lunes, 5 de octubre de 2015

Eden

DIR: MIA HANSEN-LØVE 
INT: FÉLIX DE GIVRY, PAULINE ETIENNE, VINCENT MACAIGNE 
FRANCIA, 2014, 131'









Una broma recurrente a lo lardo de Edén, el cuarto largometraje de la directora francesa Mia Hansen-Løve, consiste en la aparición de dos jóvenes, Thomas y Guy-Man, que insisten infructuosamente al portero de algún club para que les busque en la lista de invitados. La última de sus apariciones resulta especialmente sangrante, porque Thomas y Guy-Man, también conocidos como Daft Punk, son los responsables de la canción más popular del momento. Imagina que Beyoncé, Rihanna o Justin Timberlake pasaran desapercibidos en cualquier calle. Ese anonimato casual de dos estrellas de la música refleja la extraña condición de la música electrónica, a veces tan impersonal e inhumana que parece surgir de la propia tecnología (también es cierto que Daft Punk se caracterizan por hacer todas sus apariciones públicas disfrazados de robots). Daft Punk tienen una presencia episódica y periférica en Edén, pero aportan uno de los caminos narrativos más interesantes de la película: muestran una posible vida alternativa para su protagonista, un joven DJ llamado Paul que se mueve en la atmósfera efervescente de la música electrónica parisina de mediados de los años noventa  (el llamado French Touch o French House), una muestra de lo que podría ser su vida si su música hubiera alcanzado la popularidad en vez da la de sus ahora famosos amigos.

Cuando el DJ se convirtió en estrella
Hansen-Løve se basa en las experiencias de su hermano Sven para construir su nueva película. Al igual que Paul, Sven fue un DJ que vivió de cerca el momento en el que la electrónica francesa se abría paso en el panorama del pop internacional, sin que su música alcanzase el éxito necesario para poder salir de un mundillo relativamente cerrado, compuesto por clubs dedicados al género y por emisoras de radio especializadas. Paul (Félix de Givry) es un joven de carácter tranquilo y con gran capacidad para el ensimismamiento. Lo conocemos, recién salido de la adolescencia, vagando por un bosque nocturno y brumoso mientras en la lejanía se oye el retumbar grave del techno. Paul acaba de asistir a una rave y se detiene bajo un árbol, algo aturdido, para descansar. Mirando al cielo que comienza a iluminarse, comienza a escuchar el canto de los pájaros  y se imagina un ave de colores caprichosos que sobrevuela, animada, la escena. Pronto quedará claro que el techno no es el estilo musical que más inspira a Paul. Su inspiración le lanza en busca de un sonido “que navegue entre la euforia y la melancolía”, algo parecido a  ese amanecer medio soñado en el bosque, que se traduce en una música  más evocadora y amable que la que suena habitualmente en las discotecas, pero sin dejar de lado el pulso nocturno y el ritmo de las luces parpadeantes.  Paul se inspira en pioneros del house de los ochenta como Larry Levan o Frankie Knuckles, unas afinidades que le permiten rodearse de un grupo de espíritus afines, pero que también anclan su música en un estilo que no resultará suficientemente flexible como para adentrarse en los dominios del pop. Pero la música no es del todo ingrata con Paul. El joven DJ forma un grupo llamado Cheers con un compañero del instituto, y juntos logran cierto reconocimiento dentro de la escena. Tienen su propio programa de radio, incluso llevan a cabo una exitosa sesión en el Moma neoyorquino. Y, por supuesto, hay fiestas, muchas fiestas.
 
Paul vive en un presente continuo hasta que el mundo de su juventud desaparece ante sus ojos
     Hansen-Løve dirige todo esto como si pasara por allí, como si alguien la hubiese invitado a una fiesta en la que no conociese demasiado a los invitados (quizá amigos de su hermano). No llegaremos a conocer demasiado bien a ninguna de las personas que rodea a Paul, ni profundizaremos en la que mantiene con su compañero de grupo. Ni con ninguna de sus sucesivas experiencias amorosas. Una de sus parejas más recurrentes, Louise, nos recuerda el paso del tiempo a través de sus cambios de peinado, mientras el aspecto de Paul se mantiene invariable a lo largo de toda la película, como si el tiempo no le afectara. Es un estilo de naturalismo casual que parece no profundizar absolutamente en nada, registrando cada momento como algo desprovisto de relevancia o de dramatismo. En lugar de eso, la directora se concentra en las maneras en que los personajes entran y salen de habitaciones, se distribuyen en la pista de algún club, manipulan giradiscos y mesas de mezclas, acuden a conciertos, consumen cocaína o mantienen relaciones sexuales, asisten a funerales o visitan su oficina bancaria. Esta cotidianeidad distanciada parece conformarse con ser el reflejo de las costumbres de unas determinadas personas en un lugar concreto, pero pronto aparecen, como corrientes subterráneas, sensaciones poderosas e inesperadas. Como la devastadora irrupción del paso del tiempo en una vida que hasta entonces parecía consistir únicamente en un perpetuo presente. O la revelación de haberse visto arrastrado por la pasión de la música (Lost in music es el subtítulo de la película) hasta el punto de encontrarse aislado de lo que para la mayoría de las personas que le rodean  constituye la vida real.