domingo, 16 de marzo de 2014

Mitomanía: Walt Disney, entre la realidad y la ficción



“- En los últimos tiempos no me abandona la sensación de que mi nombre ya no me pertenece. Es como si yo fuera el portador de este nombre, cuyo propietario es, en realidad, una empresa. Una compañía que ofrece mi nombre como si fuera el suyo. ¿Yo soy yo o soy una empresa? Dentro de cincuenta años, mi estudio aun existirá, pero ya nadie sabrá que tras él había un hombre de carne y hueso, un tal Walter Elias Disney. Pensarán que las tres silabas de Walt Disney son un artículo de marca, como la sopa Campbell’s, o como Westinghouse, o Ford, o Howard Johnson’s…”

                    El americano perfecto, de Peter Stephan Jungk

Pregunta: ¿Cual es el artista más importante del siglo XX? Tentativa de respuesta: Walt Disney. No hay nadie cuyo estilo sea más reconocible y cuyas creaciones hayan influido en la imaginación de nuestro tiempo, incluso de manera inconsciente. La técnica en la que desarrolló su talento, el cine de animación, ha quedado irremediablemente asociada a su figura, de modo que incluso hoy día la mayor parte del público piensa en colores brillantes, animales cantarines y cuentos de hadas cuando piensa en una película animada. Poco importa, desde luego, que el hombre en cuestión fuese en realidad un dibujante mediocre, y que en realidad no crease a sus personajes más representativos. ¿Quien sabe que Ub Ibwerks fue el verdadero creador del ratón Mickey?  Ni siquiera su icónica firma era suya: uno de sus animadores la creo para él. Pero si Walt Disney fue el hombre que convirtió una firma en un logotipo, y si su verdadero talento consistió en crear una organización industrial de la imaginación, una estandarización de la fantasía, no por ello deja de ser más relevante e influyente. Quizá incluso más aún por ello, puesto que su legado se encuentra en la encrucijada entre el culto a la personalidad individual y la uniformidad cultural propiciada por las industrias culturales. En ese sentido, también, Walt Disney es el artista más representativo del siglo XX.

 El pasado 30 de febrero se estrenaba en España Al encuentro de Mr. Banks, un producto de la compañía Disney que recrea la vida del fundador, interpretado por una leyenda por derecho propio como Tom Hanks. La película recrea la preparación de Mary Poppins, concretamente el enfrentamiento de Walt Disney con la adusta creadora de la niñera voladora, la escritora australiana P. L. Travers, interpretada por Emma Thompson. La película es lo que el presidente de Walt Disney Studios Sean Bailey ha llamado un “depósito de marca”, una expresión de Steve Jobs que hace referencia a los productos o acciones que aumentan el valor de la compañía a los ojos de los consumidores. Walt Disney (la empresa) ha convertido a  Walt Disney (el hombre) en un personaje Disney (la marca). Por supuesto, no es la primera vez que la ficción recurre al célebre productor. Esta es una ocasión perfecta para repasar una serie de ficciones (una novela, una ópera y dos películas) que recurren a la figura de Walt Disney para explorar las encrucijadas entre el individuo y la corporación, entre la fantasía privada y la imaginación colectiva.


