sábado, 1 de febrero de 2014

El lobo de Wall Street

T.O: THE WOLF OF WALL STREET
DIR: MARTIN SCORSESE
INT: LEONARDO DICAPRIO, JONAH HILL
EEUU, 2013, 179'





 El lobo de Wall Street se propone desde el principio para ser considerada la película más divertida de la historia. Está protagonizada por un gilipollas con bastante talento para la verborrea que logró estafar durante unos cuantos años a quien se le pusiera por delante, principalmente vendiendo a precio de oro acciones que no valían un centavo. La cháchara malhablada con la que se expresa es bastante ingeniosa, hay que reconocerlo. Y se gasta las toneladas de dinero que pasan por su cuenta corriente en drogas y putas, además de otras actividades recreativas como lanzamiento de enanos o chimpancés patinadores, todo muy desenfadado. Su narración está llena de momentos que te dejan la mandíbula en el suelo: verle esnifar cocaína del culo de una puta, algo que ocurre en el minuto tres, es simplemente un aperitivo, el preámbulo de la gran orgía americana. Hay varios abundantes ejemplo de conducción temeraria, masturbaciones en público, modos no usuales  de emplear velas de cera…Mejor, de todas formas, que no adelantemos demasiadas sorpresas. Es cierto que durante algunos momentos de su metraje (y no hay que olvidar que esta película dura tres horas) la acumulación de estímulos tiende a saturar, y nuestra capacidad de sorpresa comienza a desarrollar cierta tolerancia hacia las muestras de desvergüenza Premium. Pero estos chicos son auténticos profesionales, y en cuanto nos estamos cansando de ellos nos vuelven a sorprender con algún que otro hito en la decadencia de la cultura occidental. Eso sí, no hay que buscar motivos profundos en esas acciones. Son solamente un grupo de imbéciles que casualmente se han encontrado con el viento a favor de la cultura dominante.


  Aunque esta nueva película se ha comparado con anteriores clásicos de Scorsese ambientados en el mundo de la delincuencia organizada, como Uno de los nuestros o Casino, el enfoque no es el del drama criminal, sino el de la sátira rabiosa. No hay épica en estas acciones, acaso de vez en cuando una pizca de drama. No hay ni rastro de tragedia, ni de patetismo. No hay honor entre ladrones, ni siquiera la versión violenta  y brutal de la justicia del hampa. Cualquier cosa es válida con tal de conseguir más dinero. Max Weber está ahora mismo retorciéndose en su tumba: la relación entre el capitalismo y la ética protestante se ha ido por el desagüe, con los restos de algún quaalude flotando en el remolino. Glu, glu. Sigmund Freud se retuerce los pelos de la barba, el id se ha deshecho por fin del ego y del superego y campa a sus anchas sobre la moqueta de las oficinas del distrito financiero, convirtiéndose en un gobierno en la sombra. Y Jordan Belfort, el diabólicamente seductor amo de Wall Street es nuestro embajador en este submundo, y se dirige a nosotros como si no pudiéramos evitar convertirnos en uno de sus colegas de juerga, muertos de envidia por sus trajes, su yate, su mujer. 



    El guionista es Terence Winter,  un veterano escritor televisivo responsable de unos cuantos capítulos de Los Soprano y de la serie Boardwalk Empire, cuyo piloto dirigió Scorsese.  Su guión se basa se basa en las memorias del mismo título firmadas por Jordan Belfort cuando, después de pasar 22 meses en la cárcel, decidió reformarse y convertirse en orador motivacional. El libro se convirtió en un bestseller por el descaro con que narra los excesos del mundo de las finanzas, pero ¿Qué hay realmente de cierto en todo este carrusel de excentricidades? Winter y Scorsese no parecen fiarse demasiado de su personaje: la película está contada por uno de los narradores más dudosos del cine reciente, un mentiroso profesional de notable habilidad que en algunos momentos da incluso muestras de lograr engañarse a sí mismo. Sea como fuera, lo que menos se han creído los cineastas del libro de Belfort es la narrativa de caída y redención que proponen las memorias. El libro de Belfort comienza declarando que su objetivo al escribirlo tiene que ver con el momento en que tenga que explicarles a sus hijos los hechos que le han llevado a prisión. Ese afán de reforma ha desaparecido de la versión cinematográfica. En la película, no hay ni asomo de conciencia. No hay auge y caída, no hay una historia de redención.

