DIR: GUILLERMO DEL TORO
INT: CHARLIE HUNNAM, IDRIS ELBA, RINKO KIKUCHI
USA, 2013, 131'
El ascenso de Guillermo del Toro hacia los mandos de un blockbuster veraniego es al mismo tiempo una bendición y una desgracia. Una bendición porque del Toro es un consumado fantasista, alguien cuyo interés por el género es el de un aficionado genuino y cuyos orígenes como cineasta le vieron mancharse las manos con látex y otros líquidos pringosos, los ingredientes artesanales de la creación de criaturas: Pacific Rim le permite desarrollar esas habilidades a una escala mayor. Una desgracia porque el blockbuster es una manifestación cultural estrictamente pautada, con un estilo determinado de antemano y unos requisitos de espectáculo ineludibles. Todo ello deja poco espacio para cualquier sensibilidad personal, y sería ingenuo esperar aquí la poética de cintas como El espinazo del diablo o El laberinto del fauno, que el cineasta mexicano rodo en España con presupuestos infinitamente menores.
Pacific Rim tiene un planteamiento argumental fácil de resumir en una frase: monstruos contra robots. En la jerga de Hollywood eso se llama high concept, y es tanto una exigencia de marketing como una necesidad para llegar a la mayor cantidad de sectores demográficos posible: de otra manera sería imposible rentabilizar unas producciones tan aparatosas. Monstruos contra robots: no hay mucho más que decir, Pacific Rim hunde sus raíces en dos venerables tradiciones de la cultura popular japonesa: los monstruos son Kaiju, como Godzilla, y los robots son Mecha (aunque aquí, en un extraño toque de originalidad, se les llame Jaeger): artefactos del tamaño de un rascacielos pilotados desde su interior por seres humanos. Para el aficionado al género, la película pretende recordar a aquellas viejas cintas en las que un hombre enfundado en un traje de goma destruía una maqueta de Tokio hecha de madera de balsa. Pero la artesanía manual ha dejado hace tiempo paso a la tecnología digital y las necesidades de la alta definición y de la gran escala obligan a la creación de amplios mundos virtuales. Resulta, por ello, extrañamente conmovedora la insistencia de del Toro a los diseñadores de Kaijus: que los monstruos digitales adopten la forma y los movimientos que podría adoptar un hombre enfundado en un traje de goma.
Raleigh Beckett (Charlie Hunnam) pilota uno de esos robots junto a su hermano Yancy hasta que un monstruo particularmente enfurecido les derrota. Yancy muere y Raleigh se ve obligado a buscar trabajo en la construcción, hasta que Stacker Pentercost (Idris Elba), su comandante, va en su busca tratando de revivir el moribundo programa Jaeger, que no goza de demasiado favor por parte de las autoridades. El problema es que deben encontrar un copiloto con quien Raleigh tenga la adecuada conexión emocional: los Jaeger son pilotados por dos personas que necesitan sincronizar sus mentes en el proceso. Aparece Mako (Rinko Kikuchi), una habilidosa joven por lo menos tan dañada como él: toda su familio pereció en el ataque de un monstruo. Todos estos temas de compatibilidad emocional y superación de traumas no van más allá del planteamiento: cualquier atisbo de profundidad dramática se disuelve como un azucarillo frente a la jerga técnica, las arengas militares, las fanfarrias y percusiones de la banda sonora, el estruendo del metal durante las peleas. En Sight & Sound, Kim Newman considera que “se trata de un himno a la pirotecnia militar que ridiculiza las soluciones civiles (construir un muro alrededor del mar) y solo puede concebir puñetazos y explosiones como manera de solucionar las incursiones desde otra dimensión”. Es posible que la escala (el principal elemente visual de la película) tenga algo que ver con ello. Desde la distancia a la que contemplamos a los personajes, la humanidad se nos aparece como una muchedumbre chillona e indefensa, llena de sujetos insignificantes cuyos problemas individuales resultan intercambiables. El problema entre la dramaturgia y el espectáculo a escala universal no se ha resuelto aun en el blockbuster veraniego, que año tras año aumenta de tamaño como si estuviese atrapado en un una carrera armamentística imparable.
Breve Making Of promocional en el que del Toro explica la creación de los mounstruos de la película.
El único refugio con cierta personalidad en todo esto es la guarida de Hannibal Chau, un contrabandista que trafica con los órganos de los Kaijus derrotados. Sabemos que estamos en el territorio del Toro porque lo interpreta su actor fetiche Ron Perlman (y le secunda Santiago Segura) Este extravagante personaje, que reina sobre un colorido y superpoblado distrito de Hong Kong, conduce la narración hacia una escala humana e introduce algo de personalidad en ella. De la misma manera en que su presencia sirve para sugerir las extravagantes maneras en que la vida humana puede abrirse camino cuando el mundo se halla dividido entre la amenaza del monstruo y la rigidez militar que lo protege, también sirve para recordarnos los refugios en los que puede cobijarse la creatividad personal (en este caso, los mundos coloridos y ligeramente bizarros aunque tiernos del mexicano) en una producción que por sus dimensiones y su rigidez se parece demasiado a unas maniobras militares.
Breve Making Of promocional en el que del Toro explica la creación de los robots de la película.
Las clásicas películas japonesas de destrucción masiva tenían como subtexto ineludible el recuerdo de los efectos de la bomba atómica. Eran una advertencia, a veces poco sutil, sobre los peligros que entrañaban los avances de la ciencia y la técnica, la impotencia del hombre ante la tecnología que él mismo ha creado. Nada de eso está presente en Pacific Rim, a pesar de que la guerra mediante robots ha dejado de ser exclusiva de la ciencia ficción (véase: drones). Se trata de una cinta puramente derivativa, que solamente aspira a modernizar unos referentes clásicos. En realidad la película es una metáfora sobre sí misma: sobre la pequeñez del hombre dentro de la maquinaria, sobre la
“compatibilidad emocional” requerida por los artefactos y que reduce la diversidad personal a una serie de blandos arquetipos, sobre la insignificancia a la que la gran escala reduce los problemas humanos y convierte a los protagonistas en figuras en frenético movimiento. Una bendición y una desgracia, por tanto, que alguien como del Toro sea el encargado de este proyecto. Por supuesto, el mexicano conoce perfectamente los resortes que han convertido a los Kaiju y los Mecha en figuras relevantes del entretenimiento popular, y sabe como activarlos con eficacia. Pero en una película de estas dimensiones debe limitarse a seguir el patrón de manera aplicada mientras busca la manera de introducir en su interior algo de fantasía de contrabando, como si fuese una sustancia ilegal o peligrosa.