Tom Hanks recupera todo el carisma de Walt Disney en A propósito de Mr Banks 


 En 2001, Peter Stephan Jungk publico El americano perfecto, una novela en la que el conflicto entre la insignificancia del individuo y las exigencias de la estructura industrial se personifica en la figura de Wilhelm Dantine. Dantine es un animador que siente una relación que oscila entre la admiración el desprecio por la figura de su jefe, Walt Disney. La razón de ello es que todas sus ideas y sus esfuerzos acabarán, al final del día bajo una firma que no es la suya. “Me acompañó un sueño: no era la primera vez que lo soñaba. Veinticuatro dibujos de Chip y Chop ligeramente diferentes conformaban un segundo de una película de animación. Doscientos cuarenta dibujos de lombrices que fumaban como chimeneas conformaban diez segundos de movimiento. Mil cuatrocientos cuarenta dibujos individuales de una familia de perros patinando sobre hielo, un cachorro de conejo al piano, dos pollos en un coche de carreras, donde cada dibujo era un poco diferente al anterior, ayudaban a formar un minuto de una película de dibujos animados. (…) Ciento treinta mil imágenes a color pintadas con la mayor delicadeza daban como resultado el largometraje animado La Bella Durmiente, y un tercio del borrador original lo había hecho yo, Wilhelm Dantine. Y luego, el mismo sueño empezaba otra vez desde el principio, números, cifras, animales, objetos, sombras, y suma y sigue; el chirrido de los frenos, la risa de las gallinas, la magia de las tres hadas, siempre en círculo, siempre en remolino, siempre mezclados con mi nostalgia por el trabajo de mi vida, al que me había entregado en cuerpo y alma y al que, desde diciembre de 1959, ya no me dedicaba”  Tras ser despedido por un asunto sin importancia, Dantine se obsesiona con la figura de Disney hasta el punto de perseguirlo y acosarlo. Su objetivo es enfrentarse a él y hacerle ver su esencial injusticia, hacerle comprender su condición de dictador tirano de la fantasía.

Pero el Walt Disney de El americano perfecto tiene sus propios conflictos:  Jungk nos lo presenta como un hombre enfrentado a su mortalidad. Como todos quienes de alguna manera participan de esa eternidad provisional propiciada por el éxito artístico, Disney afronta la fragilidad de su cuerpo al mismo tiempo que comprende que sus creaciones le sobrevivirán, escapando así a su control. “Mickey y Donald vivirán para siempre, Hazel, como los dioses de la mitología griega. – Le dice a Hazel George, su (ficticia) confidente y ocasional amante de la novela-. Como Moisés, Zeus y Jesús, como Mahoma y Buda. En este mundo son más los niños que conocen a Mickey que los que conocen a Cristo. ¿Creías que eso era posible? Mickey … ¡y Donald! Pero ¿Mis padres? ¿Y Lilian? ¿Y mis hijos, y los hijos de mis hijos?  ¿Y tú, Hazel? Todos vosotros… todos, moriréis. Todos nosotros. Moriremos. Yo mismo moriré… No me lo puedo creer. Desde que tengo uso de razón, no entiendo que tengamos realmente que… que muramos.”  En su adaptación de la novela de Jungk, el compositor Philip Glass y el libretista Rudy Wurtlitzer se deshacen del protagonismo de Dantine y convierten al Disney moribundo en el eje de la ópera: su cama de hospital se sitúa en el centro del escenario, a su alrededor el coro y los bailarines reviven las figuras de la imaginación o el recuerdo. El Walt Disney de ambas ficciones recurre en sus últimos meses a los recuerdos de su infancia, concretamente a los cuatro años que pasó en Marceline, Missouri, un pequeño pueblo que se convirtió en su imaginación en un paraíso genuinamente americano que trataría de replicar en todas sus creaciones.  
El tenor Christopher Purves, en el papel de Walt Disey, dirigiendo su imperio desde la cama de su hospital

