lunes, 23 de septiembre de 2013

Cortometraje: Night Mayor (2009), de Guy Maddin (14')

En 2009, para celebrar su setenta aniversario, el National Film Board de Canadá encargó un cortometraje conmemorativo a uno de los directores canadienses más idiosincráticos: Guy Maddin. “Tuve que decir que si, aunque no tenía la intención de hacer un cortometraje en ese momento. Pero me sentía tremendamente honrado, porque el NFB es una institución tan importante, tan venerable, tan vieja. Tuve que recuperarme de la impresión y decir que si”. El National Fim Board de Canadá es una agencia del gobierno que se dedica a la producción audiovisual, financiando principalmente documentales y animación experimental. “La primera idea que tuve fue la de un recién llegado a Canadá, que intenta que los canadienses entiendan quienes son. Sabía que tenía que intentar algo así. Era como un eco de lo que es el NFB.” Night Mayor está protagonizada por Nihat Ademi, un inmigrante bosnio que inventa el Telemelodium, una especie de televisión natural, orgánica. El Telemelodium captura imágenes producidas por la aurora borealis y las transmite mediante las líneas telefónicas a todo Canadá. Pronto, las imágenes comenzaran a tener vida propia, a unirse entre ellas, creando nuevas imágenes que quedarán fuera del control de Ademi y de sus hijos.

Maddin ha desarrollado a lo largo de tres décadas un estilo inconfundible basado en la reelaboración de viejos códigos cinematográficos en estilizadas fantasías en blanco y negro que se desarrollan en unos extravagantes decorados de estudio. Su cine toma prestado elementos del cine expresionista alemán, del montaje soviético o de las coreografías de los musicales de los años treinta, pero no se trata de un ejercicio de reconstrucción mimética, sino más bien de recorrer caminos alternativos, senderos  olvidados: las películas de Maddin nos dan la sensación de estar viendo la forma que podría haber tenido el arte más popular del siglo XX si solamente su evolución estilística y tecnológica hubiera sido ligeramente diferente. En su anterior película, My Winnipeg, su estilo adoptó una evolución necesaria: se trataba de un documental de fantasía sobre la relación del cineasta con su ciudad, en la que la realidad, la imaginación, la historia y los sueños se mezclaban de manera poética y sorprendente. Ahora, parece querer aprovechar parte de los hallazgo de esa trabajo para darle un toque documental a este nuevo proyecto, utilizando por primera vez en su carrera la improvisación. 




 
“Dado que tradicionalmente el NFB se asocia con el cine documental, pensé que sería correcto si desarrollara una idea para un personaje o para una situación, y entonces les encargara a los intérpretes que lo desarrollaran. Aparecí en el set, como un documentalista, y les hacía permanecer interpretando todo el rato. Mi diseñador de producción les decía a los actores cómo funcionaba la maquinaria, y que hacer con ella, yo solamente los filmaba de la manera en que un director de documentales les filmaría.(…) teníamos a Nihad Ademi, que realmente existe, es un amigo mío, un inmigrante bosnio que ha pasado por  muchas de las cosas de las que habla en la pequeña narración. (…) yo simplemente le decía quien era: ‘Ademi’, le decía, ‘Has inventado esta máquina y el diseñador de producción Ricardo te va a contar sobre ella. De hecho, Ricardo va a estar caracterizado, y te va a susurrar al oído de vez en cuando cosas que hace, y nosotros simplemente vamos a hacer un documental sobre ti y tus hijos’”


El resultado, típico de Maddin, es una fantasmagoría inclasificable que crea nuevas posibilidades para el lenguaje cinematográfico. Se desarrolla en esa extraño pasado que nunca pudo existir, un tiempo cubierto por una espesa neblina tras la que se sugiere la presencia de una leyenda tomando forma. “Soy amnésico. Trato de usar la amnesia como si fuera mi amiga. Sabía desde el día uno que nunca iba a llegar a ser técnicamente tan hábil en el sentido Hollywoodiense del término. Sabía que no podía permitirme gastar todas mis energías en la continuidad. Así que mejor lo envolvía todo en una gran neblina de olvido, porque necesitas tener memoria para detectar los errores de continuidad. Creí que sería mucho mejor si todo el mundo estuviera en un estado de remembranza semidelirante. He intentado cubrirlo todo con una densa capa de olvido.”



miércoles, 18 de septiembre de 2013

The Act Of Killing

T.O: THE ACTO OF KILLING
DIR: JOSHUA OPPENHEIMER
CO-DIR: CHRISTINE CYNN, ANÓNIMO
DOCUMENTAL. INTERVIENEN: ANWAR CONGO, HERMAN KOTO, ADI ZUKALDRI
DINAMARCA, 2012, 115' (CORTE DEL DIRECTOR: 159') 

En 1965, el ejército se hizo con el poder en Indonesia, desatando una oleada de represión violenta dirigida a cualquier persona a la que los militares considerasen como perteneciente a la oposición (comunistas, campesinos, obreros, miembros de la minoría étnica china). En un año se terminó con la vida de entre quinientas mil y un millón de personas. Se trataba de destruir la influencia del PKI, el Partido Comunista de Indonesia: era el partido comunista más poderoso fuera de los países del bloque soviético y China. La maniobra era un movimiento más del tablero de la guerra fría; hoy día hay suficientes documentos desclasificados para afirmar sin ningún género de dudas que el golpe estuvo promovido por el gobierno de Estados Unidos. En la represión participaron diversos grupos militares y religiosos; sin embargo, en el norte de Sumatra, el ejército dejó la tarea de llevar a cabo las matanzas en manos de grupos de gánsteres y de una organización paramilitar llamada Juventud Pancasila. Hoy día, esas personas ocupan puestos de poder en el gobierno y son celebrados como héroes nacionales sin que en todo este tiempo hayan dejado de fanfarronear sobre la brutalidad de sus actos. 

