viernes, 18 de diciembre de 2015

El puente de los espias

T.O: BRIDGE OF SPIES
DIR: STEVEN SPIELBERG
INT: TOM HANKS, MARK RYLANCE
EEUU, 2015, 141'




Aunque resulta extraño considerar a Steven Spielberg como un director con sensibilidad retro (su carrera definió el espectáculo cinematográfico al menos desde mediados de los setenta hasta los años noventa, y se convirtió en el Alfred Hitchcock o Walt Disney de su momento), su cine se encuentra fuertemente anclado en la atmósfera cultural de los años que siguieron al final de segunda guerra mundial. Las películas de Indiana Jones, por ejemplo, se basan en los seriales de aventuras de los años cuarenta. Encuentros en la tercera fase revive la fiebre ovni, E.T., a pesar de su ambientación contemporánea, captura la atmósfera de la clase media suburbial en la que creció el director. Los recuerdos y las historias de la segunda guerra mundial (la buena guerra, la guerra que había que ganar) se filtran en El imperio del sol, La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan. El director de Cincinatti fue un niño de la guerra fría, creció entre terror atómico y el asombro ante la carrera espacial, entre la mitología y la paranoia de la confrontación entre estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora, la guerra fría regresa como una fantasma en El puente de los espías, una película que recupera una de esas historias que se narraban en titulares a cinco columnas mientras Spielberg crecía en Ohio. Por ello, no es de extrañar que la visión de los años cincuenta que propone Spielberg esté teñida de nostalgia y de idealismo, un idealismo que al cineasta le gustaría recuperar para los tiempos que corren.

Una silenciosa afinidad entre enemigos

Los personajes de la cinta son dos celebridades ya olvidadas de la guerra fría: el espía ruso Rudolf Abel, capturado por el FBI en su hotel de Nueva York en 1957; y el piloto estadounidense Francis Gary Powers, cuyo avión espía U2 fue derribado sobre territorio soviético mientras fotografiaba el terreno. Menos conocido que ambos es el abogado James B. Donovan, vilipendiado por defender en los tribunales norteamericanos a Abel y cuyo papel en el intercambio de prisioneros entre EEUU y la URSS se ocupó de narrar él mismo en su libro de 1964 Strangers on a Bridge. Donovan es el protagonista de El puente de los espías: Tom Hanks lo interpreta, con su mejor invocación de James Stewart, conjurando al hombre común como Héroe Americano. El Donovan de Spielberg es un abogado especializado en seguros al que se nos presenta en una escena en la que revela sus dotes negociadoras y su convicción en el derecho como un pilar fundamental de la sociedad. 

La película comienza con una persecución muda por el metro de Nueva York, se mueve a continuación por el terreno del drama judicial y se convierte en su segunda mitad en una cinta de suspense y de espionaje para escenificar el intercambio de espías en un Berlín dividido en el que comenzaba a levantarse el muro. Todo esto avanza ágilmente gracias a la precisa estructura que le proporciona el guión de Matt Charman, revisado por los hermanos Coen para introducir ironía y ligereza a través de algunos certeros detalles de caracterización: el espía que busca su dentadura postiza mientras es detenido por el FBI, el fiscal de la Alemania oriental que nunca sabe cual de los muchos teléfonos que tiene en su escritorio está sonando en ese momento… El director aporta algunos de sus recuerdos personales a la hora de reconstruir la época: el pequeño Spielberg, al igual que el hijo de Donovan, llenó la bañera de su casa para así tener agua potable en caso de un ataque nuclear inesperado.


El abogado Donovan es un hombre de convicciones firmes

El núcleo dramático que unifica la película es la curiosa relación que se establece entre Donovan y Abel, una silenciosa afinidad entre enemigos en la que cada uno de los hombres continuará siendo un extraño para el otro, algo que no impide un respeto mutuo basado en la fuerza de sus convicciones. Mark Rylance compone un personaje carismático y memorable: un espía que se oculta bajo una apariencia fría y mundana y oculta su carácter bajo un estoico sentido del humor. Mientras tanto, el Donovan de Hanks tiene la calidez humana y la cercanía que estamos acostumbrados a encontrar en las creaciones del actor norteamericano, esta vez temperadas por un grado de acidez más alto de lo habitual: Donovan adereza sus discursos idealistas con algunas muestras de lenguaje tabernario. Hay una oscilación en la actitud de Donovan entre el idealismo sin reservas (su emocionada defensa de la constitución de los Estados Unidos, su convicción de que cualquier persona, incluso un espía enemigo, merece un juicio justo y la mejor defensa posible) y las astutas maniobras negociadoras (unas idas y venidas por las calles de Berlín, a un lado y otro del muro, en las que utiliza a su favor el conflicto no declarado entre la Alemania oriental y la Unión Soviética).

Spielberg reconstruye el Berlín dividido



Desde el punto de vista de la puesta en escena, esta es probablemente la película más clásica que Spielberg ha filmado en toda su carrera. Parece que el director siente la necesidad de honrar la época que recrea reviviendo el espíritu de sus espectáculos cinematográficos más característicos, aquellas artesanales aventuras en technicolor y pantalla ancha filmadas por los veteranos del Hollywood clásico. Por supuesto, el oficio de Spielberg es extraordinario: el director emplea los recursos del Hollywood moderno como instrumentos de su orquesta. Los decorados reconstruyen el muro de Berlín ladrillo a ladrillo en el invierno alemán y los cálidos despachos del poder con sus sillones de cuero y sus maderas nobles. La fotografía inunda de luz las escenas a través de ventanas y corredoras, una luz que se extiende sobre los escenarios y los personajes dotándoles de ese fulgor casi sobrenatural tan característico del director. El montaje logra que esta intriga política internacional avance con pies ligeros, la música (esta vez es de Thomas Newman, John Williams tuvo un pequeño problema de salud) establece de manera precisa el tono emocional de cada escena. Spielberg es el director más elocuente del Hollywood actual: cada gesto, cada movimiento señala de manera clara las motivaciones de quien lo ejecuta, cada circunstancia queda explicada de manera inequívoca. Aquí, esta elocuencia está especialmente bien modulada, integrada de manera perfecta en el curso de la intriga y en el espíritu de la época. 

Aunque la rememoración de los años de la guerra fría llena cada encuadre de El puente de los espías, la película no carece de relevancia contemporánea. Para Donovan, la justicia debería funcionar de la misma manera aunque quien se siente en el banquillo sea un espía soviético, una actitud que hace pensar en Guantánamo, ese territorio sin ley en el que Estados Unidos encarcela a algunos de sus actuales enemigos. El propio Spielberg no ha evitado esa asociación en las entrevistas promocionales que ha coincidido con respecto a la película: para el director, un poco del viejo idealismo y de la tradicional inocencia de los años cincuenta vendría muy bien en los cínicos tiempos que vivimos. Por supuesto, la época no fue exactamente cómo el director la rememora a través de sus recuerdos de infancia, pero sus personajes parecen ser conscientes de ello. Donovan (al igual que el Lincoln al que interpretó Daniel Day-Lewis en la anterior película del director) es un idealista pragmático, que logra lo que se propone gracias a sus diabólicas dotes de persuasión y a cierta habilidad para la manipulación. En los dramas políticos de esta última etapa de Spielberg, el idealismo y el pragmatismo se encuentran a menudo en un inestable equilibrio, una tensión que en esta ocasión se convierte en un impecable espectáculo con un fuerte aroma retro.