 Disney vivió en Marceline desde los cuatro a los ocho años. Había nacido en Chicago, pero la familia se traslado hacia aquel pequeño pueblo cuando su padre decidió que el barrio en el que vivían se estaba convirtiendo en un lugar que no resultaba adecuado para criar a una familia. Esa pequeña localidad de Missouri había sido creada como terminal ferroviario apenas veinte años antes, parada necesaria para los mercancías de la línea Atchinson, Topeka y Santa Fe. El ruido de los trenes sería la banda sonora de la infancia de Walt Disney y la afición a los ferrocarriles perduraría en el Walt Disney adulto. Cuatro años después la familia se traslado a Kansas City, donde Walt conocería sus primeros éxitos en el mundo del cine. Sin embargo, las memorias de Missouri capturarían su imaginación durante toda su vida. Cuando Disney creó su propio paraíso de la infancia,  el parque de atracciones de Disneylandia, su calle principal sería una recreación de la Main Street del Marceline de principios de siglo, con su estación de bomberos, su teatro y sus carruajes arrastrados por caballos. Main Street, USA. En la ópera de Philip Glass, los habitantes del pueblo se convierten en un coro que rodea al protagonista como un grupo de espectros de su infancia. En la novela, Walt se dirige así a sus antiguos conciudadanos durante el homenaje que le ofrecen con motivo de la inauguración de la piscina: “Todos vosotros os habéis mantenido fieles a vuestras tradiciones familiares. En Marceline no hay crímenes. Aquí no hay revueltas de negros, no manifestaciones contra la guerra de Vietnam; no se queman en público las llamadas a filas, como ocurre entre los hippies, esos melenudos drogodependientes; no hay rastro de esas infamias de nuestra sociedad. No, aquí, entre vosotros – entre nosotros, debería casi decir- dominan la paz, la salud, el temor de Dios. Aquí domina esa América a la que yo siento que pertenezco” La novela imagina un incidente que ilustra la diferencia entre la realidad de ese lugar de América y la fantasía corporativa creada por su habitante más famoso: cuando Walt menciona la intención de convertir unos terrenos de la localidad en una explotación agrícola modelo, los conservadores habitantes de Marceline reaccionan con muy poco entusiasmo: no consienten que nadie venga de fuera a decirles como deben vivir ni aunque se trate alguien que pretende defender los valores que ellos mismos encarnan.

Pero Disney no miraba solamente hacia atrás durante sus últimos días. Tanto la novela como la opera dramatizan una de las leyendas más persistentes sobre su figura: la de su supuesta criogenización. El verdadero Walt Disney fue incinerado tras fallecer a causa de un cáncer de pulmón en diciembre de 1966, un dato fácil de encontrar en cualquier biografía decente. Para Jungk y para el tándem Glass/Wurtlitzer, la criogenización de su personaje es un intento desesperado para ‘abolir la muerte’, algo en consonancia con la legendaria obsesión de la compañía Disney porque ningún certificado de defunción fuese expedido en los dominios de Disneylandia. En realidad, Disney estaba preocupado por el futuro de una manera muy diferente. Su atención se había desviado de las películas de ficción hacia los parques de atracciones, esos auténticos tableux-vivants de su fantasía. Disneylandia, establecido en Anaheim, California, en 1955, fue un éxito tal que su inauguración se convirtió en el verdadero momento en que la compañía Disney comenzó a ganar dinero de verdad. Pero había un aspecto de la Disneylandia californiana que había desagradado enormemente a Disney. Los alrededores del parque se convirtieron en un anillo de hoteles baratos y comercios de chucherías, una especie de Las Vegas barata desarrollada gracias al flujo de visitantes que atraía Disneylandia. Esta espontánea manifestación de la libertad de empresa molestó enormemente a Disney. Los planes de su nuevo parque en Florida, Disneyworld, incluían la compra de los terrenos adyacentes, y el establecimiento de los hoteles y locales de alojamiento necesarios para los visitantes. Pero el proyecto estrella de Disneyworld iba a ser mucho más ambicioso: se llamaría EPCOT: Experimental Prototipe Community of Tomorrow. La Comunidad Experimental del Mañana. 

