miércoles, 18 de septiembre de 2013

The Act Of Killing

T.O: THE ACTO OF KILLING
DIR: JOSHUA OPPENHEIMER
CO-DIR: CHRISTINE CYNN, ANÓNIMO
DOCUMENTAL. INTERVIENEN: ANWAR CONGO, HERMAN KOTO, ADI ZUKALDRI
DINAMARCA, 2012, 115' (CORTE DEL DIRECTOR: 159') 

En 1965, el ejército se hizo con el poder en Indonesia, desatando una oleada de represión violenta dirigida a cualquier persona a la que los militares considerasen como perteneciente a la oposición (comunistas, campesinos, obreros, miembros de la minoría étnica china). En un año se terminó con la vida de entre quinientas mil y un millón de personas. Se trataba de destruir la influencia del PKI, el Partido Comunista de Indonesia: era el partido comunista más poderoso fuera de los países del bloque soviético y China. La maniobra era un movimiento más del tablero de la guerra fría; hoy día hay suficientes documentos desclasificados para afirmar sin ningún género de dudas que el golpe estuvo promovido por el gobierno de Estados Unidos. En la represión participaron diversos grupos militares y religiosos; sin embargo, en el norte de Sumatra, el ejército dejó la tarea de llevar a cabo las matanzas en manos de grupos de gánsteres y de una organización paramilitar llamada Juventud Pancasila. Hoy día, esas personas ocupan puestos de poder en el gobierno y son celebrados como héroes nacionales sin que en todo este tiempo hayan dejado de fanfarronear sobre la brutalidad de sus actos. 

Joshua Oppenheimer: “En febrero de 2004, filmé al antiguo líder de un escuadrón de la muerte demostrando cómo, en menos de tres meses, él y sus colegas asesinos habían masacrado a diez mil supuestos ‘comunistas’ en un solo llano junto a un río en el norte de Sumatra. Cuando terminó con su explicación, pidió a  mi técnico de sonido que nos hiciera unas fotos juntos al lado del río. Su sonrisa era amplia, tenía un pulgar levantado en una foto, un signo de la victoria en otra.

Dos meses después, otras fotos, esta vez de soldados americanos sonriendo y alzando los pulgares mientras torturaban y humillaban prisioneros iraquíes, aparecieron en las noticias. (Errol Morris reveló más tarde que esas fotografías eran más complejas de lo que parecían a simple vista) Lo más perturbador de esas imágenes no es la violencia que documentan, sino lo que nos sugieren sobre cómo sus participantes quieren, en ese momento, ser vistos. Y cómo pensaban, en ese momento, que querrían recordarse a ellos mismos. Más aún, posar, interpretar, actuar, parece ser parte de los procedimientos de la humillación.

Estas fotografías desvelan no tanto una situación de abusos, sino más bien evidencia forense de la imaginación involucrada en la persecución. Y estaban muy presentes en mi mente cuando, un año después, conocí a Anwar Congo y los otros líderes del movimiento paramilitar Juventud Pancasila de Indonesia”


Oppenheimer
nos lleva a Medan, una ciudad de unos cuatro millones de habitantes en Sumatra del Norte, donde la celebración oficial de los asesinos es un asunto bastante cotidiano. Asistimos a los actos públicos de la Juventud Pancasila, sus miembros enfundados en el llamativo uniforme militar naranja. Conocemos a Ibrahim Sinik, editor de uno de los periódicos de mayor tirada del país, quien reconoce sin ningún género de ambigüedad que su ‘trabajo’ consistía en crear acusaciones falsas contra los ‘comunistas’ para justificar la violencia. Todo el mundo menciona cierta curiosidad etimológica: la palabra indonesia para gangster, preman, proviene del inglés free man, hombre libre. Conocemos a los gánsteres, y pronto se destacan tres figuras, la más importante de las cuales quizá sea la de Anwar Congo. Descrito por Errol Morris, productor ejecutivo del documental, como “alto, delgado y cadavérico, escondido detrás de gafas oscuras, con una provisión de chaquetas de amplias solapas: verde lima, amarillo canario. Congo parece estar continuamente en exhibición, como si quisiera impresionar sin que se sepa a qué o a quién.” Herman Koto es una figura voluminosa que juega el papel de bufón, y que resulta estremecedoramente cómico por el tono casual y despreocupado con el que se toma sus prácticas de extorsión y sus intentos de corrupción política. La tercera figura es Adi Zulkadri, un tipo tranquilo, de aspecto respetablemente insignificante que se acaba revelando como una especie de filósofo del asesinato de masas. Como gánsteres, se dedicaban a vender entradas para películas americanas en cines clandestinos, el cine formó parte de su imaginación desde el principio. Como cuenta Anwar Congo: “ Si habíamos visto una película alegre, como una película de Elvis, salíamos caminando del cine con una sonrisa, bailábamos al ritmo de la música. Con las manos y los pies aún moviéndose, aún con la impresión de la película. Si pasaban chicas, silbábamos. Estábamos emocionados, no nos importaba lo que pensase la gente. Esta era la oficina paramilitar, donde siempre mataba a la gente. Miraba a la persona a la que interrogaba…no era sádico…le ofrecía un cigarrillo…era como si estuviésemos matando felices”



