Lázsló Nemes es el flamante ganador del óscar a la mejor película extranjera gracias a El hijo de Saúl, su aplaudida exploración del Holocausto. Así que este es un buen momento para recuperar su primer cortometraje, rodado en 2007. De hecho, podemos considerar al cortometraje Türelem como un ensayo del que sería su debut en el largometraje: ambas películas se acercan al holocausto a través de una mirada oblicua, en el que el aspecto rutinario y convencional de la masacre aparece en primer plano mientras la violencia y la degradación humanas queda arrinconada hacia los bordes del encuadre. La diferencia es que en Türelem Nemes se centra en la experiencia de una oficinista anónima, una más en la enorme fuerza administrativa que la Alemania nazi tuvo que emplear para poner orden en las tareas de exterminio. El punto de vista del cortometraje es por tanto externo alas actividades del campo de exterminio, mientras que en El hijo de Saúl Nemes nos introducía en Auschwich a través de la mirada de un prisionero húngaro.
La propia puesta en escena de Türelem parece un ejercicio de preparación para El hijo de Saúl: la cámara sigue de cerca a la protagonista (el cortometraje consiste en un único plano secuencia) mientras se dispone a afrontar un día de trabajo en su escritorio, un día dominado por la monotonía de la que solamente escapa una rutinaria posibilidad de romance. De fondo, un fonógrafo arroja una canción ligera que sirve para tapar los sonidos que se cuelan del exterior, sonidos en los que de vez en cuando parecen advertirse llantos y gemidos. En un momento determinado, una voz llama la atención de la mujer, que decide acercarse hacia la ventana para descubrir lo que ocurre en el exterior. Entonces el espacio banal que la rodea adquiere un nuevo significado: los cuerpos desnudos preparados para la muerte, los uniformes rígidos y las armas dispuestas. Una anciana, mientras la conducen al exterminio, mira a la protagonista reclamándole de manera desesperada que intervenga, que haga algo. La oficinista se gira y vuelve a su escritorio. La música vuelve a sonar.
Por supuesto, estamos ante una muestra de la banalidad del mal, la expresión que la filósofa Hannah Arendt empleó en su ensayo Eichmann en Jerusalén para describir la actitud del los funcionarios, los burócratas y los cargos intermedios que mediante su indiferencia y su complicidad pasiva mantuvieron en marcha la maquinaria del holocausto. En el caso de nuestra protagonista, sin embargo, hay un matiz que podría implicar una diferencia moral: en un mundo que da la espalda a la masacre y la recubre con rutinas de oficina y canciones románticas, ella se acerca hacia la ventana para mirar lo que está pasando, revelándolo de esa manera a los espectadores. Como luego haría en El hijo de Saúl, Lázsló Nemes reflexiona en Türelem acerca de la ética de la mirada y de la representación del holocausto.