DIR: MANUEL MARTÍN CUENCA
INT: ANTONIO DE LA TORRE, OLIMPIA MELINTE
ESPAÑA, 2013, 115'
La película se abre con al imagen de una gasolinera aislada en la noche, rodeada por la oscuridad de una carretera secundaria. En esa isla de luz, dos viajeros cansados, un hombre y una mujer, estiran las piernas mientras se llena el depósito. Es una escena que pide cierto distanciamiento estético a la hora de contemplarla, un paisaje nocturno cuidadosamente encuadrado en el que lo cotidiano se vuelve extraño y ligeramente perturbador: los títulos de crédito desfilan por la pantalla durante toda la duración del plano. Pero cuando los viajeros continúen su trayecto, las luces de su coche iluminando la carretera en medio de la noche, se enciende un motor y la cámara comienza a moverse, revelando que lo que estábamos viendo era el punto de vista de alguien, de un desconocido que contempla desde una distancia y que se dispone a iniciar la persecución. Unos instantes después, ese conductor desconocido provocará un accidente, y su silueta oscura, recortada por la luz de los faros, señalará la presencia de una figura poderos y siniestra, alguien que con tranquilidad y determinación extrae el cuerpo de la mujer de entre los hierros retorcidos y lo introduce en su todo terreno. Un refugio aislado en la montaña es el destino del depredador y su víctima, con una inquietante combinación de frialdad profesional y sensualidad (el asesino palpa el cuerpo muerto de la mujer y roza con los labios su vientre hasta llegar casi a su sexo), el hombre despieza el cuerpo de ella como si se tratase de una res.
Unos días después, el escenario es un barrio histórico de capital de provincias, calles pequeñas y retorcidas, edificios de piedra vieja. Carlos (Antonio de la Torre) es un sastre a la vieja usanza, de trajes a medida y clientes distinguidos. Su oficio, como todas las prácticas artesanales, está al filo de la desaparición, pero Carlos vive en un estado de aislamiento en el que el tiempo parece haberse detenido. Su taller y su domicilio están decorados de manera sobria, el mobiliario es de una madera que ha envejecido con dignidad. Carlos es extraordinariamente meticulosos en su trabajo, disfruta creando prendas en las que la elegancia se logra combinando la precisión con la tradición, el cuidado de su aspecto lo refleja: sus trajes y chalecos siempre son impecables, y se molesta en ajustarse la corbata cada vez que alguien llama a la puerta. Se distrae con la radio (noticias locales y música clásica), y no mantiene más contacto humano que el estrictamente necesario: sus vecinos lo contemplan con la deferencia que merece alguien distante y respetable. Su dieta es igual de sobria y poco variada. Un solitario filete de una carne de aspecto extraordinariamente tierno, procedente del cuerpo de laguna mujer extranjera que haya despertado su deseo, acompañado de una solitaria copa de vino tinto.
Manuel Martín Cuenca comparte con su protagonista la predilección por el estilo clásico y el oficio meticuloso. Caníbal es una película de corte preciso y sobrio. Al igual que los trajes de Carlos, por su estilo podría haberse realizado en cualquier momento de las últimas seis décadas. Los materiales son las calles viejas de Granada, contempladas de noche, bajo una espesa lluvia o a través de los amplios ventanales del taller de Carlos; las cumbres de Sierra Nevada, que aportan un respiro gélido y blanco; la ajustada y taciturna interpretación de Antonio de la Torre, que huye de su imagen más reconocible: la palabra justa, los movimientos contenidos. La combinación de estos elementos está lograda con el talento que se consigue gracias al perfecto dominio de un oficio. En las escenas que se desarrollan en el taller de Carlos, la sobriedad y la tradición del zona vieja de la ciudad se cuelan por los grandes ventanales mientras los movimientos del sastre, tranquilos y calculados, se suceden lentamente, quizá con música de Bach de fondo, o con el rumor de la lluvia cayendo sobre las calles. Tras esta apariencia de monotonía y tranquilidad la violencia y la depravación se cuelan entre las rendijas con la fuerza de las cosas de las que no se puede hablar, ocultas bajo la rutina de cada día.
Carlos pertenece a un numeroso grupo de asesinos que enmascaran sus excentricidades criminales llevando existencias bastante corrientes en relatos que renuncian al sensacionalismo y a los recursos más habituales del género criminal. Pero con sus características y su modus operandi nítidamente definidos en los primeros quince minutos de proyección, está claro que Caníbal va a involucrarlo en una situación que desafíe su estabilidad profesional, criminal y alimenticia. Aparece Alexandra (Olimpia Melinte), una joven masajista rumana cuya apariencia desenfadada y personalidad efusiva presentará un desafío para las sobrias maneras del sastre andaluz. Después de unos días de contemplación silenciosa y evaluación introspectiva del alcance de su deseo, Alexandra terminará en su nevera. Algo después, aparece Nina (Olimpia Melinte), la hermana gemela de Alexandra, tremendamente preocupada por su desaparición. Nina es, lógicamente, idéntica físicamente a su hermana, aunque su carácter más reposado y tranquilo hace mejor combinación con la forma de ser de Carlos. Su aparición hará que Carlos se plantee la diferencia entre el deseo y el afecto. Dado que para establecer cualquier tipo de relación con otra persona Carlos debe romper su burbuja de aislamiento, la presencia de Nina introduce en su vida varias posibilidades dolorosas.
La nueva película de Martín Cuenca es un cuerpo extraño que pertenece a una venerable tradición del cine español. Podríamos imaginar un argumento parecido dirigido por Fernán-Gómez a finales de los años cincuenta, quizá con un guión de Pedro Beltrán (aunque en ese caso, el protagonista probablemente sería más vociferante y gesticulante); el cine de Luis Buñuel tampoco está tan alejado (pregunta por Archibaldo de la Cruz) aunque en ese caso tendríamos algún subtexto psicoanalítico a mano. No son películas demasiado populares, porque el humor negro siempre ha sido un gusto bastante minoritario, pero forman una presencia cultural imposible de ignorar. El director almeriense logra una mezcla de géneros aparentemente imposible, de precario equilibrio, un retrato de vida cotidiana con trasfondo criminal o un estudio de un asesino con ciudad de provincias al fondo. Es la habilidad en el control del tono de Martín Cuenca lo que logra que la película tenga unidad y resonancia. Las películas sobre el canibalismo tienden peligrosamente a convertirse en espectáculos grotescos, quizá porque el acto de comer otra persona es una transgresión moral de tal calibre que necesitamos algún tipo de distanciamiento para enfrentarnos a él. En Caníbal el humor se aprecia de manera latente, más como una posibilidad que como algo real. Surge simplemente como consecuencia de observar los subterfugios con los que una aberración moral máxima logra camuflarse en la vida cotidiana.
En Caníbal, bajo una superficie aparentemente tranquila confluyen varias corrientes subterráneas, cuyas energías se muestran en precario equilibrio en el desarrollo de cada escena. El retrato de una vida tradicional y provinciana perfila la figura de un asesino con elementos arquetípicos; la metódica observación de una conducta va tiñéndose de melancolía cuando se convierte en la historia de amor de un monstruo; la banalidad cotidiana da paso a alguna escena de puro suspense que nos hace cuestionarnos la identificación que comenzábamos a sentir por el personaje. Es el talento de Martín Cuenca, que se ha ido convirtiendo poco a poco en uno de los mejores directores del cine español, el responsable del equilibrio de esta película, llena de giros y sugerencias, que se nos presenta como una pieza de rigor formal clásico con un sutil toque de extraño romanticismo.