Leonardo DiCaprio explora nuevos registros en esta película.

 Los personajes que pululan por las mansiones y los rascacielos de El lobo de Wall Street  se mueven en un estado casi permanente de intoxicación,  y cuando Belfort asegura que para él la droga mas poderosa es el dinero, no está haciendo simplemente  un juego de palabras.  Para estos personajes, la acumulación de dinero es una compulsión  irresistible y, como es característico del cine de Martin Scorsese, la película utiliza todos los recursos disponibles para lograr una inmersión del espectador en la experiencia de manera visceral. El montaje pierde la continuidad para comunicar la desorientación de unos personajes permanentemente alterados. La cámara se mueve explorando los escenarios, acercándose a los detalles u observando el territorio desde la altura, la imagen se detiene o se acelera en busca de convertir la película en la experiencia de un mundo distorsionado. La banda sonora es una sucesión casi continua de canciones (pop, rock, blues, etc) en la que la selección de temas es tan potente que dan ganas de cerrar los ojos y disfrutar de ella como si fuera una sesión de Dj.  Funciona de tal manera funciona de tal manera a la hora de definir la atmosfera de la película que uno se olvida del hecho de que la música pertenece más a la generación del director que a la de los personajes: no olvidemos que Scorsese tiene ya 71 años. 

 El bombardeo sensorial es la manera que tiene el directo para narrar la historia de unos personajes que no evolucionan nada en toda la película, y cuya falta de profundidad dramática es precisamente su gran drama. Su finalidad no es tanto aportarnos un punto de vista subjetivo como  hacer una recreación audiovisual del ecosistema social y emocional en el que se mueven los protagonistas. La interpretación de Leonardo DiCaprio como Belfort es esencial en este planteamiento y resulta una de las más  memorables de su carrera. El actor pone en juego todo su carisma y aura estelar para conjurar la  imagen de un diabólico estafador cuya principal arma era su capacidad de seducción. DiCaprio retuerce su sonrisa de manera sibilina y se dirige a nosotros como sino pudiéramos evitar ser sus complices, envidiando su dinero, su carisma, su mujer.  Hay que reconocer que es difícil resistirse a su embrujo. Junto a Jonah Hill, componen una clásica pareja cómica, en la que Hill adopta el papel de bufón repulsivo, alguien a quien apetece dar de bofetadas aproximadamente cada cinco minutos.  


Matthew McConaughey tiene una memorable intervención de cinco minutos
A pesar de las apariencias, el mundo que describe El lobo de Walll Street no es un mundo desprovisto de ética, sino un mundo en el que la ética redefine su objeto. De hecho los personajes se comportan de una manera casi puritana, si por ello entendemos el hecho de que reduzcan sus sensaciones  a las producidas por el consumo compulsivo de sexo y drogas. Su comportamiento, desde la distancia en que lo observamos, no parece tanto una manifestación de hedonismo como una disciplina estricta. Las recomendaciones que recibe el novato Belfort cuando entra en Wall Street por arte de su nuevo jefe Hannah (masturbarse dos veces al día, un Martini cada cinco minutos, cocaína, cocaína y cocaína) no se  le ofrecen como una recomendación, sino como una prescripción. Sin alterar sus percepciones, aunque sea simplemente por excesos de testosterona o adrenalina, estos personajes se sienten perdidos, sus acciones dejan de tener sentido. Quizá por ello los momentos en los que los personajes se encuentran sobrios son los menos interesantes de la película: sin recurrir a estímulos externos carece de personalidad, y ni siquiera son capaces de reconocerse a si mismos.