Joshua Oppenheimer: “En febrero de 2004, filmé al antiguo líder de un escuadrón de la muerte demostrando cómo, en menos de tres meses, él y sus colegas asesinos habían masacrado a diez mil supuestos ‘comunistas’ en un solo llano junto a un río en el norte de Sumatra. Cuando terminó con su explicación, pidió a  mi técnico de sonido que nos hiciera unas fotos juntos al lado del río. Su sonrisa era amplia, tenía un pulgar levantado en una foto, un signo de la victoria en otra.

Dos meses después, otras fotos, esta vez de soldados americanos sonriendo y alzando los pulgares mientras torturaban y humillaban prisioneros iraquíes, aparecieron en las noticias. (Errol Morris reveló más tarde que esas fotografías eran más complejas de lo que parecían a simple vista) Lo más perturbador de esas imágenes no es la violencia que documentan, sino lo que nos sugieren sobre cómo sus participantes quieren, en ese momento, ser vistos. Y cómo pensaban, en ese momento, que querrían recordarse a ellos mismos. Más aún, posar, interpretar, actuar, parece ser parte de los procedimientos de la humillación.

Estas fotografías desvelan no tanto una situación de abusos, sino más bien evidencia forense de la imaginación involucrada en la persecución. Y estaban muy presentes en mi mente cuando, un año después, conocí a Anwar Congo y los otros líderes del movimiento paramilitar Juventud Pancasila de Indonesia”


Oppenheimer
nos lleva a Medan, una ciudad de unos cuatro millones de habitantes en Sumatra del Norte, donde la celebración oficial de los asesinos es un asunto bastante cotidiano. Asistimos a los actos públicos de la Juventud Pancasila, sus miembros enfundados en el llamativo uniforme militar naranja. Conocemos a Ibrahim Sinik, editor de uno de los periódicos de mayor tirada del país, quien reconoce sin ningún género de ambigüedad que su ‘trabajo’ consistía en crear acusaciones falsas contra los ‘comunistas’ para justificar la violencia. Todo el mundo menciona cierta curiosidad etimológica: la palabra indonesia para gangster, preman, proviene del inglés free man, hombre libre. Conocemos a los gánsteres, y pronto se destacan tres figuras, la más importante de las cuales quizá sea la de Anwar Congo. Descrito por Errol Morris, productor ejecutivo del documental, como “alto, delgado y cadavérico, escondido detrás de gafas oscuras, con una provisión de chaquetas de amplias solapas: verde lima, amarillo canario. Congo parece estar continuamente en exhibición, como si quisiera impresionar sin que se sepa a qué o a quién.” Herman Koto es una figura voluminosa que juega el papel de bufón, y que resulta estremecedoramente cómico por el tono casual y despreocupado con el que se toma sus prácticas de extorsión y sus intentos de corrupción política. La tercera figura es Adi Zulkadri, un tipo tranquilo, de aspecto respetablemente insignificante que se acaba revelando como una especie de filósofo del asesinato de masas. Como gánsteres, se dedicaban a vender entradas para películas americanas en cines clandestinos, el cine formó parte de su imaginación desde el principio. Como cuenta Anwar Congo: “ Si habíamos visto una película alegre, como una película de Elvis, salíamos caminando del cine con una sonrisa, bailábamos al ritmo de la música. Con las manos y los pies aún moviéndose, aún con la impresión de la película. Si pasaban chicas, silbábamos. Estábamos emocionados, no nos importaba lo que pensase la gente. Esta era la oficina paramilitar, donde siempre mataba a la gente. Miraba a la persona a la que interrogaba…no era sádico…le ofrecía un cigarrillo…era como si estuviésemos matando felices”



                               Anwar Congo, un asesino feliz

“Con esto, vi una oportunidad: si los perpetradores de Sumatra del Norte tuvieran la oportunidad de dramatizar sus recuerdos de genocidio de la forma que deseasen, probablemente buscarían glorificarlo más aún, transformarlo en una “bonita película familiar”, (como lo explica Anwar) cuyo uso caleidoscópico de los géneros reflejará sus emociones múltiples y en conflicto sobre su “glorioso pasado”. Yo preveía que el resultado de este proceso serviría para desenmascarar, incluso para los propios indonesios, la manera en que la impunidad y la falta de resolución continúa en el país.