Los planes originales de Disneyworld eran tan grandes que llegaron a superar al propio Walt Disney
La última película en la que Walt Disney participó directamente no fue una cinta de animación, sino un pequeño cortometraje en el que la compañía presentaba los planes del futuro Disneyworld a los inversores y las posibles empresas colaboradoras. Dos meses antes de su muerte, con un riñón menos y el temblor en las manos y la pigmentación amarilla de la piel que revela sus problemas de salud, Disney se esfuerza por alcanzar el tono jovial y cercano que siempre había adoptado en sus intervenciones públicas. Pero por debajo de la fragilidad de un moribundo se percibe la corriente oculta de una voluntad inquebrantable, que se resiste a reconocer la fragilidad de su cuerpo. Sus planes eran más que ambiciosos, eran visionarios. “La parte más emocionante, y con mucha diferencia la más importante de nuestro proyecto de Florida – de hecho, el corazón de todo lo que estamos haciendo en Disneyworld- será nuestro prototipo experimental de la ciudad del mañana. Lo llamamos E.P.C.O.T. : Experimental Prototype Community of Tomorrow. (…) E.P.C.O.T. obtendrá su impulso de las nuevas ideas y tecnologías que están emergiendo de los centros creativos de la industria Americana. Será una comunidad del mañana que nunca será completada, pero que siempre esté introduciendo, y probando, nuevos materiales y sistemas. Y EPCOT será siempre un escaparate ante el mundo de la innovación y la imaginación de la libre empresa americana” Se trataba nada menos que de crear una ciudad utópica de treinta mil habitantes, con centros de trabajo (en los que habría sedes de las empresas más importantes), áreas residenciales y de esparcimiento. Una ciudad planificada, con estructura radial y un sistema de transporte enormemente organizado, a la manera de un parque de atracciones gigante, con un monorraíl y los PeopleMovers de Disneylandia. “Todo en EPCOT estará creado para la felicidad de la gente que viva, trabaja y juegue aquí, y aquellos que vengan de todo el mundo para visitar nuestra exposición viviente.” 

El plano radial del EPCOT original

Un dibujo del centro de la ciudad: rascacielos rodeados de zonas residenciales ajardinadas
 EPCOT es una capítulo más en la historia de las ciudades planificadas, o de las comunidades modelo, una historia llena de desengaños, fracasos e idealismo frustrado. ¿Podría haber funcionado EPCOT? ¿Se podría haber vivido una vida normal en el corazón de Disneyworld? La muerte de Walt Disney y la decisión de la empresa de archivar el proyecto (El EPCOT que conocemos es algo parecido a una feria universal permanente) para concentrarse en su especialidad de los parques de atracciones gigantes hacen que la respuesta a esa preguntas sea un asunto de la imaginación. El hecho de que las preocupaciones de Disney a la hora de diseñar su comunidad modelo tengan que ver con la organización de los transportes y no con asuntos como la convivencia entre diferentes razas o la desigualdad social hacen pensar que el proyecto no tendría unas bases demasiado sólidas a la hora de llevarse a cabo, teniendo en cuenta los problemas que afrontaba la sociedad estadounidense de la época. 

 Un aspecto poco publicitado del proyecto es el hecho de que Walt Disney pretendía que todos los habitantes de Epcot, por el privilegio de formar parte del experimento, debían renunciar a sus derechos civiles (no podrían votar ni tener propiedad privada). Este escaparate de la libre empresa americana seria un paraíso totalitario a en medio de Disneyworld, una ciudad  gobernada por una compañía privada dedicada al mundo del espectáculo que de haberse hecho realidad quizá podría haber supuesto un nuevo capítulo en la historia de los sistemas políticos. Un tímido reflejo de la intención original de Walt Disney es Celebration, una localidad de unos siete mil habitantes del condado de Osceola, Florida, muy cerca de Disneyworld. Celebration se denomina ‘comunidad planificada’, aunque en realidad se parece a una gran urbanización, ya que no es un municipio independiente. Los habitantes de Celebration pueden ser dueños de sus casas y tienen los mismos derechos políticos que todo el mundo, pero los conflictos que provoca el hecho de vivir en un lugar que responde a los ideales de una corporación se hacen notar de tiempo en tiempo: en Celebration están prohibidos los restaurantes de comida rápida y los supermercados, los peatones tiene preferencia sobre los vehículos y los habitantes deben cumplir una serie estricta de normas sobre el aspecto de sus casas. Todo para recuperar la "auténtica experienca americana"



