hierro.

Es cierto que de todo eso se le puede acusar a Enemigos públicos, ya que al fin y al cabo, solo llegamos a conocer más o menos bien las motivaciones del personaje de Johnny Depp, incluso su antagonista, Christian Bale, nos acaba resultando bastante opaco. Pero lo que no se puede negar es la inventiva audiovisual que despliegan Mann y el director de fotografía Dante Spinotti en la creación de atmósferas. La subjetivización de la experiencia, el control del tempo para lograr una narración en presente, son fruto de una serie de estrategias que empujan los límites expresivos del cine digital. Como suele ocurrir, el resultado disgustará bastante a los que esperasen una puesta en imágenes convencional de una historia de gángsteres.

Para empezar, la película fuerza al límite la sensibilidad de la cámara, hasta el punto de que aparece grano electrónico, algo hasta ahora inaceptable. El juego entre oscuridad y destellos de luz (los de las armas, por ejemplo, o los de las bengalas con las que se iluminan algunas escenas) sirve para crear una atmósfera incierta similar a los juegos de luces, sombras y oscuridad del cine negro clásico. Este planteamiento resulta notable en la secuencia del tiroteo en el bosque, una intensa set piece en al que los cineastas ponen todas las cartas encima de la mesa.

A este planteamiento atmosférico se le una planificación cerrada, con la cámara (bueno, una de las tres cámaras) siempre escrutando a los personajes, tan cerca de ellos y tan pendiente de sus movimientos que nos impide comprender el espacio en que se mueven. Ello hace que sus acciones se nos presenten tal y como sus personajes las perciben, la desorientación que sentimos es la misma que ellos sienten, la falta de puntos de referencia espaciales añade inmediatez a la narración. Enemigos públicos es una película en la que cada momento es el único que cuenta. Por supuesto, estos recursos son frecuentes en el cine de acción, empeñado desde hace una décadas en avasallar al espectador sin darle referentes espaciales ni temporales válidos. Pero en este caso, Mann fuerza los límites del procedimiento añadiéndole una profundidad psicológica y dramática insospechada.

Por supuesto, las películas de Mann nunca son bellas de una manera convencional. Sus encuadres oscilantes no resultan equilibrados, los rostros de sus estrellas se ven a menudo en sombras o escondidos detrás de elementos del decorado. En Enemigos públicos apuesta por dejar que la estética digital se adueñe de la pantalla, lo que ha desconcertado a los amantes de las fieles reconstrucciones de época. La película tiene una poderosa textura de video que explota de manera descarada en las secuencias de tiroteos nocturnos: destellos en medio de la oscuridad. Por supuesto resulta algo chocante en una superproducción de época, parece incluso que Mann haya aprendido algo del partido que David Lynch le sacó a una cámara de video doméstica en Inland Empire (Id, 2006). Pero ¿quien sabe? Dentro de unos años, estos recursos puede que sigan siendo una extravagancia, o se hayan convertido en un cliché. Al fin y al cabo es lo que suele ocurrir con todos los planteamientos novedosos.

sábado, 8 de agosto de 2009

Up

T.O: "Up"
Dir: Pete Docter Co-Dir: Bob Petersen
Animación, EEUU, 2009, 96'

El genio del sistema
El caso Pixar desafia la política de autores como herramienta de análisis cinematográfico. Que una compañía haya mantenido, durante ya más de una década, un nivel de producción tan coherente con una calidad tan elevada nos hace pensar el “el genio del sistema”, la expresión que acuñó André Bazin para explicar la creación de obras de arte a través del industrializado sistema de producción del Hollywood clásico.

La animación, por la gran cantidad de tiempo y esfuerzo que requiere, suele ser un esfuerzo colectivo, donde se requiere un trabajo en equipo bien organizado, y donde las aportaciones individuales se suelen diluir más que en otras prácticas cinematográficas. Pixar, por su parte, trabaja en lo más alto de la cadena alimenticia del ecosistema Hollywoodiense: sus películas son las que tienen que tirar del carro de la poderosa Disney: rellenar sus parques temáticos, inundar de merchandising las estanterías de los grandes almacenes y demás parafernalia mercadotécnica. Todo haría suponer que esas presiones harían que sus productos se fueran diluyendo hacia la impersonalidad, como las cintas de sus rivales, Fox Animation o Dreamworks, que repiten aplicadamente un año tras otro esquemas similares.

Y sin embargo, la compañía liderada por John Lasseter no solo ha mantenido su personalidad intacta, sino que durante todos estos años ha aumentado su audacia y no ha dejado de renovarse constantemente, convirtiendo su estreno anual en un acontecimiento esperado por los amantes del cine, como el Woody Allen de los viejos tiempos. Pixar tiene su fórmula, que consiste básicamente en deslizar hacia la aventura y la acción una premisa básica enraizada en la comedia y la fantasía. La clave del asunto consiste en mezclar bien estos ingredientes: conseguir que la aventura fluya naturalmente de la fantasía y que la comedia engrase los roces entre ambas. Los grandes títulos de la productora lo consiguen sin aparente esfuerzo: “Los increíbles” (“The incredibles”, Brad Bird, 2004), “Monstruos S.A.” (“Monsters, Inc.”, Pete Docter, 2002), por poner sólo dos ejemplos. En otros casos, se quedaron cerca de conseguir la receta perfecta: como en “Wall-e” (Andrew Stanton, 2008), en la que una media hora asombrosa de audacia narrativa y visual se veía seguida por una aventura algo forzada.