Más aún, Anwar y sus amigos habían ayudado a construir un régimen que aterrorizaba a sus víctimas tratándoles como héroes, y me di cuenta de que el proceso de rodaje ayudaría a responder muchas preguntas sobre la naturaleza de esa clase de régimen. Preguntas que parecen secundarias respecto a lo que hicieron, pero que en el fondo resultan inseparables de ello. Por ejemplo, ¿Cómo piensan Anwar y sus amigos que les ve realmente la gente? ¿Cómo se ven a sí mismos?  El método de rodaje de The Act of Killing fue pensado para responder a esas preguntas. Se puede considerar como una técnica de investigación, refinada para ayudarnos a entender no solamente lo que vemos sino también cómo lo vemos, y cómo lo imaginamos. Esas son cuestiones de importancia crítica para entender los procesos imaginativos por los cuales los seres humanos persiguen a otros seres humanos y como construimos (y vivimos) en sociedades fundadas en la violencia sistémica y perdurable” 


Adi Zukaldri y Anwar Congo, durante una sesión de maquillaje

De pronto estamos en mitad del rodaje de su película. Aparecen cámaras, focos, decorados. El maquillaje y el vestuario son profesionales. ¿Quién escribe las escenas? ¿Quién transforma la mitología personal de estos viejos asesinos en un espectáculo cinematográfico profesional? ¿Están trabajando con un guión completo y unitario o se trata más bien de una recreación de momentos aislados? The Act of Killing no nos los cuenta: la película que se está creando aparece más allá de nuestra imaginación, como un ente fantasmal. Al tono surrealista de todo el artefacto contribuye la aparente despreocupación con la que estos cineastas amateurs manejan aspectos como el espacio y el tiempo de la narración. Recrean una tortura como si fuese parte de un viejo film de gangsters, con  sombreros  fedora, trajes marrones y claroscuro. Aparecen coloridas escenas musicales en las que un grupo de jóvenes bailarinas ejecuta alegres coreografías. Herman Koto aparece a menudo caracterizado de mujer, con generosas cantidades de maquillaje. En un momento clave, Anwar Congo pasa de interpretar el papel de torturador para ponerse en el papel de una de sus víctimas. Todo esto puede resultar algo confuso, pero Oppenheimer no está demasiado interesado en su estilo narrativo ni en su concepto del espectáculo cinematográfico. Su interés se centra en la evolución de sus protagonistas al reconstruir mediante la imaginación sus actos criminales. Parte del proceso consiste en hacerles evaluar las imágenes que ellos mismos han creado, una experiencia que resultará perturbadora, al menos para Anwar Congo


Anwar Congo y Herman Koto, durante una pausa de su rodaje
Lo que les ocurre a este voluntarioso grupo de cineastas es que se encuentran, de repente, con ese ángulo ciego de la racionalidad humana que es la posibilidad de que el mal quede sin castigo. ¿Cómo construir así un drama épico, si todo se reduce a una serie de actos aislados e inconsecuentes? Nadie lo explica mejor que Adi Zulkadri. Si matar es el acto éticamente condenable por definición, es mejor que presenten una poderosas razones dramáticas que lo justifiquen: es decir, necesitan arrogarse la tarea de los constructores de mitologías y los creadores de sistemas éticos. Para Zulkadri no hay ningún problema en ello, es algo lo bastante normal a lo largo de la historia para darle demasiada importancia. Es un hombre que vive una vejez tranquila, disfrutando con sus nietos de las comodidades de la vida moderna,  como corresponde a un jubilado de medios desahogados. En cambio, Anwar Congo confiesa tener ciertos problemas con sus recuerdos. Duerme mal por las noches, y a veces los fantasmas de las personas a las que asesinó se le aparecen en sueños.  Si Zulkadri se retira discretamente a un segundo plano como hombre sin conflictos, Congo se hace cada vez más presente, como si necesitase dramatizar un ajuste de cuentas con el pasado. 


                       Adi Zulkadri discute la filosofía de la película

Anwar Congo recibe una medalla de una de sus víctimasen el desenlace  de su filme: "Por ejecutarme y enviarme al cielo..."
 ¿Y cual es el papel de Joshua Oppenheimer en todo esto? Su presencia, aunque invisible, se hace notar: los participantes se dirigen a él una y otra vez, y su voz se escucha en más de una ocasión. Nacido en Texas en 1974, residente en Londres desde su infancia, educado en Harvard, Oppenheimer es Senior Researcher en el Consejo de Investigación de las Artes y Humanidades del Reino Unido sobre género y genocidio; según su página web, se ha pasado más de una década "trabajando con milicias, escuadrones de la muerte y sus víctimas para explorar la relación entre la violencia política y la imaginación pública". Como cineasta, Oppenheimer parece verse afectado por la misma fascinación por el espectáculo que los sujetos de su obra: hay algunas objeciones formales a la manera en que el director construye la película, como si buscara potenciar el impacto dramático. Una y otra vez corta las secuencias cuando alguien dice algo particularmente aberrante, una técnica sensacionalista absolutamente inadecuada en este caso. El interés de The Act of Killig no está  en la forma, sino en el enfoque: la ausencia de contexto histórico y cultural deja claro que la intención del director es examinar la condición humana en las situaciones en que los hombres perpetran actos de extrema violencia, recurriendo a los trabajos de la  imaginación que justifican o exaltan esa violencia. Pero una película que nos enseña a desconfiar de la manera en que se construyen las historias debería ser consciente de que vamos a desconfiar de la manera en que construye su propia historia. ¿Es posible que Oppenheimer, tras convivir varios años con sus personajes, haya podido desplazar algo de la empatía que le han terminado provocando en la narración de su filme?