                               Anwar Congo, un asesino feliz

“Con esto, vi una oportunidad: si los perpetradores de Sumatra del Norte tuvieran la oportunidad de dramatizar sus recuerdos de genocidio de la forma que deseasen, probablemente buscarían glorificarlo más aún, transformarlo en una “bonita película familiar”, (como lo explica Anwar) cuyo uso caleidoscópico de los géneros reflejará sus emociones múltiples y en conflicto sobre su “glorioso pasado”. Yo preveía que el resultado de este proceso serviría para desenmascarar, incluso para los propios indonesios, la manera en que la impunidad y la falta de resolución continúa en el país.

Más aún, Anwar y sus amigos habían ayudado a construir un régimen que aterrorizaba a sus víctimas tratándoles como héroes, y me di cuenta de que el proceso de rodaje ayudaría a responder muchas preguntas sobre la naturaleza de esa clase de régimen. Preguntas que parecen secundarias respecto a lo que hicieron, pero que en el fondo resultan inseparables de ello. Por ejemplo, ¿Cómo piensan Anwar y sus amigos que les ve realmente la gente? ¿Cómo se ven a sí mismos?  El método de rodaje de The Act of Killing fue pensado para responder a esas preguntas. Se puede considerar como una técnica de investigación, refinada para ayudarnos a entender no solamente lo que vemos sino también cómo lo vemos, y cómo lo imaginamos. Esas son cuestiones de importancia crítica para entender los procesos imaginativos por los cuales los seres humanos persiguen a otros seres humanos y como construimos (y vivimos) en sociedades fundadas en la violencia sistémica y perdurable” 


Adi Zukaldri y Anwar Congo, durante una sesión de maquillaje

De pronto estamos en mitad del rodaje de su película. Aparecen cámaras, focos, decorados. El maquillaje y el vestuario son profesionales. ¿Quién escribe las escenas? ¿Quién transforma la mitología personal de estos viejos asesinos en un espectáculo cinematográfico profesional? ¿Están trabajando con un guión completo y unitario o se trata más bien de una recreación de momentos aislados? The Act of Killing no nos los cuenta: la película que se está creando aparece más allá de nuestra imaginación, como un ente fantasmal. Al tono surrealista de todo el artefacto contribuye la aparente despreocupación con la que estos cineastas amateurs manejan aspectos como el espacio y el tiempo de la narración. Recrean una tortura como si fuese parte de un viejo film de gangsters, con  sombreros  fedora, trajes marrones y claroscuro. Aparecen coloridas escenas musicales en las que un grupo de jóvenes bailarinas ejecuta alegres coreografías. Herman Koto aparece a menudo caracterizado de mujer, con generosas cantidades de maquillaje. En un momento clave, Anwar Congo pasa de interpretar el papel de torturador para ponerse en el papel de una de sus víctimas. Todo esto puede resultar algo confuso, pero Oppenheimer no está demasiado interesado en su estilo narrativo ni en su concepto del espectáculo cinematográfico. Su interés se centra en la evolución de sus protagonistas al reconstruir mediante la imaginación sus actos criminales. Parte del proceso consiste en hacerles evaluar las imágenes que ellos mismos han creado, una experiencia que resultará perturbadora, al menos para Anwar Congo


Anwar Congo y Herman Koto, durante una pausa de su rodaje
Lo que les ocurre a este voluntarioso grupo de cineastas es que se encuentran, de repente, con ese ángulo ciego de la racionalidad humana que es la posibilidad de que el mal quede sin castigo. ¿Cómo construir así un drama épico, si todo se reduce a una serie de actos aislados e inconsecuentes? Nadie lo explica mejor que Adi Zulkadri. Si matar es el acto éticamente condenable por definición, es mejor que presenten una poderosas razones dramáticas que lo justifiquen: es decir, necesitan arrogarse la tarea de los constructores de mitologías y los creadores de sistemas éticos. Para Zulkadri no hay ningún problema en ello, es algo lo bastante normal a lo largo de la historia para darle demasiada importancia. Es un hombre que vive una vejez tranquila, disfrutando con sus nietos de las comodidades de la vida moderna,  como corresponde a un jubilado de medios desahogados. En cambio, Anwar Congo confiesa tener ciertos problemas con sus recuerdos. Duerme mal por las noches, y a veces los fantasmas de las personas a las que asesinó se le aparecen en sueños.  Si Zulkadri se retira discretamente a un segundo plano como hombre sin conflictos, Congo se hace cada vez más presente, como si necesitase dramatizar un ajuste de cuentas con el pasado. 