Resulta sorprendente que, a pesar de la fórmula Pixar, a pesar del peso de toda la maquinaria de producción sobre esas imágenes, sea fácilmente reconocible la presencia del director de sus películas. Podemos distinguir el espíritu ingenuo e infantil de un John Lasseter, sus películas son las de un hombre que a sus más de cincuenta años, todavía disfruta con juguetes: (“Toy Story” 1995; “Cars” 2005); la comedia sofisticada y más adulta de Brad Bird, (“Los increíbles”, 2004; “Ratatoille”, 2007) o la fantasía libre y humorística de Pete Docter (“Monstruos S.A.” 2002; “Up”, 2009)

Rumbo al sur
Carl Fredricksen es un anciano que se siente desplazado en la sociedad actual. Su mujer acaba de morir, y, tras un asombroso prólogo en el que en siete minutos y con admirable economía narrativa y contención dramática la película nos narra su vida desde su infancia hasta la vejez, la película nos lo presenta sólo y sin demasiado que hacer en un mundo que ya no es el suyo. Una banda de constructores se disputa la parcela en la que se alza su casita, ya rodeada por monstruosos rascacielos; su destino parece ser una sombría residencia de ancianos. Entonces, el viejo y agrio Carl, modelado a partir de Spencer Tracy y Walter Matthau, decide emprender la huida hacia adelante y cumplir un viejo sueño de infancia. Sostenida por miles de globos de colores, su casa se elevará sobre la ciudad y emprenderá el viaje hacia Sudamérica, rumbo a las cataratas Paraíso, destino del viaje que nunca pudo compartir con su mujer. Pero el anciano no contará con la presencia de Russell, un voluntarioso aunque torpe aspirante a explorador que se colará en la casa volante.

Lo que sigue a continuación de este sorprendente planteamiento es una aventura exótica con perros que hablan y pájaros de soberbio plumaje que no lo hacen, pero resultan igual de expresivos. Pete Docter y su co-guionista y co-director Bob Peterson saben hacer que la fantasía despegue su vuelo libre, y son conscientes de que los buenos cuentos no requieren muchas explicaciones. En ese sentido, resulta admirable la imbricación de la pura fantasía con una historia que habla de la muerte y la necesidad de superar el duelo, temas que no muchas películas se atreven a tratar (y no sólo infantiles)

Visualmente, la película aplica y expande las técnicas que los animadores de Pixar han venido perfeccionando durante los últimos quince años: la representación de los paisajes está cercana al hiperrealismo, en cambio, los personajes están caracterizados a través de expresivos rasgos caricaturescos: el protagonista presenta unos rasgos angulosos, casi cuadrados: es un square, como se denomina en Estados Unidos a las personas conservadoras y reacias a cambiar su modo de vida tradicional. Russell, en cambio, contrasta a través de unas formas redondeadas, delatoras además de una preocupante obesidad. Una muestra más de cómo Pixar amplia la galería de personajes de la animación, renunciando al hiperrealismo en el tratamiento de los personajes humanos y apartándose de los clásicos animales antropomorfos que protagonizaron el grueso de la producción Disney.

"Up" representa un pequeño paso adelante tecnológico para la productora: es la primera de sus películas en 3-D, un formato de rodaje y exhibición que parece estar asentándose entre las producciones estadounidenses de gran espectáculo, especialmente las animadas. Sin embargo, el uso de las tres dimensiones en "Up" no llama la atención sobre sí mismo, pues sus responsables renuncian a los efectos más espectaculares a favor de una tridimensionalidad más suave y limitada. En ese sentido, Pixar, a pesar de ser los pioneros de la animación por ordenador, nunca han sido la compañía mas avanzada tecnológicamente (su éxito proviene del cuidado exquisito de los guiones y de su originalidad narrativa, algo que los distingue de la mayor parte de las productoras de animación) y más bien parece que han adoptado las tres dimensiones para estar a tono con las tendencias del mercado. Queda por ver si sucesivos desarrollos de esta técnica aportan nuevas formas expresivas y dramáticas, más allá de lanzar objetos a la cara del espectador. (Algo en esa línea si se veia en la excelente “Los mundos de Coraline” (“Coraline”, Henry Selick, 2009)

Los retos a los que se enfrenta Pixar a continuación, como consecuencia de su absorción por parte de Disney unos años atrás, pueden poner en cuestión su identidad: se trata de dar el paso de ser una pequeña compañía en manos de unas pocas personas a llevar las riendas de uno de los grandes gigantes del entretenimiento. Asoma el peligro del abuso de las secuelas, (“Toy Story 3” y “Cars 2” ya están avanzadas); la saturación que supondrá estrenar más de una película al año y la incógnita de los resultados de la productora en el terreno de las películas de acción real (Andrew Stanton prepara ya el rodaje de “John Carter from Mars”). Otras empresas creativas e independientes han muerto de éxito antes, y el fantasma de la despersonalización es un reto que tendrán que afrontar Lasseter y su equipo. Mientras tanto, podemos disfrutar este verano de la cima de la creatividad de un equipo que ha marcado la fantasía infantil de las dos últimas décadas.

