domingo, 14 de diciembre de 2014

El teorema cero

T.O: THE ZERO THEOREM
DIR: TERRY GILLIAM
INT: CHRISTOPH WALTZ, MÉLANIE THIERRY, MATT DAMON, DAVID THEWLIS
USA, 2013, 107'







Terry Gilliam, que  comenzó su carrera creando animaciones con recortes de revistas, acaba de estrenar una película que parece elaborada con imágenes recortadas de internet: sexo a distancia, vendedores de milagros, música mecánica y repetitiva, anuncios encima de anuncios encima de más anuncios. Las calles de este Londres pseudo-futurista son la interfaz de una red: las voces se sobreponen sobre los ruidos del tráfico, los rostros que surgen uno detrás de otro en las pantallas parecen dirigirse específicamente a cada uno de los transeúntes, mientras se protegen del frio y de la lluvia con abrigos de plástico chillón: “El futuro ha llegado. Y se ha ido. ¿Dónde estabas? Llama al 897-3434”


    En la películas de Gilliam, el decorado impone su presencia a los personajes, que deben luchar para reclamar la atención del espectador en medio de un espectáculo tan llamativo. En El teorema cero, el protagonista es Quohen Leth (Christoph Waltz) un desarrollador alopécico que vive en una iglesia en ruinas y trabaja para una poderosa compañía llamada Mancom, una corporación que ejerce una autoridad cuasi-gubernamental. Quohen trabaja analizando “entidades”, magnitudes cualitativamente diferentes a los números porque según explica “tienen vida propia”. Vive en un estado de aislamiento casi total, y, a pesar del ruidoso bullicio que le rodea por todas partes, es incapaz de sentir nada que no sea un indefinido malestar, como si la sobreabundancia de estímulos le hubiera insensibilizado. Su razón de ser parece consistir en la espera de una llamada que, por alguna razón, confía que le revele el sentido de la vida. Mientras tanto, la Dirección, personificada por un sorprendentemente rígido Matt Damon, le encarga la tarea de demostrar el teorema cero, un empeño que ha vuelto medio tarumbas a quienes lo han intentado antes que él. El teorema cero sería la confirmación de que toda materia y energía terminará por destruirse por completo: la prueba final y definitiva que excluye la posibilidad de cualquier tipo de trascendencia. Todo igual a cero. 

Christoph Waltz y Mélanie Thierry en la iglesia en la que reside el protagonista
    Mientras Quohen se desespera tratando de resolver el teorema, aparecen en su casa/iglesia una serie de extraños personajes que pueden ser un instrumento de control enviado por la dirección o quizá la posibilidad de una respuesta más valiosa que su anhelada llamada telefónica. Joby (Davod Thewlis), el amistoso supervisor de Quohen, Bainsley (Mélanie Thierry), una atractiva prostituta virtual y Bob (Lucas Hedges) un genio de la informática aficionado a la pizza que es al mismo tiempo el becario veraniego y el hijo del director de Mancom. Por no hablar de una psiquiatra a distancia interpretada por Tilda Swinton, cuyo rostro aparece en la pantalla de manera sorprendente y a menudo bastante inoportuna. Todo esto produce, como viene siendo habitual en el cine de Gilliam, un efecto de acumulación y desorden, aliñado con una corriente subterránea de paranoia.

    Se puede decir, que, al igual que en su anterior película, El imaginario del doctor Parnassus, la imaginación de Gilliam supera de largo los medios de que dispone para realizarla en pantalla. Algo así no deja de ser adecuado: la película pretende transportarnos a un futuro barato, que parece usado a los dos días. Gilliam hace más agobiante la atmósfera recargando la banda sonora con timbrazos, pitidos, zumbidos y toda clase de molestos ruidos tecnológicos; desequilibrando la cámara y desplegando abruptos movimientos en diagonal por el encuadre. Hay momentos en los que la película se convierte en una experiencia sofocante, parecida a la de vivir en un futuro ruidoso y hortera, rodeado de cámaras de vigilancia y propicio a la invasión de toda clase de figuras inesperadas, reales o virtuales. El teorema cero no es no de lejos la mejor película de Gilliam, y puede que todos estos temas ya hubiesen sido  tratados de manera más satisfactoria en obras anteriores (como Bazil o Doce monos), pero su imaginación es demasiado única y afilada como para que podamos permitirnos pasar por alto cualquier muestra de su desconcertante talento.