lunes, 15 de abril de 2013

Efectos secundarios


 


T.O: SIDE EFFECTS
DIR: STEVEN SODERBERGH
INT: ROONEY MARA, JUDE LAW, CHANNING TATUM
EEUU, 2013, 106'










La últimas películas de Steven Soderbergh son pequeños ejercicios de género de apariencia poco ambiciosa a través los que el director norteamericano realiza un retrato nítido y no demasiado favorecedor del mundo en que estamos viviendo ahora mismo. Desde su gran díptico sobre el Che, y tras abrazar la cinematografía digital, Soderbergh ha apurado la última parte de su carrera (ha proclamado su intención de retirarse del cine este mismo año, al cumplir los cincuenta; Efectos secundarios podría ser, de esta manera, su último estreno en cines) rodando de manera a veces algo apresurada, como si ya no estuviera demasiado preocupado por los resultados o el éxito económico de sus películas.  Estas cintas son ejercicios en la actualización de determinados géneros: el cine de acción vertiente artes marciales en Indomable; las películas de catástrofes planetarias en Contagio; las películas sobre el mundo del espectáculo, en este caso sobre los strippers masculinos en Magic Mike;  las intrigas sobre conspiraciones empresariales en ¡El soplón!. Todas esas películas ocultan bajo su apariencia de entretenimientos modestos un análisis frío y despiadado de la sociedad contemporánea, especialmente sobre el papel cuerpo humano como  objeto de consumo; además de una experimentación constante con las posibilidades de la imagen digital, haciendo uso expresivo de la gran nitidez que aporta y redefiniendo el uso del color para el cine del siglo XXI.

Efectos secundarios es una cinta de suspense psicológico, con protagonista femenina en peligro y montones  de cambios de punto de vista, además de otras sorpresas y revelaciones. Un tipo de película propia del cine clásico de los años cuarenta, en las que las mujeres en peligro debido a las malas pasadas que les hacían sus propias mentes eran legión (véase: Nido de víboras, de Anatole Litvak; o Luz de Gas de George Cukor, por poner dos de los ejemplos más conocidos); y que resulta una rareza en el Hollywood actual, ya que el espectáculo es puramente narrativo y dramático, nada pirotécnico. Emily (Rooney Mara) es una joven que sufre una depresión cuando su marido (Channing Tatum ) sale de la cárcel, adónde había ido a parar por trafico de información privilegiada. Mara la interpreta dotándola de un aspecto de fragilidad y un aire etéreo, como si su consciencia fuese incierta o fluctuante. Un día, Emily estrella deliberadamente su coche contra el muro del garaje. En el hospital, se encuentra bajo los cuidados del doctor Jonathan Banks (Jude Law), un psiquiatra. En este tipo de películas, las protagonistas suelen caer en las manos de un profesional de la medicina u otra clase de figura de autoridad, que en nombre de la ciencia o de otra ley le señala la senda de vuelta hacia la normalidad social. Aquí, Banks es un tipo algo confundido, sometido a las presiones de demasiadas horas de trabajo, y a la necesidad de ganar el dinero suficiente para él y para su familia, que en el alto Manhattan es mucho dinero. Eso le hace a veces demasiado sensible a los intereses de las empresas farmacéuticas. Banks prueba a medicar a Emily con varios fármacos, ninguno de los cuales funciona demasiado bien hasta que le proporciona Ablixa, un nuevo producto que se anuncia en grandes carteles con fotos de gente sonriente que acaricia perros. Ablixa parece ir de maravilla excepto por un pequeño detalle: Emily comienza a sufrir episodios de insomnio. En uno de ellos, acuchilla a su marido. Al día siguiente se despierta sin recordar nada. En ese momento, Banks, que le ha recetado la medicina, se encuentra en un problema.



 Lo que sigue a continuación es la clásica sucesión de giros argumentales, revelación de identidades, cambios de puntos de vista y reformulación constante de lo narrado que se espera de un relato de estas características. El guión esta bien servido a través de una estructura casi matemática por Scott Z. Burns, quien ya había escrito para Soderbergh los libretos de ¡El soplón! y Contagio. Basta señalar la manera sutil en que la película pasa de seguir a Emily para centrarse en el doctor Banks para ejemplificar lo controlado de la estructura. Este tipo de narrativas se apoyan en una estructura férrea y un control constante de la información que se le suministra al público; por todo ello se adaptan perfectamente al temperamento del director, siempre más analítico y cerebral que emocional. Soderbergh rueda siempre desde una distancia media, midiendo las posibilidades de identificación que ofrecen los personajes y utilizándola para confundir las expectativas del público.

 A pesar de parecer un simple ejercicio de género, Soderbergh y Burns  se las arreglan para introducir en las imágenes un comentario sobre la sociedad actual y la indefensión del individuo aislado que resulta más eficaz porque se expresa en la manera en que avanza la narración, a través de los condicionamientos que ponen en marcha las acciones de los personajes y no por medio de ningún discurso externo. Efectos secundarios, al contrario de muchos thrillers psicológicos, no intenta visualizar la subjetividad de sus personajes, alterada o no, y mantiene un punto de vista ligeramente alejado de los mismos. No conviene desvelar demasiado al respecto, pero en esta película lo que motiva la violencia no es ninguna clase de demonio interior, estimulado químicamente o no, sino algo exterior a todos ellos, que condiciona su lugar en la vida de maneras que a veces no son capaces de aceptar. 


Rooney Mara, con pinta de loca
 Si el cine clásico presentaba estas historias a través de un celuloide en blanco y negro contrastado y generoso con las sombras, aquí los personajes se mueven entre luces difusas de un tono ámbar anaranjado, luces que caen desde los techos de escenarios en los que predominan las superficies metálicas o acristaladas, propicias a los brillos y los reflejos. La limitada profundidad de campo refuerza el juego entre primeros términos y fondos que se propone a través de la composición en profundidad. En sus últimas películas, Soderbergh (que ejerce además como director de fotografía, bajo el pseudónimo de Peter Andrews) ha decidido experimentar con las posibilidades del color en el cine digital. El resultado ha sido un retrato poco convencional y a menudo desconcertante de nuestra época, en el que la vida urbana aparece como un ecosistema artificial compuesto por luces fluorescentes y paneles geométricos de plástico, metal o piedra, en dónde los cuerpos de los personajes parecen un elemento invasor.

Estas últimas películas de Soderbergh se parecen en algo más al viejo cine clásico que acostumbraba a hacerse en Hollywood: resultan enormemente sofisticadas en cuanto a su estilo y su discurso sin dejar de aportar el espectáculo cinematográfico que todo el mundo espera de ellas. Como muchos grandes cineastas al final de sus carreras, Soderbergh parece no estar ya preocupado por que sus películas parezcan importantes. Lo curiosos es que haya llegado a ese momento antes de cumplir los cincuenta. Pero quizá eso resulta menos sorprendente, tratándose de alguien que puso al festival de Sundance (y a la nueva ola del cine independiente) en el mapa, ganó la Palma de oro con veinticuatro años, se convirtió a continuación en un indeseable para Hollywood tras un par de fracasos para resurgir a lo grande, ganando en 2000 el oscar al mejor director compitiendo consigo mismo. En todo este tiempo ha dirigido de todo, desde una franquicia de blockbusters hasta experimentos sin guión y con actores aficionados. Su recorrido parece abarcar varias carreras en una, y, tratándose de alguien tan inquieto, no parece extraño que llegado a este punto prefiera dedicarse a otras cosas.