viernes, 3 de julio de 2009

Still Walking

T.O: "Aruitemo, aruitemo"
Director: Hirokazu Koreeda
Int: Hiroshi Abe, Yui Natsukawa, You, Yoshio Harada.
Japón, 2008, 114'


En su penúltima película (acaba de presentar “Air Doll” en el festival de Cannes) , el japonés Hirokazu Koreeda recupera el tradicional género del shomin-geki: los contenidos melodramas familiares que practicaron cineastas como Mikio Naruse o Yasujiro Ozu en la época clásica del cine japonés. Aquellas películas se centraban en los conflictos generacionales entre padres e hijos, y sus protagonistas eran personajes de clase media, oficinistas o empleados. Ozu en particular logró un lugar prominente en el panteón cinematográfico poniendo en primer plano los acontecimientos triviales de la vida cotidiana (ceremonias del té, comidas familiares, reuniones de amigos, bodas o funerales) mientras, de fondo, el implacable paso del tiempo otorga a estos retazos de cotidianeidad una inesperada trascendencia.

Todo eso aparece en “Still walking”, que a simple vista podría incluso considerarse una especie de remake de “Cuentos de Tokio” (“Tokio monogatari”, 1953), la obra maestra de Ozu. La trama se centra en la visita que Ryota y Chinami, ambos ya cuarentones, visitan a sus ancianos padres acompañados de sus parejas e hijos. La ocasión consiste en recordar el duodécimo aniversario de la muerte del hijo mayor en un accidente. La reunión se celebra durante 24 horas, y el ritmo natural del paso de un día a otro estructura una serie de ceremonias familiares donde se cuelan ecos de vidas no demasiado armónicas: Ryota vive con la sensación de ser ninguneado por su estricto padre, que prefería claramente a su hijo fallecido, su mujer no se siente bien aceptada por su familia política, principalmente porque tiene un hijo de un anterior matrimonio, y la madre rompe ocasionalmente su contención emocional para expresar una turbulencia sentimental que se debate entre el odio y la melancolía. Nada de esto tiene demasiada importancia dramática, sin embargo; el motor dramático de la película consiste en el inevitable discurrir del tiempo, en las cosas que poco a poco dejan de existir.

Desde el principio, el ritmo de la película es el del lento paso de los ancianos caminando. Koreeda se apropia de varios recursos de estilo de Ozu, como las composiciones estables y el plano fijo, e incluso introduce varios pillow-shots, esos desconcertantes y característicos planos del maestro que mostraban lugares vacíos como elementos de transición entre secuencias, quizá para mostrarnos que nada podía estar realmente vacío, pues siempre permanecería de manera invisible la huellas de las personas que lo habían habitado. Por supuesto, los tiempos han cambiado, y tanto la planificación de la película como los propios personajes se permiten más espontaneidad de la que era acostumbrada en los dominios de Ozu, que solía ahogar a sus criaturas bajo la rigidez estructural de las tradiciones tanto como de su propio estilo.

Lo que impregna realmente toda la película de Koreeda es, al igual que las viejas películas de Ozu, el concepto japonés de mono no aware: la serena aceptación de los hechos inevitables de la vida, como el envejecimiento o la muerte. En Still Walking, esa aceptación se encuentra en tensión constante, amenazada por la contingencia de la vida cotidiana, pero aun así todos los personajes tienden hacia ella en mayor o menor medida. Como Koreeda ya no tiene que lamentar la progresiva occidentalización como su ilustre predecesor, el paso del tiempo no tiene ningún matiz peyorativo, sino que se contempla como un fenómeno únicamente natural. Si se lamenta la pérdida de las antiguas costumbres es porque representan la pérdida de sensaciones memorables, como una exquisita receta que ya nadie volverá a probar.

domingo, 21 de junio de 2009

Secret sunshine

T.O: Myliang
Dir: Chang-dong Lee
Int: Do-yeon Jeon, Kang-ho Song
Corea del Sur, 2007, 150'


El cine surcoreano está viviendo una auténtica edad de oro, un momento extraordinario que trasciende las modas de los festivales de cine o el auge de uno o dos cineastas excepcionales. Como suele ocurrir en estos casos, se debe principalmente al desarrollo económico del país y a la consolidación de tres grandes grupos cinematográficos (SEG, CJ Entertainment, Orion) que han conseguido producir películas de éxito no solo en el mercado local sino en su área de influencia del este de Asia.

