viernes, 30 de enero de 2015

Análisis: Hombres en la ciudad: los policías y ladrones de Michael Mann en Ladrón, Heat y Enemigos públicos

 "Entras en una habitación donde están Michael Mann, Michael Bay y James Cameron. Tienes una pistola con dos balas. ¿A quién disparas?" "A Michael Mann. Dos veces. Para asegurarte de que está muerto" Hace unos años, dos de los más prestigiosos maquilladores de Hollywood contaban esta historia durante su visita al festival de Sitges. Refleja el consenso entre los trabajadores de la industria del cine acerca de las dificultades de trabajar con Michael Mann. Su perfeccionismo se hizo legendario desde sus inicios, y las crónicas de sus rodajes abundan en relatos de enfrentamientos, elaborados melodramas de luchas por el poder y abandonos en masa de miembros del equipo. Sin embargo, su control casi completo sobre todos los aspectos de una producción le ha proporcionó un enorme prestigio profesional, mucho antes de que su nombre comenzara a llamar la atención de los críticos y los cinéfilos. Eso se manifiesta en sus cuatro nominaciones a los premios Oscar y en el hecho de que los estudios pongan a su disposición presupuestos muchos más generosos de los que le corresponderían si se tomara únicamente en cuenta su rendimiento en taquilla. Además de eso, Mann es un artista con voz propia: “Stanley Kubrick, Eisenstein, Dziga Vertov y el cine ojo; esa es mi gran aspiración. Por eso el enfoque que doy a las películas es estructural, formal, abstracto y humanista” Ese estilo estructural, formal, abstracto y humanista necesita, para llevarse a cabo, una logística casi militar y las herramientas técnicas más avanzadas del momento, todo ello enmarcado en las prácticas de una industria fuertemente jerarquizada y con aversión al riesgo. Es evidente que la lucha por la autonomía, artística y profesional y la necesaria dependencia de la gran industria es una historia repleta de compromisos, frustraciones y atrevimientos. Este drama entre el anhelo de autonomía y la necesaria dependencia de una estructura institucional se ha reflejado en todo el cine de Mann, especialmente en la trilogía acerca de policías y ladrones, formada por Ladrón (1981), Heat (1995) y Enemigos públicos (2009). En ella, el director hace trascender los conflictos de sus personajes del entorno criminal o policial en el que se mueven para convertirlos en representantes de la condición contemporánea.

 Como el propio director, sus personajes son consumados profesionales: la mejor manera de acercarnos a sus vidas es verles practicar su oficio. Conocemos a Frank, el protagonista de Ladrón, mientras perfora las paredes de una caja fuerte con un pesado taladro industrial. . “Cuando acabé de rodar la película, - Dice James Caan, que interpreta el personaje- sabía forzar una cámara de seguridad. ¿Recuerdas la escena del principio? Me dieron un taladro magnético de 90 kilos para mí solo, cuando normalmente se maneja entre dos personas. Y allí estaban todos los ladrones que asesoraban la producción, y todos los cámaras preparados. Michael me dijo: “Adelante”, porque sabía que había practicado. Y empecé a perforar la puerta. En plena perforación, el taladro dio una sacudida y se soltó, pero lo sujeté y lo volví a colocar en su sitio. Cuando abrí las puertas de la cámara me encontré con otras dos puertas en el interior que no me esperaba.  Cogí un punzón y un martillo y rompí las cerraduras. Todos los ladrones se pusieron a aplaudir.” Es una secuencia de casi diez minutos, minuciosa y detallada: cada movimiento debe ser preciso, el tiempo está cronometrado. La identificación de Frank con su actividad de delincuente profesional tiene que ver también con su historia de aislamiento social. 

James Caan, demostrando sus habilidades como ladrón.




