viernes, 27 de noviembre de 2009

Celda 211

Dir: Daniel Monzón
Int: Luis Tosar, Alberto Ammann
España, 2009, 110'


Sorprende la aparición de un thriller carcelario tan seco y contundente como Celda 211 dentro del panorama del cine español. La cinematografía nacional lleva unos cuantos lustros peleándose con el cine de género, sin dar muestras de saber entenderlo demasiado bien. Las opciones habituales eran buscar coartadas sociales para justificar incursiones en el policíaco o dar un enfoque de cine de autor para redimir otros géneros como el fantástico, en una operación que pretendía por un lado un intento de equiparación a nivel de producción con el cine hollywoodiense a la vez que se distanciaba de él en términos creativos. Todo hacía sospechar que no se confiase demasiado en los mecanismos de los géneros como dispositivos narrativos válidos para articular una película. (Por supuesto, todo esto es una generalización con las notables excepciones de rigor)

Una película de género se basa en el conocimiento implícito por parte del espectador de las convenciones de dicho género. Para muchos esas convenciones serán una fórmula, una rutina que se repite una y otra vez hasta terminar de exprimirla. Pero la posibilidad de trabajar con elementos que funciona por convención implica el recurso a abstraer el drama y deslizarlo hasta parámetros más universales. El cine español había pisado muchas veces la cárcel antes de Celda 211, pero sus planteamientos dramáticos se ceñían a una realidad social concreta: en “El patio de mi cárcel” (Belén Macías, 2008), por citar el ejemplo más reciente, se intenta denunciar la situación de las cárceles de mujeres a través de la toma de conciencia de una funcionaria de prisiones. En Celda 211, la cuestión de las condiciones de vida de los presos aparece de manera secundaria (en realidad es el macguffin de la trama) mientras que el entramado dramático gira en torno a los usos sociales de la violencia y en la fina línea que separa, a veces, a una persona corriente de un asesino.

Juan Oliver (Alberto Ammann), es un funcionario de prisiones que queda atrapado en un motín durante su primer día de trabajo. Como los reclusos no le conocen, se hace pasar por uno de ellos. Rápidamente se hace amigo del cabecilla del motín, Malamadre (Luis Tosar) y a continuación, el suspense se articula entre los intentos de negociación por parte de las autoridades y los tejemanejes internos de los presos y las sospechas de algunos sobre la identidad del nuevo recluso. La trama funciona con una precisión admirable, y la tensión que se instala en la pantalla desde el minuto cinco (más o menos la primera aparición de Tosar) no desaparece hasta el fundido a negro del final.

Todo ello se debe a un estilo seco y a una economía narrativa que no nos esperábamos ni del director Daniel Monzón ni de su coguionista, el habitualmente desaforado Jorge Guerricaechevarría. Las películas anteriores de Monzón no eran malas, pero parecen tímidos e inseguros intentos de cine de género comparadas con su nueva propuesta. Y sólo hay que recordar las películas de Alex de la Iglesia, escritas por Guerricaechevarría, para darse cuenta que la contención no era hasta ahora uno de sus registros. Y sin embargo, la película despliega recursos insólitos en el cine español. Monzón utiliza el espacio carcelario de manera encomiable, y le saca un partido tremendo al patio hexagonal en el que se representa gran parte de la acción: nos recuerda los círculos del infierno. Utiliza las imágenes televisivas, de las cámaras de seguridad y de los teléfonos móviles para dosificar la información y concretar el punto de vista. El guión estructura la tensión con una eficaz alternancia entre las secuencias del motín y las de los vigilantes de la prisión preparando su respuesta.

Es cierto que Celda 211 dista de ser una película redonda. Algunos actores están por debajo del nivel del resto del reparto, y al protagonista Alberto Ammann le faltan bastantes kilómetros para ser un buen intérprete. A veces ciertos subrayados musicales o de montaje hacen pensar que los cineastas no están seguros del impacto de su propuesta y deciden optar por la redundancia. Y algunos giros de guión no están suficientemente explicados. Pero el tono general de la película está logrado, y ciertos hallazgos compensan las deficiencias: el uso expresivo del teleobjetivo, especialmente en la presentación del personaje de Tosar, por ejemplo. O la caracterización de Malamadre, a la que el actor gallego su presencia rotunda y un acento gutural que da aún más relieve al personaje.