El resultado es una industria viva y audaz, capaz de producir no sólo blockbusters como Oldboy (Chan-Wook Park, 2003), The Host (Gwoemul. Joon-ho Bong, 2006) o The Good, the Bad, the Weird (Joheunnom nabbeunnom isanghannom, Ji-woon Kim, 2008), (Películas que por cierto, suponen todas ellas aire fresco y nuevos horizontes para el cine de género) sino que da cobijo a una amplia paleta de autores, desde los más populares (como los mencionados Chan-wook Park o Joon-jo Bong) hasta los más marginales como Sang-soo Hong , entre los que, por supuesto, se encuentran muchos puntos intermedios, como Ki-duk Kim, Sang-soo Im o el director que nos ocupa, Chang-dong Lee

Su caso es curioso, porque Lee gozaba de bastante prestigio como novelista antes de dedicarse al cine, primero como guionista y luego también como director. Además, entre 2003 y 2005 desempeñó el cargo de ministro de cultura en su país. En todo caso, los antecedentes literarios se notan en su manera de hacer cine: sus películas suelen ser largas y detalladas, con mucho espacio para que los personajes se desarrollen. “Secret Sunshine”, con sus 150 minutos, no es una excepción.

Pérdida y dolor
La película arranca cuando Shin-ae, una joven viuda con un hijo pequeño, decide comenzar una nueva vida en la pequeña ciudad de Milyang (de la que la cinta toma su título original), donde había nacido su marido. Durante la primera media hora, Lee efectúa un retrato no demasiado halagador de la ciudad coreana de provincias, con sus cotilleos y sus envidias mezquinas. Pero la trama gira completamente cuando el hijo de la protagonista es secuestrado y posteriormente asesinado. A partir de entonces se convierte en una observación conductista de las manifestaciones del dolor, y el director se apoya en la excelente interpretación de Do-yeon Jeon para presentarnos un catálogo de la desesperación, que incluye sucesivamente contención estoica, llanto desgarrado, automutilación punitiva y voracidad sexual desaforada.

Desde ese momento, “Secret Sunshine” sigue la estela de películas tan diferentes como “Azul” (“Tríos couleurs: Bleu”, Krzysztof Kieslowski, 1993) o “La habitación del hijo” (“La stanza del figlio”, Nanni Moretti, 2001): exploraciones de situaciones de extrema desesperación que hacen que sus protagonistas se cuestionen el sentido de la vida. Parece ser una tendencia en boga en la cultura de las últimas décadas, en las que hemos visto como las religiones y las ideologías se batían en retirada dejando al individuo más libre pero también más desarmado ante temas que le superan. Los protagonistas de estas películas tenían que resolver por sí mismos situaciones de las que unas décadas antes se habían ocupado los diversos sistemas de creencias.

Dramáticamente, “Secret sunshine” resulta una película desequilibrada, lo cual no pretende ser una descripción peyorativa. Se debate entre la descripción conductista de los procesos emocionales de la desesperanza, encarnados magistralmente por Do-yeon Jeon, y el cuestionamiento de las diversas alternativas filosóficas que se le presentan a la protagonista a la hora de reordenar el sentido de su mundo, desde la religión católica hasta el materialismo puro. Hay una tensión entre un cine de ideas y un cine como observación de los procesos físicos que no deja de resolverse durante toda la película, lo que puede provocar cierta indefinición de planteamientos en alguna escena, pero que en todo caso añade atractivo a la película.

¿Puede expresarse una realidad emocional solamente a través de un registro físico de los actos que provoca? ¿Hasta que punto es posible conciliar a través de las ideas los fenómenos físicos y los emocionales? “Secret sunshine” no resuelve ninguno de estos interrogantes, pero entre su tensión entre el mundo físico y las ideas filosóficas reside el valor de una propuesta en la que nunca podremos estar seguros de si los rayos de sol que menciona el título son meros fenómenos de la naturaleza o señales de esperanza.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Ponyo en el acantilado

T.O: Gake no ue no ponyo
Dir: Hayao Miyazaki
Animación, Japón, 2008, 100'

En estos momentos en los que la tecnología digital ha permitido un acercamiento más directo a la realidad y ha propiciado nuevas formas cinematográficas basadas en métodos naturalistas de filmación, existe, sin embargo, un poderosos grupo de cineastas que prefieren encerrarse en mundos cerrados, creados por ellos mismos, con las únicas reglas que les dictan sus fantasías. Para autores como Tim Burton, Tarsem Singh, Guy Maddin, Bill Plympton, o Jean-Pierre Jeunet (con o sin Marc Caro), la fantasía y las ilusiones contienen más verdad y ofrecen una visión más auténtica del ser humano que una observación mas o menos conductista de la realidad. Muchos de ellos han utilizado la animación como medio de expresión, no por casualidad la herramienta cinematográfica más alejada de lo que André Bazin llamaba “la huella de lo real”.

Sin ninguna duda, el japonés Hayao Miyazaki, cabeza visible del Studio Ghibli, ocupa un lugar determinante en esta tendencia. Veterano del anime, con series como “Arsenio Lupin” o “Sherlock Holmes” a sus espaldas antes de dedicarse al largometraje, la llegada de Miyazaki al primer plano de la escena cinematográfica mundial (el Oso de oro que recibió en Berlín, en 2001, por “El viaje de Chihiro”, su obra maestra) fue recibido con el consabido arqueo de cejas por parte de la crítica tradicional, algo reacia a que un tipo que hacía películas de dibujos animados se colase en el panteón de los autores consagrados. Casi diez años después, la obra de Miyazaki se contempla como una de las más importantes dentro del panorama cinematográfico actual, de animación o no.