Frank  es un hombre criado por el estado, a través de casas de acogida, reformatorios, prisiones. En la cárcel aprendió la manera de sobrevivir: lograr que nada le importase, ni siquiera su propia supervivencia. Un compañero de celda, Okla (Willie Nelson) actuó como figura paterna y le transmitió su oficio. En libertad, ha conseguido prosperar gracias a sus meticulosos robos, pero no ha dejado de comportarse como un presidiario. Habla de manera lenta y deliberada, para asegurarse de ser entendido. Utiliza la intimidación y la violencia en situaciones cotidianas, como si no conociera otras maneras de tratar con la gente. Se ha convertido en un solitario y rechaza trabajar para otros. Aunque lleva una vida relativamente lujosa, anhela una existencia más completa. “Tengo lo mío – Le dice a Okla en una de sus visitas a la cárcel, refiriéndose a sus trabajos – pero ¿Y luego, qué?”. Al contrario que tantos otros criminales icónicos de la historia del cine, Frank se niega a convertir el trabajo que lleva a cabo en la razón de su existencia. Sus anhelos toman la forma de un collage elaborado en su celda con recortes de revistas: una casa, un coche, mujer, hijos, la figura de Okla presidiéndolo todo. “Frank tiene sueños burgueses, lo cual es perfectamente normal en un inadaptado que ha vivido en la cárcel desde los 15 a los 30 años. No conoce los rituales de cortejo; ni siquiera sabe cómo funciona una máquina de tabaco. (…) En la cárcel, los reclusos carecen de la mayoría de los instrumentos de autoexpresión. La privación es tal que los detalles más insignificantes de la vida, la forma de hablar,  de sentarse, de plancharse la raya de los pantalones, se convierten en iconos vitales, en expresiones de la identidad individual, de quien es y quién es cada cual.”

No hay demasiadas posibilidades de pasar desapercibido con unas habilidades como las suyas en el submundo criminal de Chicago. Aparece Leo (Robert Proski), un viejo mafioso de aspecto desconcertante, entre amenazador y benéfico. Leo quiere que Frank trabaje para él, pero éste no tiene intención de permitir que nadie controle su destino. Lo que realmente desea Frank es asentarse con Jessie (Tuesday Weld), una camarera que comparte un pasado oscuro. Frank pretende que Jessie encarne a la mujer que ha recortado de una revista para elaborar el collage de sus sueños, y quizá más tarde completarla con un par de niños y un perro. La relación funciona porque ella, que mantuvo una desagradable relación con un traficante de drogas, comprende lo que significa mirar la vida normal desde los márgenes. Una noche, en una cafetería nocturna, Frank abre toda su vida ante Jessie: cuenta sus años de cárcel, explica la mentalidad que le hizo sobrevivir a ellos y que le ha convertido en la persona que es ahora: “No te tiene que importar una mierda si vives o mueres. Tienes que llegar a alcanzar el nivel en el que nada significa nada. (…) Supe que iba a sobrevivir cuando logré alcanzar ese estado mental.”  Pero Jessie tiene un problema a la hora de encajar en el collage: no puede tener hijos. Los servicios de adopción oficiales no son muy receptivos a la solicitud de un ex convicto, así que Leo aprovecha la situación para ofrecerle a Frank un bebé a cambio de sus servicios.  De esta manera, Frank está ahora en manos de Leo, y lo que es peor para su filosofía, tiene algo que sí le importaría perder.


La noche en Chicago es una oscuridad punteada por destellos en Ladrón

Ladrón es una película situada en la transición entre dos épocas. Participa del realismo rugoso de los policiacos de los años setenta, que contrasta con la estilización de los reflejos del neón y la música electrónica que caracterizarían el cine de la década que comenzaba. Los sintetizadores de Tangerine Dream aportan a la película un sonido mecánico y frío, la imagen más representativa de la cinta es un Chicago nocturno en el que los carteles luminosos y la iluminación urbana se reflejan en la oscuridad del asfalto, creando el efecto de un túnel oscuro atravesado por destellos  de neón.  En ese laberinto, Frank descubrirá que su delicada paternidad y el resto del collage de sus sueños están en manos de Leo, que confía en dominarle gracias a ello. En esa situación, Frank tiene que volver al estado en el que “nada significa nada”. Quema su tienda de coches usados. Despierta a Jessie en la noche, le da dinero y la obliga a huir. Después, hace explotar su casa. Está preparado para el enfrentamiento final. Irrumpe en la casa de Leo y se deshace de él y de sus esbirros, que mueren entre cartones de leche derramados y la programación nocturna de televisión. Cuando termina, desaparece en la oscuridad de la pantalla, convertido en un hombre sin atributos. ¿Qué ocurre después? En el comentario del dvd, Mann y Cann no consiguen ponerse de acuerdo. El actor prefiere ser optimista respecto a la suerte de su personaje: un hombre con la determinación de Frank podría recuperar todo lo que perdió haciendo lo que fuese necesario. Sin embargo, el director es más pesimista: “¿Adónde va? A ninguna parte”