En su declaración de intenciones, el director afirma que “ Ver las escenas hacía que Anwar estuviera más interesado en el trabajo, que es cómo me di cuenta, gradualmente, de que estaba en un viaje paralelo y más personal a través del proceso cinematográfico, uno en el que buscaba asimilar el significado de lo que había hecho. En ese sentido, también, Anwar es el personaje más valiente y más honesto en The Act of Killing. Puede que no le guste el resultado, pero he intentado honrar su coraje y su valentía presentándolo de la manera más honesta, y con la mayor compasión que podía, al mismo tiempo que  señalaba los actos innombrables que había cometido” Pero el viaje de Anwar, tal y como lo presenta la película, deja con dudas a uno de sus productores ejecutivos, el prestigioso documentalista Errol Morris. Dudas que se refieren a la naturaleza de la interpretación y su relación con el comportamiento humano real. Morris se lo expuso a Oppenheimer:


Morris:
Si, ¿Se trata de una interpretación para él o para nosotros? ¿O se trata de algo real? ¡Hay alguna manera de saberlo?

Oppenheimer: Es las dos cosas. En el sentido de que un actor puede encontrar una emoción verdadera mediante la interpretación, o nosotros podemos sentirnos tristes eligiendo un recuerdo y hablando de él de una manera que nos haga sentir tristes. Se trata de las dos cosas. Es ciertamente consciente de la presencia de la cámara y está pensando en ello. Al mismo tiempo, está actuando de una manera que permite que el pasado le golpee de una manera inesperada en ese momento.

Morris: Simplemente, yo no lo sé.

Oppenheimer:
¿En serio?

Morris:
Bueno, tú le conoces y yo no.  Todo lo que yo tengo es la película y lo que tú me estas diciendo. Pero al final, he terminado con una pregunta. Sé que la gente tiene un pasado, pero ¿Están negociando con ese pasado, o simplemente intentan reinventarlo o inventarlo por completo?Oppenheimer: Estas proponiendo una cuestión que da mucho miedo. Es algo tan perturbador que hubiera sido difícil para mi mantener mi relación con Anwar, si esa fuera una asunción con la que trabajase. Puede ser cierto. Si Anwar no tiene un pasado, y al mismo tiempo tiene esos ecos, esas reverberaciones, o heridas, de lo que ha hecho que no sabe reconocer, y el último momento es quizá otro momento de interpretación, si entonces desaparece en la noche y entonces quedamos solos en esa tienda de bolsos vacía,  y no hay conexión con el pasado en esa terraza, entonces es demasiado terrible para mi completar lo que el conjunto de la película está diciendo. Es un pensamiento perturbador. 




Una película que deja abiertas muchas preguntas, algunas de las cuales no estaban previstas ni siquiera por su director.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Videoclip: Reflektor, de Arcade Fire, dirigido por Anton Corbijn

Arcade Fire han ascendido de las filas de la aristocracia indie al rango de la realeza del rock: si tienes alguna duda, échale un vistazo a los colaboradores de su último disco. Cuentan con la producción de James Murphy (LCD Soundsystem), la participación del mismísimo David Bowie haciendo coros en el primer sencillo y un videoclip para ese mismo tema, llamado Reflektor, dirigido por el veterano Anton Corbijn.

Corbijn, como fotógrafo y director de clips, es responsable de establecer las imágenes más icónicas de algunas de las bandas más famosas (Joy División, U2 y Depeche Mode, entre otros) y en los últimos años ha comenzado una carrera como director de largometrajes que incluye títulos como Control (2007), el biopic de Ian Curtis uno de los pocos ejemplos estimables de la reciente moda de la biografía musical; y El americano (2010), un thriller existencial  con George Clooney. Ahora presta la austeridad de su blanco y negro a la banda canadiense, en un giro de su imagen hacia terrenos más oscuros que acompaña su evolución musical


Win Butler canta sobre prismas de luz, sobre oscuridad blanca, sobre la era de los reflejos. Régine Chassagne le secunda en francés, menciona la noche y la aurora. El video de Corbijn acompaña de manera extrañamente literal las palabras de la canción, al mismo tiempo es una pieza bastante clásica del género, con su expresividad basada en el surrealismo pop, en los oscuros significados emocionales de sus imágenes. El matrimonio de cantantes conduce un camión en un viaje nocturno y desconcertante, la banda recicla las máscaras de papel mache que ya habían utilizado en el video de The Suburbs y, en honor del título, aparecen diversas superficies reflectantes, como bolas de discoteca y un hombre con el cuerpo cubierto de espejos de plástico.