Lo más curioso de la propuesta, y que debería ser una lección para todo el cine español, es que el hecho de que se trate de una cinta de género puro con vocación de entretenimiento no evita que acabe siendo una de las películas españolas más críticas con las instituciones. Es cierto que nunca sabemos de qué color es el gobierno que toma las decisiones, y que el análisis que hace la película sobre la reacción de las autoridades frente al motín podría extenderse a casi cualquier sociedad. Pero son estas abstracciones las que permiten cuestionar con fuerza el uso de la violencia por parte de un poder político dentro de una democracia. La película, en ese sentido, utiliza toda la potencia trágica del género negro para obligar al espectado a plantearse sus ideas. Acostumbrados al tono editorializante con el que el cine español “comprometido” suele masajear la mirada de sus espectadores habituales, más de uno y de dos habrán salido trasquilados ante la negrura de los dilemas que plantea y ante el desolador desenlace.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Petit indi

Dir: Marc Recha
Int: Marc Soto, Eulalia Ramón, Sergi López, Eduardo Noriega.
España, 2009, 90'

La nueva película de Marc Recha (L’Hospitalet de Llobregat, 1970) se encuentra en territorio fronterizo: entre la infancia y la adolescencia de Arnau (Marc Soto), su protagonista; entre una gran ciudad como Barcelona y el campo que la rodea, a través del paisaje de Ballbona, el suburbio barcelonés en el que se desarrolla la cinta; y por último entre el cine radicalmente descriptivo y de vaciado dramático que ha practicado Recha hasta ahora y un cine más narrativo y con mayor desarrollo dramático, capaz, en teoría, de llegar aun público más amplio.

Recha siempre ha sido un gran paisajista: no hay más que recordar “El árbol de las cerezas” (L’arbre de les cireres, 1998), una descripción poetizante de un entorno rural. En Petit indi, el protagonismo es de Vallbona: según las notas de producción, se trata de un barrio de Barcelona que “se encuentra en una zona montañosa, en el límite entre Barcelona y Montcada i Reixac. La construcción de las autopistas a finales de los años sesenta dejó al barrio prácticamente aislado del resto de la ciudad. Esta tierra de nadie atravesada por el río Besós – que recorre su camino hasta el mar- ubicada entre las comarcas del Barcelonés y del Vallés, nos ha permitido trabajar en una zona fronteriza olvidada por los habitantes de la gran capital.”

El territorio en que se desarrolla la acción tiene huertos de labranza y grandes excavadoras construyendo autopistas o túneles del ave; polígonos industriales y un río de aguas no precisamente cristalinas donde el protagonista encuentra un zorro malherido; bosques y montañas donde capturar jilgueros cantores y apiñamientos de viviendas de pésima construcción y futuro incierto. Todo ello lo filma Recha con un especial cuidado en la composición del encuadre, ayudado por la excepcional fotografía de Helene Louvart.

Ese es el lugar en el que vive Arnau, con un padre ausente y una madre encarcelada. Sacar a su madre de la cárcel será el motor de sus acciones, su objetivo es contratar un famoso abogado. Para ello, vivirá de un modo ingenuo a la vez que épico los concursos de canto de jilgueros y las carreras de galgos a las que le lleva su tío Ramón (Sergi López), un buscavidas experto en trapicheos. Su otro modelo de conducta no es menos dudoso: su hermano Sergi (Eduardo Noriega), que también vive a salto de mata.

Arnau es un personaje solitario y encerrado en sí mismo. Pertenece a esa clase de personajes alienados o simplemente impenetrables que pueblan de un tiempo a esta parte el cine moderno, como la Rosetta de los hermanos Dardenne (principales creadores de este arquetipo cinematográfico), el asesino de “Las horas del día” (2003), de Jaime Rosales, los personajes que interpreta Kang-Sheng Lee en el cine de Ming-Liang Tsai (otro modelo claro de esta tendencia) y tantos y tantos otros personajes de películas que no salen del círculo habitual de festivales e instituciones culturales.

Arnau se pasea toda la película casi sin hablar, desplazándose con los hombros encogidos como un zombie. Tiene un par de colegas, pero tampoco es que les haga demasiado caso. Sus principales relaciones son con el jilguero y con el zorro al que recoge y alimenta. Sus acciones no tiene importancia porque sabremos desde el principio que el entorno que le rodea le condiciona de manera absoluta, totalmente determinista. ¿De donde surge esta tendencia del cierto cine actual a mostrar de manera absolutamente conductista personajes completamente alienados? ¿Refleja una percepción por parte de los cineastas de una determinada situación social, es decir es un intento de cine realista? ¿Es una metáfora, es decir a través de estos personajes se intenta expresar una situación que se manifiesta realmente, aunque de maneras diferentes, en la realidad? ¿O por el contrario es una limitación, un handicap de unos directores que renunciaron a la psicología pero no proponen nada para sustituirla, resultando incapaces de decir nada sobre los personajes que aparecen en sus películas?