Frank es el personaje favorito de James Caan en toda su carrera.
 Es la historia de un hombre que busca un lugar en el mundo más allá de su eficacia profesional, pero que se ve obligado a renunciar a todos sus vínculos simplemente para sobrevivir. La atmósfera del rodaje debió ser realmente curiosa. Algunas noches, los policías y ladrones que asesoraban a la producción se reunían para tomar algunas copas: muchos de ellos habían crecido juntos, estudiado juntos, incluso venían de las mismas familias. “Es como en mi barrio- recuerda Caan- La gente no se da cuenta de que no es lo normal que un hermano se haga ladrón y el otro policía”. Los ladrones disfrutaban fanfarroneando ante los policías de los robos que habían cometido, dado que los delitos ya habían prescrito. Estaba John Santucci, entonces en libertad condicional, que  proporcionó las sofisticadas herramientas con las que Frank lleva a cabo sus golpes y enseñó a James Caan a manejarlas. Además, interpreta un pequeño papel en la película, el del sargento Urizzi, un policía violento y bocazas que persigue a Frank con muchos aspavientos y poca eficacia. Santucci disfrutó a partir de entonces de una breve carrera en el cine y la televisión que declinó a principios de los 90, lo que le hizo regresar a la vida criminal. Estaba Dennis Farina, en su primera aparición en el cine después de dieciocho años ejerciendo de policía en Chicago. Interpreta brevemente a uno de los matones a sueldo de Leo, más tarde se convertiría en uno de los rostros inconfundibles del cine norteamericano, normalmente en papeles secundarios de policía o delincuente. Otro de los policías era Chuck Adamson, que aparece brevemente en una escena,  y que más tarde se dedicó a escribir para el cine y la televisión (entre otras cosas, la serie Crime Story, producida por Michael Mann y protagonizada por Dennis Farina) y continuó ejerciendo como asesor de Mann. La manera más decisiva en la que Adamson influyó en la carrera de Mann fue contándole una vieja historia que le había ocurrido a principios de los años sesenta.

Trataba acerca de un ladrón llamado Neil McCauley, un delincuente introspectivo, hábil e inteligente que a sus cuarenta años había pasado más de la mitad de su vida adulta en prisión. A pesar de ello, no tenía ni la más mínima intención de cambiar de oficio. En 1963, McCauley y Adamson, que ya llevaba unos meses siguiéndole el rastro, se encontró inesperadamente con él mientras recogía la ropa de la lavandería. Su reacción fue invitarle a tomar un café. El ladrón aceptó. “-¿Por qué no te vas a otra parte a montar líos?”  Le preguntó Adamson “-Me gusta Chicago” Le respondió  McCauley “-Te das cuenta de que un día vas a estar dando un golpe y yo voy a estar allí. -Bueno, míralo por el otro lado. Puede que yo tenga que eliminarte. -Estoy seguro de que volveremos a vernos.” Un año después, ambos hombres volvían a verse. McCauley atracaba un supermercado sin saber que, en el exterior, los hombres de Adamson esperaban su salida. Durante la huida, McCauley fue abatido por Adamson en el jardín de una casa cercana. Esta historia obsesionó a Mann durante casi dos décadas. La introdujo en un capítulo de Crime Story, rodó con ella un telefilme de 1989 llamado L. A. Takedown. Finalmente, gracias al éxito de El último mohicano, Mann pudo rodar en 1995 la que se convertiría en su película más representativa: Heat. Robert de Niro sería McCauley y el policía, llamado ahora Vincent Hanna, lo interpretaría Al Pacino.

Robert de Niro como Neil McCauley

Hanna aparece en el escenario de un atraco llevado a cabo por la banda de McCauley. Un furgón blindado ha volado por los aires, los cuerpos de los guardas están tendidos sobre el asfalto, acribillados. A unos centenares de metros se encuentra la ambulancia en la que los ladrones han huido, quemada. Las ropas, las máscaras que llevaban, también aparecen quemadas. Se han llevado 1’6 millones en bonos al portador, la calderilla ni la han tocado. “Porque no han tenido tiempo – Reflexiona Hanna en voz alta- Iban cronometrados. O sea que sabía cuánto nos lleva responder a un 211. Nos tenían controlados, nos han inmovilizado: han entrado y han escapado en menos de tres minutos. Este es un buen sitio, hay buenas vías de escape, dos autopistas en medio kilómetro.” Hanna se comienza a animar en su recorrido por los restos del crimen, estimulado al reconocer las huellas de una mente organizadora. Alguien le pregunta si reconoce el modus operandi. “¿Su modus operandi? Es que son buenos. Una vez cometido el asesinato, después de matar a dos guardas, no han dudado, se han cargado al tercero. Porque ¿Qué diferencia hay?”