Los próximos meses estarán muy ocupados tanto para los miembros de Arcade Fire como para el realizador holandés. La banda desvelara próximamente la banda sonora de Her, la próxima y esperada cinta de Spike Jonze (recordemos que anteriormente habían compuesto la música de The Box, una cinta de Richard Kelly que paso sin pena ni gloria en 2009); mientras que Corbijn estrenará A Most Wanted Man, su tercera película. Se trata de la adaptación de una novela de John Le Carré con Philip Seymour Hoffman, Rachel McAdams y Daniel Brhül en el reparto.


sábado, 7 de septiembre de 2013

Mud


T.O: MUD
DIR: JEFF NICHOLS
INT: TYE SHERIDAN, MATTHEW McCONAUGHEY, REESE WHITERSPOON, SAM SHEPARD
EEUU, 2012, 135'



Para cualquier chico que se encuentre en esa edad incierta entre la infancia y la adolescencia, nada puede resultar más fascinante que conocer a alguna de esas figuras paternas alternativas, algún ser marginal y vagamente peligroso que proporciona una educación sobre aspectos de la vida que la familia o el sistema educativo suelen cubrir con un manto de silencio. Desde que Robert Louis Stevenson publicase La isla del tesoro, este tipo de experiencia se ha convertido además en un arquetipo literario, una trama que se ha desarrollado una y otra vez en diferentes épocas y lugares. En Mud, la acción transcurre en Dewitt, un pequeño pueblo de Arkansas bañado por el Mississippi. Ellis (Tye Sheridan, el  joven protagonista de El árbol de la vida) tiene catorce años y vive en una vieja casa flotante a la orilla del rio. Sus padres se gritan o no se dirigen la palabra, dependiendo del momento: su madre planea dejar todo ello atrás, establecerse en un lugar más firme. Ellis se refugia en las aventuras que propicia el paisaje: explora con su amigo Neckbone (Jacob Lofland) la naturaleza que les rodea, un entorno propicio para liberar la imaginación. En una de sus expediciones se adentran en una isla que flota en medio del río y descubren una vieja barca en la copa de un árbol, arrastrada hasta allí por alguna inundación. Justo cuando han decidido tomar posesión del lugar, descubren que ya está habitado. Aparece Mud (Matthew McConaughey),  un fugitivo ermitaño con la piel quemada por el sol, sus botas tienen clavos en las suelas en forma de cruz y sus brazos llevan animales tatuados. Mud lleva una pistola bajo la camisa, tiene cierta capacidad para rodearse de misterio con sus palabras y cuenta una historia de amor y crimen para explicar las razones de su condición de fugitivo. Ellis queda fascinado por su presencia, quizá también porque se trata de un secreto, de algo prohibido: más tarde descubrirá que Mud está buscado por la policía, ha matado a una persona. A pesar de las dudas de su amigo Neckbone sobre el desconocido, Ellis se propone ayudarle a reencontrarse con Juniper, su amada (Reese Whiterspoon) y a facilitar la huida de la pareja.  

 




“La inspiración original surgió a partir de un reportaje fotográfico que encontré en la biblioteca pública de Little Rock, llamado El último río. Trataba de la gente que se ganaba la vida del rio en el sur de Arkansas y en Mississippi. Era una zona de mi estado de la que no era muy familiar, y quería descubrir más sobre ella, y crear una historia que se desarrollase allí. Uno de mis parientes tenía una casa flotante, y me llevó de viaje alrededor del Lower White River y los ríos Arkansas y Mississippi. Era un lugar mágico lleno de vida salvaje y águilas calvas. Eso selló mis intenciones de hacer algo que se desarrollase en esa zona.”
explica Jeff Nichols.  En Mud, el Mississippi adquiere una enorme presencia que sugiere dimensiones míticas, como si entre todos los materiales que arrastra el río (troncos, animales muertos o chatarra) se encontrasen las narraciones de Mark Twain o de otros escritores que han contribuido a la mitología de la zona: Faulkner, Flannery O’Connor, Raymond Carver, Larry Brown. La estética de la película viene determinada por el contraste entre los tonos ocres de las riberas del río y el verde frondoso de la isla que acoge a Mud, una isla de naturaleza tan vital y peligrosa como las serpientes boca de algodón que se retuercen en sus charcas. Nichols filma a sus personajes con movimientos sutiles de steadicam, como si el fluir del Mississippi fuese el ritmo al que se desarrollasen sus vidas: los movimientos de cámara nunca llaman la atención por sí mismos, se funden con el ritmo de los movimientos  del mundo que recorren.  


 

El Mississippi de Mud es un paisaje vivo, y  no solamente por su vegetación silvestre y más o menos frondosa o por los animales que se ocultan entre el barro. También por sus pobladores, que componen un atractivo reparto de personajes secundarios, figuras arrastradas por la marea como piezas de motores viejos o trozos madera podrida. Todos ellos sugieren alguna oscura historia a sus espaldas o quizá simplemente se  trate de una capacidad innata para embellecer sus experiencias al contarlas. Mud es descrito como un mentiroso fascinante más de una vez, pero para unos protagonistas dispuestos a dejarse atrapar por la fantasía eso no tiene tampoco nada de malo. El vecino de enfrente, Tom Blankenship (Sam Shepard), es un viejo taciturno que puede haber sido un asesino de la Cía, y que resulta ser una especie de padre adoptivo para Mud. Algo más tarde, aparecen vehículos con los cristales tintados de los que descienden sombríos matones texanos con aspecto de cowboys;  buscan a Mud contratados por el viejo King (Joe Don Baker) para vengar la muerte de su hijo. La sensación de peligro se acrecienta.  Hay escapadas en moto y barca, pequeños robos y planes secretos.  La posibilidad de la aventura está presente en cada recodo del río, y esa presencia es tanto un producto de la imaginación como una posibilidad real, porque la cinta observa su parte del mundo desde el punto de vista de unos muchachos de catorce años, para  los que casi cualquier aspecto de la vida se presenta como un descubrimiento lleno de misterio y cierto peligro.