Si quieres vivir dentro del mundo de Walt Disney, en Celebration, Florida, podrás hacerlo.
Pero el hecho de que el Disneyworld que se hizo realidad no sea más que un parque de atracciones no  le hace perder su condición de encricijada cultural. Ese es precisamente el drama que recrea Escape from Tomorrow, una producción de guerrilla dirigida por Randy Moore que sorprendió en el festival de Sundance de 2013, principalmente  por haber sido rodada a escondidas en el famoso parque temático. El legendario celo protector de la compañía con respecto a su imagen y a los derechos de sus productos convierten a este largometraje en una anomalía: una película que no tiene derecho a existir. Como la propia película, la imaginación de su protagonista no tiene lugar en la cultura que le rodea: ese es básicamente su drama.

El verdadero EPCOT, visitado por los personajes de Escape from Tomorrow

Jim White (Roy Abramsohn) está pasando unas vacaciones en Disneyworld con su familia cuando recibe la llamada que le comunica su despido. (“Es una etapa de transición… no hay una razón concreta, sino una serie de factores… en serio, buena suerte.”)Las noticias dejan a Jim en un estado de  estupor y desconcierto, que trata de disimular ante su mujer y sus hijos. Quizá por el hecho de encontrarse en un entorno en el que la frontera entre la realidad y la imaginación resulta a veces confusa, su imaginación comienza a dispararse en direcciones inesperadas. Su mirada se dirige hacia dos adolescentes francesas con las que se cruza varias veces: las fantasías que desarrolla en su cabeza comienzan a bordear la obsesión. También aparece la posibilidad del suicidio,  sobre todo al mirar hacia abajo desde la ventana de su habitación del hotel. 


No todas las fantasías pueden hacerse realidad en Disneyworld

Hasta aquí, la película es una versión más del viejo tema de la decadencia del hombre blanco occidental de mediana edad. Pero el escenario añade un elemento nuevo: el conflicto entre la fantasía individual y la imaginación corporativa. ¿Es posible que una gran empresa se haya introducido en el origen mismo de nuestras fantasías? Algo así comenzara a descubrir Jim White, repentinamente reducido a la insignificancia personal e incapaz de compartir la fantasía colectiva que el lugar le propone. Comienza entonces es clásico proceso de confusión entre la vida real y la imaginación. Moore estiliza esa separación mediante el empleo de escenas rodadas en estudio con fondos filmados, en los que el artificio se revela y Disneyworld queda reducido a un telón de fondo distante e inalcanzable. La imaginación sexual y morbosa de Jim se expande sin control ni sentido, hasta que alguien decide tomar medidas al respecto: ocurre en el mismísimo EPCOT, una bola futurista con forma de testículo que esconde un laboratorio de ciencia ficción desde el que se controla la imaginación de los asistentes. En algún lugar de la mente de Jim se encuentra la fantasía correcta, el sueño de triunfo que concuerda con Disneyworld y todo lo que representa. Aunque quizá su actual encarnación deba morir para que pueda salir a la luz. 

En En busca del señor Banks  Walt Disney recibe el tratamiento de gran figura: es más bien un personaje secundario dentro de la trama, pero alguien que impone su presencia aunque no aparezca en la pantalla. La verdadera protagonista, la escritora P. L. Travers, está destinada a recibir una lección de su parte, eso sí, una lección endulzada por el carisma y la personalidad de Disney (la mayor parte de los testimonios de quienes lo han conocido señalan que el productor era un hombre que poseía un gran encanto personal) Da igual que en realidad Travers aborreciera la versión cinematográfica de Mary Poppins y que expresara ruidosamente su rechazo en su estreno. En esta oda al entretenimiento corporativo, la personalidad creativa individual es un obstáculo molesto para la gran maquinaria industrial que factura las creaciones más populares de nuestro tiempo. ¿Compartiría Walt ese punto de vista? Da igual, porque su figura se ha convertido desde hace tiempo en una parte de la identidad corporativa de la compañía que fundó. Se ha convertido en alguien que pertenece más a la ficción que a la realidad, como Mickey Mouse y el pato Donald.