Miyazaki posee una forma personal de entender la animación, con un dibujo muy característico, que, si bien se asienta sobre las bases del anime tradicional, con su técnica de animación limitada y su cromatismo claro y contrastado, las trasciende con su inventiva en la creación de personajes y una concepción narrativa única, dominada por mundos fantásticos en perpetua transformación. Sus personajes se apartan de los animales antropomorfos de la animación al uso: son espíritus etéreos, dioses animistas o niñas asexuadas, todos ellos en esencia fluidos y maleables, (como si se dijera, “animados”), siempre a punto de convertirse en otra cosa, con identidades también fluidas: lo heroico y lo malvado, lo infantil y lo adulto son conceptos que se desplazan a lo largo de la narración, como si no fueran categorías estables.

Mundos animados
Como suele ser habitual en el cine del japonés, la película adopta el punto de vista de su protagonista principal, en este caso un niño de cinco años, Sosuke. Sosuke vive con su hiperactiva madre en una casa sobre un acantilado; en uno de sus juegos junto al mar descubre un curioso pez rojo al que decide llamar Ponyo. Pero Ponyo no es un simple pez, sino una extraña criatura, hija de una especie de mago que hace años abandonó la vida terrestre para sumergirse en las profundidades del mar y de una diosa del océano. Cuando descubra la vida humana a través de Sosuke, Ponyo deseará convertirse en una persona, y poco después aparecerá convertida en una niña de cinco años, lo que afectará al precario equilibrio entre la tierra y el mar.

Como corresponde a una narración que adopta el punto de vista de un niño, el estilo visual de la película resulta sencillo y claro. Miyazaki, partidario de la animación tradicional frente a las técnicas digitales, utiliza el pastel y la acuarela (algo que resulta lógico teniendo en cuenta el ambiente acuático de gran parte de la trama) y dibuja con un trazo claro que no renuncia de ninguna manera a la expresividad. La sencillez del trazo, el tono naïf del dibujo, resultan un prodigio de despojamiento y expresividad. No es una renuncia a la complejidad, sino la conquista de un artista mayor que ha logrado, tras años de paciente control de su medio expresivo, la capacidad de amplificar los más mínimos recursos creativos, creando resonancias universales.

Lo líquido y lo sólido
En Miyazaki, la animación se vuelve animista. Todo está animado, todo tiene vida propia. Ponyo, el pececito de extraños orígenes, se transforma ante nuestros ojos en una niña aunque su esencia resulte bastante elástica durante toda la película. Sosuke y su madre se convierten inesperadamente en criaturas acuáticas y viven el desenlace de la aventura bajo el mar. Las olas se convierten en enormes peces que rompen contra el acantilado, convirtiéndose de nuevo en agua. Una misteriosa diosa acuática, que parece ser el espíritu mismo del mar, reconcilia el enfrentamiento entre Ponyo y su padre en lo que puede decepcionar a algunos como un deux ex machina al uso, pero que resulta coherente dentro del universo narrativo de la película.

Es lógico que para un creador de mundos cuya principal característica es la permeabilidad de sus límites y la indefinición de sus criaturas, atenerse a las reglas de la narración pueda resultar algo artificial y forzado. Una de las críticas que se le suele hacer es la precipitación con que remata sus historias, como si en un determinado momento decidiese que ya nos ha mostrado todo lo que quería del extraño mundo que ha creado y necesitase terminar la película de alguna manera. Algo así le ocurría a su anterior película, “El castillo ambulante” (“Hauru no ogoku shiro”, 2004), y se repite, en menor medida, en “Ponyo en el acantilado”. Pero por otra parte, dada la inestabilidad del universo narrativo, nunca podremos estar seguros de que la estabilidad alcanzada tras la conclusión se mantenga durante mucho tiempo.

En realidad, la narrativa de Miyazaki consiste en desencadenar en un universo que podríamos considerar familiar, cercano a nuestra realidad, la irrupción de otro mundo, del que no conocemos los orígenes ni los límites, y cuyas leyes nos resultan extrañas. La clave consiste en el equilibrio de los dos mundos, el pluriforme y mágico y el sólido y terrenal. Mientras Sosuke y su madre descubren (y aceptan con bastante facilidad) el mundo marino, Ponyo descubre y queda fascinada por el mundo terrenal, cuyas leyes, para ella son tan inescrutables como para los humanos la del océano.