                       Adi Zulkadri discute la filosofía de la película

Anwar Congo recibe una medalla de una de sus víctimasen el desenlace  de su filme: "Por ejecutarme y enviarme al cielo..."
 ¿Y cual es el papel de Joshua Oppenheimer en todo esto? Su presencia, aunque invisible, se hace notar: los participantes se dirigen a él una y otra vez, y su voz se escucha en más de una ocasión. Nacido en Texas en 1974, residente en Londres desde su infancia, educado en Harvard, Oppenheimer es Senior Researcher en el Consejo de Investigación de las Artes y Humanidades del Reino Unido sobre género y genocidio; según su página web, se ha pasado más de una década "trabajando con milicias, escuadrones de la muerte y sus víctimas para explorar la relación entre la violencia política y la imaginación pública". Como cineasta, Oppenheimer parece verse afectado por la misma fascinación por el espectáculo que los sujetos de su obra: hay algunas objeciones formales a la manera en que el director construye la película, como si buscara potenciar el impacto dramático. Una y otra vez corta las secuencias cuando alguien dice algo particularmente aberrante, una técnica sensacionalista absolutamente inadecuada en este caso. El interés de The Act of Killig no está  en la forma, sino en el enfoque: la ausencia de contexto histórico y cultural deja claro que la intención del director es examinar la condición humana en las situaciones en que los hombres perpetran actos de extrema violencia, recurriendo a los trabajos de la  imaginación que justifican o exaltan esa violencia. Pero una película que nos enseña a desconfiar de la manera en que se construyen las historias debería ser consciente de que vamos a desconfiar de la manera en que construye su propia historia. ¿Es posible que Oppenheimer, tras convivir varios años con sus personajes, haya podido desplazar algo de la empatía que le han terminado provocando en la narración de su filme?


En su declaración de intenciones, el director afirma que “ Ver las escenas hacía que Anwar estuviera más interesado en el trabajo, que es cómo me di cuenta, gradualmente, de que estaba en un viaje paralelo y más personal a través del proceso cinematográfico, uno en el que buscaba asimilar el significado de lo que había hecho. En ese sentido, también, Anwar es el personaje más valiente y más honesto en The Act of Killing. Puede que no le guste el resultado, pero he intentado honrar su coraje y su valentía presentándolo de la manera más honesta, y con la mayor compasión que podía, al mismo tiempo que  señalaba los actos innombrables que había cometido” Pero el viaje de Anwar, tal y como lo presenta la película, deja con dudas a uno de sus productores ejecutivos, el prestigioso documentalista Errol Morris. Dudas que se refieren a la naturaleza de la interpretación y su relación con el comportamiento humano real. Morris se lo expuso a Oppenheimer:


Morris:
Si, ¿Se trata de una interpretación para él o para nosotros? ¿O se trata de algo real? ¡Hay alguna manera de saberlo?

Oppenheimer: Es las dos cosas. En el sentido de que un actor puede encontrar una emoción verdadera mediante la interpretación, o nosotros podemos sentirnos tristes eligiendo un recuerdo y hablando de él de una manera que nos haga sentir tristes. Se trata de las dos cosas. Es ciertamente consciente de la presencia de la cámara y está pensando en ello. Al mismo tiempo, está actuando de una manera que permite que el pasado le golpee de una manera inesperada en ese momento.

Morris: Simplemente, yo no lo sé.

Oppenheimer:
¿En serio?

Morris:
Bueno, tú le conoces y yo no.  Todo lo que yo tengo es la película y lo que tú me estas diciendo. Pero al final, he terminado con una pregunta. Sé que la gente tiene un pasado, pero ¿Están negociando con ese pasado, o simplemente intentan reinventarlo o inventarlo por completo?Oppenheimer: Estas proponiendo una cuestión que da mucho miedo. Es algo tan perturbador que hubiera sido difícil para mi mantener mi relación con Anwar, si esa fuera una asunción con la que trabajase. Puede ser cierto. Si Anwar no tiene un pasado, y al mismo tiempo tiene esos ecos, esas reverberaciones, o heridas, de lo que ha hecho que no sabe reconocer, y el último momento es quizá otro momento de interpretación, si entonces desaparece en la noche y entonces quedamos solos en esa tienda de bolsos vacía,  y no hay conexión con el pasado en esa terraza, entonces es demasiado terrible para mi completar lo que el conjunto de la película está diciendo. Es un pensamiento perturbador. 




Una película que deja abiertas muchas preguntas, algunas de las cuales no estaban previstas ni siquiera por su director.