  Nichols describe Mud como una película sobre el amor, de la misma manera que Take Shelter era una película sobre el miedo. El fracaso del matrimonio de sus padres hace que Ellis busque otros modelos sobre los que iniciar su educación sentimental. Por ello, la historia de Mud, su amor atormentado por Juniper, capaz de hacerle perder la cabeza hasta el punto de matar a un hombre, tiene inevitables sugerencias románticas. Todo ello se potencia cuando el propio Ellis comience a experimentar por primera vez el amor. Pero, a pesar de todo eso, el verdadero amor del que trata Mud es un amor entre hombres, concretamente el vínculo entre padres e hijos, sea una paternidad natural o fruto de otra clase de circunstancias. Es la relación de afecto silencioso entre Mud y Blankenship, la relación entre Neckbone y su tío Galen (Michael Shannon), la única persona que se ocupa de él y que proporciona un modelo de madurez para los niños. (Galen, un antiguo punk que aún rasguea la guitarra y que se gana la vida buscando perlas en el fondo fangoso del rio con una escafandra casera fabricada con restos de chatarra arrastrados río abajo, es un ejemplo del trazo narrativo con el que Nichols dota de personalidad a los secundarios: a pesar de aparecer sólo en un puñado de escenas, Galen tiene una personalidad notablemente definida) También la relación entre Ellis y su padre, Senior, probablemente el personaje más derrotado de la película, que se ve  incapaz de superar la desaparición de su forma de vida, pero que aún así se las arregla para transmitir afecto. Las mujeres, en cambio, aparecen como personajes volubles y caprichosos, a menudo crueles: Juniper, con sus largas piernas y sus pájaros tatuados en las manos, está tan dispuesta a huir con su amante  criminal como a apoyarse sobre el cuerpo de algún jugador de billar. May Pearl, la quinceañera de la que se enamora Ellis parece estar probando las posibilidades de su atractivo mientras juega con los sentimientos del muchacho. Es una visión ciertamente misógina para una película en la que su protagonista parece aprender que el único vínculo perdurable es el que se da entre hombres. 





lunes, 2 de septiembre de 2013

El llanero solitario

  



T.O: THE LONE RANGER
DIR: GORE VERBINSKI
INT: JOHNNY DEPP, ARMIE HAMMER
EEUU, 2013, 149'


Estamos ante  el espectáculo de tono más desconcertante de todo 2013: una farsa circense llena de personajes de dibujos animados en cuyo núcleo dramático se sitúa el exterminio de una raza; el origen de un héroe de los viejos tiempos, un héroe blanco de buenas intenciones y mejores modales entregado a la causa de la justicia. Una causa que, para cualquiera que sepa algo de historia (y la película no se molesta en disimular) no tenía ninguna esperanza de triunfar. Construida sobre el recuerdo de la saga Piratas del Caribe, El llanero solitario es el ejemplo de blockbuster más problemático que se recuerde: su material de origen, un serial radiofónico infantil perfectamente ingenuo hace sesenta años, ha adquirido con el paso de los años unas connotaciones completamente diferentes; su héroe se ha convertido en algo más que en un anacronismo: en una imposibilidad cultural.

Protagonizada por un jinete barbilampiño, impecable y enmascarado al que acompañaba en sus correrías por el viejo oeste un indio parco en palabras llamado Tonto, la serie comenzó a emitirse en radio hacia 1933 y pasó a la televisión en 1949: fue uno de los formatos pioneros de ambos medios. Presentaba una visión ingenua acerca de un oeste nítidamente dividido en buenos y malos, en el que la justicia y la civilización se abre paso, algo que  no era nada polémico en aquel entonces. Aún así, ya había gente que percibía algunas disonancias. En una célebre viñeta publicada en la revista Mad, el Ranger enmascarado y su fiel tonto se ven sorprendidos en una emboscada por los indios. “Estamos rodeados”, dice el llanero. “¿Estamos?”, contesta Tonto. Desde entonces, la posibilidad de que un indio adopte el papel de ingenuo ayudante subordinado al héroe blanco se ha convertido en algo mucho más complicado. 