Por supuesto, nos sumergiremos (literalmente) en un mundo cuyos principios siempre nos resultarán desconocidos: nunca sabremos cual es la exacta naturaleza de Ponyo, que demonios se propone su padre en su extraño submarino, de donde ha conseguido ese poder sobre la naturaleza acuática y cual es su grado exacto de maldad, si es que tiene alguno. Por todo ello, antes de perdernos por la exhuberancia de la historia sin saber muy bien adonde nos conduce la narración, debemos contemplar “Ponyo” como el relato de las relaciones y conflictos entre un mundo sólido y un mundo líquido, entre un mundo estable y otro fluido. Identificar uno de ellos con nuestra vida cotidiana y el otro con los mundos poderosos de la imaginación quizá sería llevar las cosas demasiado lejos.

martes, 28 de abril de 2009

Déjame entrar

T.O: Lat den ratte komma in
Dir: Thoma Alfredson
Int: Kare Hedebrant, Lina Leandersson
Suecia, 2008, 115'

La gran sorpresa del cine europeo de este 2009 es esta cinta sueca de vampiros
que ha conseguido poner de acuerdo tanto a los fans del cine fantástico como a los amantes del cine de autor europeo. En el festival de Sitges recibió el Melies de Oro a la mejor película europea de género fantástico.

Desierto blanco

Durante el primer tercio de su metraje, “Déjame entrar”, la cuarta cinta del director sueco Thomas Alfredson nos recuerda al paisaje y a las figuras de muchos de los dramas nórdicos a los que estamos acostumbrados: frío, soledad, personas que se recluyen en sus casas huyendo del clima y del contacto humano, refugiándose en el alcohol o en la locura. Feos edificios de ladrillo ubicados en barrios cuya planificación pudiera haber sido funcional y racionalista, pero por la noche, entre la nieve y el silencio, se vuelven hostiles y terroríficos. La idea del novelista y guionista John Ajvide Lindqvist ha sido introducir un vampiro en ese mundo donde se suelen desarrollar los conflictos minimalistas de Aki Kaurismaki o Lukas Moodysson, por ejemplo.

Oskar (Kare Hedebrant), un preadolescente bastante andrógino, lleva una vida bastante solitaria en un suburbio del norte de Estocolmo. Sus compañeros de clase le atormentan, y su madre le ignora. Le vemos amenazar a un imaginario rival antes de clavar un cuchillo en un árbol. Es entonces cuando aparece Eli (Lina Leandersson). Eli, aparentemente, es una niña de doce años, aunque desde el principio, y gracias en gran parte a la excepcional actuación de la jovencísima actriz, percibimos algo extraño en ella. Por ello no nos sorprende descubrir que en realidad se trata de un vampiro, que además mantiene una extraña relación con un hombre de mediana edad que se encarga de conseguirle la sangre que necesita para sobrevivir. Entonces comienza lo que el director ha descrito en las notas de producción como “una historia de amor romántica con un final esperanzador y feliz”, aunque en realidad se trate de algo bastante más oscuro.

Con una puesta en escena sorprendente, basada en una profundidad de campo extremadamente limitada y en la expresividad de los continuos movimientos de foco, Alfredson crea la atmósfera de aislamiento e incomunicación en que se mueven los personajes. El director renuncia a uno de los recursos básicos de la puesta en escena habitual: el eje de miradas. Los personajes de “Déjame entrar” casi nunca se miran, se dan la espalda unos a otros continuamente. El uso de la profundidad de campo restringida aísla a las figuras, mientras que los cambios de foco sirven para presentar la relación de los personajes entre ellos, sin que salgan de su aislamiento.

Crecer con el monstruo
Por ello, cuando Eli y Oskar aparecen cada uno en la vida del otro, deberán descubrir cómo pueden conocerse, desplegar una serie de estrategias para acercarse el uno al otro. A partir de ahí la puesta en escena desarrolla la evolución de su relación de manera dinámica, tomándose su tiempo mientras ellos van aprendiendo a dejar de darse la espalda y mirarse a la cara. Todo ello culmina con una secuencia en la que Eli busca la mano de Oskar mientras se encuentran tendidos en la cama de éste, bañados por una luz blanca y difusa.

La fotografía del holandés Hoyte Van Hoytema es otro de los elementos clave de la propuesta. La luz de toda la película es difusa y blanquecina, como corresponde a un paisaje nevado y permanentemente nublado, aunque el director de fotografía respeta estas características también en las escenas de interiores. El reflejo de las luces sobre la nieve ilumina a los personajes desde abajo, por lo que sus rostros resplandecen en plena noche, lo que, sin dejar de ser realista, provoca una atmósfera extraña, que contribuye a mantener las imágenes de la película en esa difusa frontera entre el realismo y lo fantástico.

Una de las elecciones narrativas de la película es la elipsis. Hay muchas cosas que no sabemos sobre los personajes, y los curiosos que necesiten completar el universo de la película deberán recurrir a la novela en que se basa, más profusa en cuanto a los detalles. En el film, nos quedamos sin saber cual es la naturaleza de la relación entre Eli y el hombre con el que vive, y tampoco se nos explicitan los orígenes del vampiro, ni siquiera su naturaleza concreta. También se nos muestran fuera de campo la mayor parte de las actividades puramente vampíricas, siendo una película de terror bastante poco explícita con respecto a las últimas propuestas del género.