Pero Petit indi no es extrema en ese aspecto, es decir Recha oscila entre la mirada fría y distanciada y la búsqueda de una tímida pero cierta identificación: es en ese terreno donde la película del director catalán introduce elementos de un cine más narrativo y dramatizado, ciertos elementos de épica, aunque sea una épica de concursos de canto de jilgueros y carreras de galgos. Recha introduce algunos recursos insospechados en el cine minimalista contemporáneo, como los travellings laterales de seguimiento y sobre todo los movimientos ascendentes de grúa que le sirven para mostrar la exaltación del protagonista en el canódromo o frente a las jaulas de los jilgueros.

Unos movimientos de grúa tan ingenuos que parece que Recha acaba de inventarlos, y unas estrategias de identificación que parecen retrotraernos al cine primitivo. Pero en esa tensión entre los recursos del cine contemplativo ultramoderno y la ingenuidad de una narración que el director identifica con el punto de vista de su protagonista está el valor de esta propuesta, que a algunos les parecerá discordante. Recha tiene en sus imágenes más cine que la mayor parte del cine español estrenado este año, es posible que todavía no haya encontrado la manera de articularlas de manera completamente coherente. Su intención, por lo que ha declarado en varias entrevistas, es dejar de lado el cine más radical y minoritario y buscar un público más amplio. Espero que no sea tan ingenuo como su protagonista y se piense que eso es fácil.

martes, 3 de noviembre de 2009

El imaginario del Doctor Parnassus


T.O: The Imaginarium of Doctor Parnassus
Dir: Terry Gilliam
Int: Heath Ledger, Christopher Plummer, Johnny Depp, Colin Farrell, Jude Law
Reino Unido, Francia, Canadá, 2009. 122'

Ventajas de los espejos mágicos

El 23 de enero de 2008, cuando nos despertamos con la noticia de la muerte del actor Heath Ledger, comenzamos a tener sólidos motivos para temer que la carrera como director de Terry Gilliam se hallara presa de una maldición. Ledger murió en mitad del rodaje de “El imaginario del Doctor Parnassus”, en lo que suponía el mayor desastre en una carrera plagada de ellos. “Las aventuras del Barón Munchausen” (“The adventures of Baron Munchausen”, 1989) y su frustrado proyecto sobre Don Quijote forman parte del libro negro de la producción cinematográfica por diferentes motivos. (El documental “Lost in La Mancha”, (Id, Keith Fulton, Louis Pepe, 2002) narra el naufragio de éste último proyecto, y ha sido utilizado como material didáctico en alguna escuela de cine, para mostrar lo que no se debe hacer en una producción cinematográfica) Y ahora, su último proyecto afrontaba una más que segura cancelación.

¿Era el fin de Terry Gilliam? Un año después, presentó el film terminado en el festival de Cannes, con la participación de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell en las escenas que le faltaban por rodar a Ledger (Ventajas de tener un espejo mágico en el guión, asegura Gilliam) Como si hubiese realizado un pacto con el diablo (o con la compañía aseguradora), el veterano director sobrevivía al mayor desastre que puede sufrir una película: la muerte del actor protagonista en pleno rodaje. Es inevitable que eso de cierto morbo a la película, pero además se trata de una cinta en la que se habla constantemente de la muerte y de la inmortalidad, de la capacidad que tiene la imaginación de hacer sobrevivir a las personas tras su muerte física. Es una summa de todas las obsesiones del director, una especie de compendio de todos los trucos que puede sacarse de su chistera, y, tal como han ido las cosas, nos preguntamos si ha ganado de una vez por todas la apuesta con el diablo, el destino o lo que sea que haya decidido apostar.

Gilliam ha cultivado durante años una imagen de genio maldito basada en la mala suerte de sus proyectos. Su mala suerte está bastante acreditada, desde luego, pero su falta de éxito y de oportunidades para llevar a cabo sus proyectos tiene sus raíces en las propias características de su cine. Gilliam pretende usar el cine como herramienta para crear mundos imaginarios, y eso es, por supuesto, muy caro. Por otra parte, la imaginación de Gilliam es principalmente plástica, lo que hace que descuide bastante la narrativa. Sus películas son caprichosamente episódicas, y el motor que une los diferentes episodios suele ser tan débil como una apuesta con el diablo, como es el caso de “Parnassus” Las tramas más o menos humanas suelen ser flojas, y en sus películas suele importar más la caracterización que la interpretación de los actores.

