T.O: THE GRAND BUDAPEST HOTEL
DIR: WES ANDERSON
INT: RALPH FIENNES, TONY REVOLORI.
EEUU, 2014, 100'
Zubrowka, la república imaginaria de Centroeuropa en la que se asienta El gran hotel Budapest, forma parte de una amplia tradición de países ficticios inspirados en la decadencia del imperio austrohúngaro. Ruritania, nación creada por Anthony Hope para su novela de aventuras El prisionero de Zenda es quizá la más famosa; en esta geografía imaginaria comparte fronteras con Bandrika, la “esquina por descubrir de Europa” en la que los personajes de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock, se veían implicados en una intriga internacional de entreguerras. También con Libertonia, la nación arruinada que necesitaba del liderazgo de Groucho Marx en Sopa de Ganso (1933) para recuperar su desvanecido esplendor. En El cetro de Ottokar, el intrépido reportero Tintín recaló en Borduria, pequeño estado de los Balcanes amenazado por la cercana Syldavia. Estos enclaves eran propicios a la farsa nostálgica y exótica, con huellas de opereta y distantes tambores de guerra. El antiguo imperio de los Habsburgo provocaba la curiosidad y la fascinación: había sido un conglomerado de diferentes nacionalidades, etnias, religiones y lenguajes cuyo único vínculo común era su condición de súbditos del emperador. Su sociedad era una jerarquía teatralizada en la que el protocolo y el aparato eran el elemento cohesionador necesario para unir una población que ni siquiera podía recurrir a un lenguaje común para comunicarse. Cuando todo se vino abajo durante la primera guerra mundial, Europa central se convirtió en un territorio turbulento y agitado, en el que convivían los restos del antiguo imperio y el ascenso de los modernos regímenes totalitarios.
Es decir, un escenario perfecto para una película de Wes Anderson. El director estadounidense ha ido perfeccionando película a película un estilo elaborado y artificial, de composiciones perfectas, calculado timing cómico y personajes idiosincráticos que acostumbran a vestir de manera característica. Anderson descubrió esa etapa de la historia gracias a la lectura de El mundo de ayer, las melancólicas memorias que Stefan Zweig escribió como panegírico de la Europa en la que había crecido. Probablemente, el director también visualizó ese mundo a través de las reconstrucciones en estudio hechas en Hollywood o en Londres en los años treinta, normalmente con la participación de inmigrantes centroeuropeos. El imperio austrohúngaro, aún en su apogeo, transmitía un aire a mundo atrezo y guardarropía, por lo que se adaptaba perfectamente a un decorado cinematográfico poblado de actores secundarios implicados en alguna intriga enrevesada, que a menudo se desarrollaba en compartimentos de trenes, funiculares y grandes hoteles con ínfulas aristocráticas como el que Anderson ha reconstruido para su película.
Como en todas las películas de Anderson, todo comienza cuando alguien abre un libro |
El conserje (Ralph Fiennes) y su mozo portería (Tony Revolori) |
El estilo artificial y cerrado de Anderson, con su debilidad por las composiciones frontales y simétricas, es idóneo para evocar las comedias de estudio de los años 30; el cineasta apoya esa resonancia eligiendo el clásico formato de pantalla cuadrada para las partes de la película que se desarrollan en los años treinta. El formato obliga a Anderson a componer en profundidad, el director aprovecha todas sus posibilidades cómicas. La nostalgia por los recursos cinematográficos de antaño no termina ahí: la película emplea maquetas y fondos pintados, que combinan estupendamente con la decoración de los pasillos y las habitaciones del hotel. La manera en que los personajes se colocan en el encuadre, como si posaran para un retrato en grupo o fueran conscientes del efecto de su conjunto, resulta completamente artificial y al mismo tiempo apropiada para reflejar escrupulosa meticulosidad de las maneras de sus personajes, siempre tan pendientes del efecto de su presencia. Parece que Wes Anderson ha encontrado un momento, un lugar y unos personajes para los que su elaborado estilo resultase casi natural, como una segunda piel.
La composición en profundidad, empleada en todo su efecto cómico
Inesperados estallidos de violencia grotesca (dedos cercenados por una puerta, una sucia lucha a cuchillo) nos recuerdan que la delicadeza y el equilibrio de ese mundo es un asunto superficial: por debajo fluyen imparables corrientes de violencia. Las películas de Anderson siempre dejan tras de sí un poso de melancolía: en este caso, nos encontramos desde el principio ante una tragedia. Mientras la farsa se dirige frenéticamente hacia el final feliz, sabemos que los personajes están condenados. El doble marco temporal que rodea la acción principal incide en la inevitabilidad de los acontecimientos: estamos escuchando una historia dentro de una historia dentro de otra historia, y cuando todo comienza, todo ha terminado ya. La Historia, con mayúsculas, representa aquí el rol del Destino, como suele ocurrir cada vez que alguna farsa tiene lugar en la Europa de entreguerras. Esa presencia se articula gracias al sofisticado sistema de capas narrativas en el que las tramas aparecen y desaparecen. Un enorme titular que anuncia la posibilidad de la guerra no recibe la atención de los personajes, que se concentran las menciones de su intriga que aparecen en la letra pequeña. El inicio de un amor juvenil queda oscurecido porque su evocación, muchos años después, trae recuerdos trágicos. Como simples ciudadanos de una época despiadada, estas criaturas sienten el peso de la historia como un desagradable ruido de fondo mientras ocupan sus pensamientos en los asuntos menos importantes que llenas sus vidas.
El gran hotel Budapest se asemeja a un courtesan au chocolat, el dulce de elaboración increíblemente complicada (treinta pasos, cuarenta ingredientes) que juega un papel bastante importante en la trama. Como esta especialidad de la repostería Mendl’s (que es obligatorio probar si uno se pasa algún día por Zubrowka), esta película es un dulce que uno devora sin darse cuenta, y que deja en el recuerdo el sabor a la nostalgia por los tiempos perdidos.