Sin embargo, la violencia tiene una presencia importante. La violencia real que sus compañeros de clase ejercen sobre Oskar, y su reflejo, la violencia fantástica, monstruosa que ejerce Eli para alimentarse. En una película que funciona narrativamente a través de oposiciones de contrarios (el día y la noche; el humano y el monstruo), la violencia vampírica aparece como el reverso de los actos de violencia vulgares y cotidianos que puntúan la vida de Oskar. Es sintomática, a ese respecto, la escena de la aparición de Eli: justo cuando Oskar fantasea con responder de manera violenta a sus agresores aparece de la nada este personaje, un ser fuerte y violento capaz de llevar a cabo los actos que Oskar sólo se permite en su imaginación.

La interpretación psicoanalítica sería clara: Eli como la proyección de los deseos violentos de Oskar, un alter ego violento sin problemas morales, puesto que sus actos se hallan guiados por el instinto de supervivencia. Sin llegar a esos extremos, podemos considerar la relación entre Eli y Oskar como una exploración de la relación entre el hombre y el monstruo, entre una humanidad civilizada y un instinto violento atávico. Todo esto se halla expuesto con notable ambigüedad, en el que los límites entre la inocente historia de amor pre-adolescente y la iniciación al crimen y a la locura nunca están del todo bien definidos.

martes, 21 de abril de 2009

La animación se renueva.

El cine de animación nos tiene preparadas algunas sorpresas fuera de las habituales producciones Pixar/Dreamworks. Películas con presupuestos menores y con responsables de reconocido talento que prometen salirse de los cauces habituales.

-Coraline: Esta propuesta viene firmada por Henry Selick, el director de "Pesadilla antes de navidad" y se basa en la novela de Neil Gaiman. Ha sido ya un exito en los USA.



-9: Es una película del debutante Shane Acker, basada en su corto del mismo título. Tim Burton produce.



-Mary and Max: El largometraje de Adam Elliot inaguró el último festival de Sundance, por lo que promete un toque indie. Las voces son de Toni colette y Phillip Seymour Hoffman, nada menos.



-Up: Por último, no puedo resistirme a incluir el trailer de lo último de Pixar, dirigida por Pete Docter, el responsable de "Monstruos, S.A." Inagurará el próximo festival de Cannes.

jueves, 9 de abril de 2009

Un cuento de Navidad

T.O: Un conte de Noël
Director: Arnaud Desplechin
Intérpretes: Catherine Deneuve, Mathieu Almaric, Melvil Poupad, Chiara Mastroianni, Emmanuelle Devos, Jean Paul Rousillon, Anne Consigny
Francia, 2008, 150'


Al francés Arnaud Desplechín (Roubaix, 1960) se le suele tomar bastante en serio. Forma parte de la qualité del cine galo, esa cierta tendencia que narra las vicisitudes de la burguesía gala como si fueran el paradigma de la condición humana. Sus personajes se desenvuelven por el mundillo de la cultura y a poco que te despistes, te meten una cita de Nietzche o de Emmerson. Suele formar sus repartos con algunos de esos grandes intérpretes que dignifican cualquier película, y les entrega densos guiones llenos de reflexiones sobre la vida y consideraciones metafísicas para que las reciten en voz alta.

Aquí tenemos, por ejemplo a la familia Vuillard. Junon (Catherine Deneuve) y Abel (Jean Paul Rousillon). Tienen un negocio de tintorería en una ciudad de provincias, Roubaix. Los Vuillard tienen dos hijos, Elizabeth (Anne Consigny) y Joseph. A los pocos años, Joseph enferma gravemente, y necesita un trasplante de médula ósea para salvarse. Como no encuentran un donante compatible, los Vuillard deciden tener un tercer hijo, Henry, (Mathieu Almaric), pero tampoco resulta compatible y Joseph muere. Poco después nace Iván (Melvil Poupad), pero Henry crecerá, sin saber muy bien por qué, como un apestado en la familia, odiado especialmente por su madre y su hermana. Varias décadas después, Junon, la sobria matriarca, descubre que padece la misma enfermedad que Joseph, y por tanto, requiere un trasplante. ¿Y quién demostrará ser el donante compatible? Pues Henry, la oveja negra. Por lo que familia deberá limar sus diferencias aprovechando un encuentro navideño en la residencia paterna.

Todo esto, dicho así, parece temible, más aun cuando uno se entera de que ese argumento amenaza con desarrollarse durante 150 minutos. Aunque luego uno empieza a pensar que todo esto no puede tomarse demasiado en serio. Vamos a ver, ¿Cómo se digiere esta mezcla de enfermedades terminales, hijos repudiados, fantasmas de niños muertos, y reconciliaciones familiares en torno al árbol de navidad sin esbozar una sonrisa sarcástica? Uno parece estar asistiendo a un cruce entre el más tremebundo melodrama decimonónico y una película norteamericana de esas en que la gente deja de hacer lo que estaba haciendo para ponerse a celebrar el día de acción de gracias.