Feriantes de la vieja escuela
En resumen: Terry Gilliam no es un director que pueda financiar fácilmente sus películas: la falta de presupuesto ha mermado la calidad de la mayor parte de sus propuestas, y es que a pesar de tener un público fiel, nunca ha hecho un cine verdaderamente popular, lo que se espera de quien practica el género fantástico. Es por ello que es inevitable ver la figura del anciano Doctor Parnassus (Christopher Plummer) como un reflejo del propio director. Al principio de la película, la troupe de Parnassus aparca su desvencijado carromato en pleno centro de Londres, frente a una moderna discoteca. El viejo aparece dormido en una especie de trance (lo más probable es que esté borracho), mientras el resto de comediantes intenta poner en pie una actuación. La anacrónica presencia de un carromato de titiriteros ambulantes salidos del pleno siglo XIX llama la atención de los juerguistas borrachos que salen de la discoteca, provocando una trifulca. Durante la pelea, sabremos que entre el cochambroso atrezzo del show se halla un espejo mágico, un artefacto que tiene la capacidad de crear mundos a partir de la imaginación de quien se adentre en él.

A partir de ahí, los que conozcan algo la filmografía de Gilliam se esperarán lo que sigue: una sucesión de viajes a través del espejo en los cuales el director nos mostrará diferentes facetas de su fantasía, unidos a través de una tenue trama que implica al personaje de Ledger, un advenedizo al show que no tardará en mostrar más de una cara (literalmente). El motor de la trama es, como ya hemos dicho, una apuesta con el diablo, según la cual el Dr Parnassus tendrá que entregarle a éste su adorable hija Valentina (Lily Cole) cuando ésta cumpla dieciséis años. Es el precio de la inmortalidad, que el buen doctor sufre desde hace ya más de mil años. Por supuesto, quedan pocos días para el decimosexto cumpleaños de Valentina, y Mr Nick, que es cómo se llama aquí al diablo, aparece con antelación, dispuesto a cobrarse la deuda. La caracterización que hace de este personaje el músico y ocasional actor Tom Waits es una de las grandes bazas de esta película, por cierto.

El imaginario de Mr Gilliam
Si fueron bastantes los que vieron al propio Terry Gilliam como un Don Quijote luchando contra molinos de viento en su frustrado proyecto sobre el personaje de Cervantes, (que, por cierto, según parece, retomará el año que viene), es inevitable ver aquí la figura del norteamericano establecido en Inglaterra en el mismo Dr Parnassus: un viejo cómico que pasea su espectáculo pasado de moda y asume con cada vez menos estupefacción el desinterés del público, porque no tiene ni idea de qué hacer para atraer a los espectadores actuales. Pero como a todo viejo feriante que se precie, Parnassus (y Gilliam) no tendrán más opción que repetir sus viejos trucos hasta que les quede algo de aliento, lo que al menos en el caso del personaje de Christopher Plumier es bastante problemático, ya que es inmortal.

Es por ello que “El imaginario del Doctor Parnassus” se nos aparece como una auténtica poética Gilliana: una obra en la que su autor nos muestra todas sus armas creativas a la vez que reflexiona en voz alta sobre el papel de la fantasía en el mundo de hoy. Para Gilliam, el mundo actual está perdiendo la capacidad de fantasear, de crear mitos y leyendas, y eso es bastante problemático, porque esas historias nos ayudan a estructurar nuestra experiencia, y por tanto nos ayudan a encontrar sentido a la vida. Según Gilliam, sería preferible que los niños crearan sus propios personajes en vez de disfrazarse de Batman o Spiderman en Halloween; quizá por esas mismas razones, Gilliam nunca ha decidido aplicar su talento a ninguna franquicia de Hollywood, sino que ha intentado abrirse paso con sus propias fantasías, un camino más duro y que le ha condenado a trabajar en los márgenes de la industria cinematográfica.

La recepción de una película tan especial como esta seguirá sin duda la línea del resto de las obras del director. Habrá quienes consideren demasiado larga la sucesión de mundos fantásticos elaborados por Gilliam, especialmente al estar unidos por una trama tan tenue. Habrá otros que le reprochen la calidad de los efectos digitales, aunque, quién sabe, puede que dentro de unas décadas las actuales imágenes creadas por ordenador pasen a formar parte de la tramoya de la cultura popular, y sean vistas con nostalgia. Para otros, la fantasía del director resultará excesiva, desbocada y recargada, y no dejarán de tener razón, al fin y al cabo estamos seguros de que muchos de los elementos de la imaginería del norteamericano sólo tendrían sentido si fuéramos capaces de meternos en su cabeza. Se le puede reprochar todo esto, como siempre, pero no se debe dejar de lado que “El imaginario del Doctor Parnassus” es una propuesta honesta que contiene una interesante reflexión sobre el acto de crear.