Hay un verdadero abismo cultural entre estas dos imágenes


La fuente de esta película resulta tan pasada de moda para el espectador moderno que sus señas de identidad más identificativas están tratadas con ironía: todo el mundo le pregunta al héroe para qué demonios le sirve el antifaz, y en cuanto hace sus cabriolas con el caballo al grito de Hi-yo Silver, alguien le dice que, por favor, nunca vuelva a hacer algo tan ridículo. La estrategia del director Gore Verbinski, los guionistas Ted Elliott y Terry Rossio y el actor Johnny Depp es similar al tratamiento de la aventura marítima en la saga Piratas: una sucesión de pantomimas cómicas circenses que se apoyan en el detallado trazo caricaturesco de los personajes y en el juego icónico con los referentes más famosos de la época en que se desarrollan. En El llanero solitario, desarrollada en un Oeste cómico cuya referencia principal es Sergio Leone (especialmente Hasta que llegó su hora) nos encontramos con ferrocarriles en lugar de veleros, los tonos ocres de la arena en vez del azul del agua, rangers, cowboys, indios, putas de saloon y magnates del ferrocarril en vez de piratas, capitanes, lobos de mar y comodoros; todo ello extraído de diferentes vetas de la cultura popular y con el añadido de un chorro generoso de fantasía a la mezcla. Pero parece ser que en estos tiempos las aventuras de piratas en mares coloniales son un territorio propicio a la fantasía escapista, mientras que los justicieros solitarios del viejo oeste han adquirido implicaciones más oscuras respecto al empleo de la violencia en el ejercicio del poder o la justicia y a la manera en que el progreso tecnológico y el comercio se abren camino mediante la violencia.

El eje del desequilibrio que preside la película es la aparición de Johnny Depp como el fiel Tonto, un personaje con el que el actor explota su predilección por los personajes estrafalarios que descentran la narración: personajes teóricamente secundarios que reclaman más atención que los supuestos protagonistas, como el pirata Jack Sparrow. El escudero étnico del héroe blanco, un secundario habitual de las aventuras de antaño, ha desaparecido de los repartos desde hace unas décadas: ahora resulta demasiado evidente el racismo casual que reflejaban esas creaciones, presentando las relaciones entre blanco y no-blanco como una situación de servidumbre y subordinación establecida entre alegre camaradería. Por ello, el personaje de Depp es el que más transformaciones ha sufrido desde la fuente original. En El llanero solitario (2013), Tonto aparece con paso vacilante y el lenguaje arrastrado, por no hablar de la cara pintada y el pájaro muerto en la cabeza. Es excéntrico no porque sea indio, de hecho está alejado de su propia tribu. En otra película, un personaje así no necesitaría ninguna razón para existir, más allá de mostrar su propia idiosincrasia: aquí, los cineastas han sentido la necesidad de otorgarle una historia de origen, una historia que implica una masacre particularmente traumática. El contraste entre el origen trágico del personaje y su aparición en la película como héroe-payaso propenso a las acrobacias cómicas resulta desconcertante, y es una de las razones del enorme desequilibrio dramático de la película, un desequilibrio fundado en el hecho de que la comedia y la farsa esté asentada sobre la leyenda de un genocidio. 


Johnny Depp es Tonto
 Si Tonto es un personaje dramáticamente desconcertante, el héroe epónimo no se le queda atrás. La premisa básica de esta clase de justicieros enmascarados consiste en que las acciones individuales siempre están en concordia con el bien común,  sea en la distribución de la justicia o en los negocios, y que el progreso siempre nos mejora a todos. Pero en nuestros días la historia ya ha dictado sentencia, el exterminio de los nativos se ha consumado y las proezas del héroe interpretado por Armie Hammer se presentan desde el principio como exhibiciones vistosas pero fútiles. Los magnates del ferrocarril han extendido su trazado por todo el continente americano, los territorios indios han dejado de existir, y los viejos nativos se exhibirán en espectáculos ambulantes, etiquetados como “nobles salvajes”. La paz ha sido derrotada, la justicia es un ejercicio de poder. Si este mensaje parece hipócrita por provenir de una superproducción financiada por una multinacional del espectáculo, por lo menos se debe reconocer a los cineastas el mérito de haber encontrado los límites de su propio planteamiento. El llanero solitario es un carrusel frenético en el que el héroe aparece completamente desubicado, ejecutando cabriolas o soltando frases lapidarias que resultan divertidas aunque no tengan ningún efecto en el desarrollo real de los acontecimientos.

El hecho de que El llanero solitario sea un blockbuster  veraniego influye desde luego a la hora de considerar sus cualidades. Estos particulares productos de la industria del entretenimiento han estado últimamente bastante discutidos, sobre todo por la avalancha de estrenos que ha hecho coincidir en las carteleras  bastantes más de los que el público ha sido capaz de asumir. El blockbuster es una manifestación creativa imposible de comentar sin recurrir a las cifras, como si fueran un elemento del estilo: en este caso, el coste de la cinta y los resultados en taquilla la convierten en uno de esos fracasos extraordinariamente caros que a menudo ponen en ridículo a la industria de Hollywood. La ecuación que iguala fracaso en taquilla con fracaso creativo está convirtiéndose casi en un axioma, como si estas producciones solamente pudieran valorarse de manera cuantitativa. De trasfondo está la imposibilidad por parte de la crítica de entender estas películas, por lo menos sin recurrir a filiaciones emocionales propias de un fan. Se trata de  artefactos cuidadosamente estudiados, que buscan el consenso y evitan el conflicto, que resultan ruidosos y blandos;  extravagantes e insípidos; llenos de autobombo e intrascendentes. Delirios meticulosamente programados. A veces parecen más productos de marketing que películas, y hay más esfuerzo creativo en los elementos promocionales que la propia película. ¿Cómo juzgar estéticamente una producción así? ¿De qué manera se puede valorarla por en sus propios términos? Los elogios que la prensa especializada dedica ocasionalmente a uno de estos productos se dedican a cintas en las que los personajes emplean verborrea  pseudo-trascendente, conscientes de su simbolismo cultural, y los actores parecen actuar subidos en un pedestal, un poco al estilo de las viejas superproducciones de romanos, en las que todo el mundo se comportaba como si llevar una túnica fuese una coartada cultural suficiente Pero ¿cómo valorar la estética del espectáculo hiperbólico en sí mismo? 