Jazz y house
Luego, la película en sí no hace más que aumentar nuestras sospechas. Todo es bastante banal, burgués y provinciano. La narración adopta un punto de vista distanciado, y despliega una enorme cantidad de heterogéneos recursos narrativos: voces en off, personajes que hablan directamente a cámara, incluso una secuencia animada. Catherine Deneuve interpreta el papel de la matriarca del clan con una soberbia despreocupación, y se toma el cáncer como si fuese poco más que un sarpullido. Será porque su condición simbólica de reina shakesperiana le hace sentirse por encima de ello. Su marido por otra parte, tampoco se lo toma demasiado mal, como si fuera un pequeño inconveniente más en un largo matrimonio, algo que no le impide disfrutar de los juegos de sus nietos. Se nos dice que un personaje (Iván) es esquizofrénico, aunque eso luego no tiene ninguna trascendencia. En cambio, Paul (Emile Berling) tiene graves problemas mentales, especialmente cuando se ve reflejado en espejos, lo que motiva una escena de cine de terror en medio de este melodrama con sordina.

La puesta en escena de Desplechin no ayuda, desde luego, a aclarar las cosas. Al principio, uno se siente tentado a pensar que es uno de esos directores que pretenden ayudar a sus actores dándoles libertad frente a la cámara, dejándoles moverse por donde les da la gana, pero que acaban perjudicando sus interpretaciones porque nunca podemos contemplarlas de la mejor manera posible. Falsos raccords, jump-cuts y otros cortes abruptos, diferentes líneas narrativas intercaladas por lo que no parece más que puro capricho… El uso de la banda sonora nos desconcierta aun más: el padre escucha jazz, e Iván pincha música electrónica, “El sueño de una noche de verano” de Menhdelson es un subrayado recurrente, y muchas canciones más: pop, rock, clásica, experimental, pisándose unas a otras, evitando siempre crear una atmósfera coherente.

Entonces es cuando el espectador puede comenzar a sentirse algo incómodo, deseando que Desplechin se decida a inclinar la balanza y nos cuente un relato de reconciliación familiar o una radiografía de las hipocresías de la familia burguesa, harto de que los personajes deambulen de un lado para otro por la pantalla sin definirse a sí mismos de manera clara, y sin definir sus relaciones entre ellos. Uno preferiría tener las cosas claras y que se definieran las expectativas que el director va creando constantemente, que sepamos de una vez que tipo de película estamos viendo. Hasta que uno se da cuenta de que eso es precisamente lo que pretende Desplechin: desconcertarnos, defraudar nuestras expectativas, cuestionar cualquier idea que seamos capaces de articular sobre los personajes, la institución familiar e incluso la propia película.

Desplechin presenta las relaciones familiares de manera fluida, como algo vivo y orgánico en permanente desarrollo, algo que no se puede definir de manera firme porque entonces se nos escapa su propia esencia. Es difícil decir algo de estos personajes, categorizarlos. Cuando creemos saber como son, descubrimos algo que defrauda nuestras expectativas. Lo mismo ocurre con la familia. Nunca sabemos que es lo que nos quiere decir Desplechin sobre las relaciones familiares, ni siquiera si pretende decirnos algo sobre la familia en general o simplemente se trata de narrarnos las circunstancias particulares de una familia especialmente degenerada. De la misma manera, los cortes abruptos, los cambios radicales de atmósfera nos recalcan la heterogeneidad de los personajes, la imposibilidad de retratarlos mediante una atmósfera común, unificada.

Magia e ironía
Como en los cuentos fantásticos, por ejemplo, en “El sueño de una noche de verano” de Shakespeare, cuyos ecos reverberan durante casi toda la película, los personajes actúan sin motivaciones, como si sus actos fueran fruto de sus características intrínsecas, mágicas. Quizá eso sea porque la estrategia empleada por Desplechin se dejar la psicología fuera del encuadre: “ir directamente a la acción y olvidarse de las explicaciones”. Puede resultar algo extraño en una película plagada de psicólogos y psiquiatras y en la que resuenan por momentos los ecos de las teorías de la degeneración tan en boga a finales del diecinueve y según las cuales los males morales acabarían trayendo inevitablemente consecuencias físicas, transmitidas a la siguiente generación.

Podríamos seguir casi indefinidamente con las miles de implicaciones y sugerencias que el director introduce en la película. Tan densa como fluida, “Un cuento de navidad” puede resultar agotadora y farragosa en algunos pasajes para ser inmediatamente después ligera y trivial. Elogia la fluidez y la indeterminación, adopta un tono lúdico con el que cuestiona todas las convenciones asumidas por el espectador, sin molestarse en pretender sustituirlas por otras. Nos impide juzgar a los personajes cuestionando los patrones que utilizamos para juzgar a las personas en general, y nos pone igual de difícil juzgar la propia película.

Desplechin es el maestro de la ironía del cine francés contemporáneo. En sus películas, la intelectualidad parisina sale de la capital y recibe un baño de humildad en forma de sentido común provinciano. Como si el tradicional drama burgués sobre el sentido de la vida fuese narrado por uno de esos cómicos que no creen que la vida pueda tomarse en serio. Todo en “Un cuento de navidad” es serio y es una broma, y es ambas cosas simultáneamente. Ni siquiera la película puede clasificarse, y no estamos seguros de que se trate de un concienzudo y denso estudio del comportamiento humano, o de una brillante y vacía broma postmoderna. Es posible que ambas opciones no sean excluyentes. Lo que si es cierto es que este denso tapiz de relaciones humanas es imposible de agotar en una sola visión.