 

Caso a estudiar: Gore Verbinski. Prueba número uno: Tiene estilo. Las películas de Verbinski son reconocibles por su manera de crear personajes caricaturescos gracias a finos trazos de caracterización y hallazgos de casting. Después los pone en movimiento a la manera de una pantomima circense llena de saltos, cabriolas y equilibrismos, el más difícil todavía. Verbinski es un artista expansivo: para él, más siempre es mejor. Más personajes, más figuración, más artefactos curiosos en el decorado; todo ello en constante movimiento, peleando por la atención del espectador en encuadres rebosantes de estímulos sensoriales. Posee, además, una imaginación peculiar y extraña que tiende a desbordarse: las criaturas cada vez más fantásticas de las secuelas de Piratas del Caribe, por ejemplo, o ese bizarro western animado que es Rango. Su creatividad está en la imagen, el color, el movimiento: la fluidez con al que combina el constante movimiento de los personajes, las figuras que emergen el fondo de la escena, los movimientos de grúa que recorren un decorado o el montaje más fragmentario de las escenas de acción. Los movimientos no son simple frenesí: sirven para caracterizar a los personajes, los trazos cómicos de sus personalidades configurados a través de la manera en que corren, caen, vuelan o son arrastrados por cualquier fuerza descontrolada. Es un  especialista del ritmo cómico, único sobre todo por su habilidad  a la hora de introducirlo en las escenas de acción más frenéticas. Su mayor logro, hasta ahora, ha sido Piratas del Caribe: La Maldición de la Perla Negra (2003), algo más que un gran éxito: una película que estableció de la nada un lucrativa franquicia de la que aún se esperan futuros rendimientos. Piratas del Caribe es, además, uno de los pocos ejemplos de superproducción que justifica el estatus del cine como gran espectáculo contemporáneo. Su ritmo, su mezcla de acción y humor, el carisma de una estrella tan peculiar como Depp,  los idiosincráticos diálogos fabricados por los guionistas Elliott & Rossio, eran los ingredientes de la receta perfecta, por lo menos en cuanto a espectáculo se refiere. Sucesivas entregas de la saga complicaron un poco las cosas, aunque sin que el espíritu se perdiera. Basta comparar la trilogía dirigida por Verbinski con el cuarto episodio con Rob Marshall al timón para comprobar que la peculiar alquimia con la que el director de El llanero solitario mezcla sus elementos no es algo demasiado fácil de imitar. 


Verbinki posee un humor verdaderamente extravagante.

Aunque la carrera del director se desenvolvió a partir de entonces entre productos de temporada de elevado coste, su personalidad se revelaba cada vez de manera más idiosincrática. Prueba de ello es Rango, en la que de manera coherente con su estética, opta por el cine de animación para presentar una galería de personajes estrafalarios en un mundo de western alucinado en el que, de manera más sorprendente, introdujo elementos de meta-narración que le añadían profundidad a la propuesta. En ese sentido, El llanero solitario representa un punto de no retorno, tanto para la carrera de su director como para la categoría del blockbuster en su conjunto. Es una película Disney en la que una prostituta con una pierna de marfil oculta en ella una escopeta con la que se ocupa de los clientes que pretenden marcharse sin pagar. Verbinski no trata de disimular las contradicciones del planteamiento, más aún, las abraza por completo. Otra de las referencias más visibles de la cinta es Pequeño gran hombre (1970), una película que aún despierta incomodidad por contar de manera humorística la desaparición de los nativos americanos. El llanero solitario lleva sus deslices de tono con orgullo, como si fueran cicatrices de guerra o arrugas fruto de una vida intensa. Porque los cineastas han puesto el núcleo dramático de la película en el mismo preciso lugar que hace imposible el Western como espectáculo de aventuras contemporáneo: en la evidencia de que se trata de la romanización de un genocidio. Ésta es una película que no disimila la futilidad de la aventura que narra, con una corriente subterránea de tristeza que muchas veces se impone al espectáculo, como también ocurría en la película protagonizada por Dustin Hoffman



 La fiebre actual de los grandes estudios por crear franquicias cinematográficas ha dado lugar a una tipología de película bastante reconocible: podíamos denominarla el origen del héroe. Estos espectáculos iniciáticos pretenden dejar listo al protagonista para sus (lucrativas) siguientes aventuras; tienen el efecto colateral de dejar a muchos de ellos completamente perdidos cuando la primera película no es lo suficientemente rentable: John Carter abandonado entre la Tierra y Marte en un viaje que nunca tendrá continuación. El llanero solitario se une  a estos personajes; en el momento en que se ajuste definitivamente el antifaz, su presencia dejará de tener sentido. Su cabalgada hacia el ocaso es realmente triste, además, porque, como cantaba Leonard Cohen, el futuro es un crimen. Una película realmente extraña.