Hay enormes diferencias entre estos dos personajes. McCauley dispone de las vidas ajenas en función de un cálculo entre los beneficios y los riesgos, Hanna contempla a menudo las consecuencias de esa clase de violencia , lo que le deja una huella profunda. McCauley es silencioso y taciturno, prefiere confundirse en el anonimato de la multitud. Vive en una lujosa mansión sobre una colina desde la que le gusta contemplar el tapiz luminoso que es la ciudad de Los Ángeles por la noche. Las paredes de la casa están desnudas, y no hay mueves en las habitaciones. No hay nada, en realidad, que McCauley no pueda llevarse consigo si tiene que huir inmediatamente. Su código se basa en una máxima que repite a menudo: “No te ates a nada que no puedas abandonar en treinta segundos si la pasma está a la vuelta de la esquina”. Hanna habla y se mueve rápido, agita las manos de manera expresiva. Está pasando por una crisis en su tercer matrimonio, una relación a la que dedica tan poco espacio en su vida que el único objeto personal que tiene en la casa que comparte con su mujer y la hija adolescente de ésta es un viejo televisor. Son muy diferentes, pero comparten una misma condición: la del profesional moderno, al que las exigencias de flexibilidad y movilidad que le impone su actividad le suponen unas presiones insoportables en su vida privada. “Los dos se conocen bien. Ninguno se engaña. Hanna sabe perfectamente quien es: conoce sus errores y es consciente del dolor que causa a su familia. McCauley tiene un enfoque de la vida rígido y casi marxista, cree que es libre de todo lo que heredó por nacimiento, que las circunstancias pueden modificarse. Ese pensamiento tiene una trágica consecuencia: su lema “no te ates a nada”. Pero dentro de su disciplina McCauley es tan plenamente consciente como Hanna.”



Cada atraco de la banda de Mccauley es una coreografía compleja y violenta
El escenario es la ciudad de Los Ángeles, un lugar de atmósfera azulada lleno de reflejos metálicos. Desde una cierta altura, la ciudad se convierte en un conjunto abstracto: un tapiz de luces cuando McCauley la contempla desde su balcón o una cuadrícula de bloques de hormigón y acero cuando Hanna la recorre en el helicóptero de la policía. Es un punto de vista propicio para planificar los movimientos, establecer los tiempos, diseñar las rutas, también  para controlar a sus rivales. Pero con los pies en el asfalto, el entorno se convierte en algo vivo y agresivo, repleto de fuerzas y superficies que ejercen una resistencia. Un lugar en el que los planes pueden resultar comprometidos por un nuevo miembro del grupo demasiado aficionado a la violencia, o en el que una intervención sorpresa puede convertirse en una batalla en plena calle de resultado incierto y de control imposible. Durante la película, ambos personajes cambiaran sus posiciones, alternarán la condición de observador y observado.

Mann tiene su propio modus operandi. Una de las escenas más  recordadas de Heat ocurre cuando McCauley atraca un banco y Hanna, que ha recibido una información al respecto, le espera en la salida. Su encuentro convierte el centro de Los Ángeles en un campo de batalla. “Esa escena surgió a partir de la coreografía, y no fue diferente a coreografiar una danza. Ensayamos en tres campos de tiro que pertenecían al departamento del Sheriff del condado de Los Ángeles. Construimos una maqueta a escala real de la localización en la que íbamos a rodar, con bultos para marcar los coches aparcados que iba a haber, los buzones de correos, cada punto en el que De Niro, Val Kilmer o Tom Sizemore iban a buscar refugio mientras se movían de un lugar a otro. Cada actor recibió entrenamiento con las armas a la manera que lo recibiría alguien en el ejército, durante muchos días, con normas de seguridad muy rígidas, hasta el punto que el manejo seguro y hábil de esas armas se volvía reflexivo. Entonces, como culminación, compusimos la acción para la cámara con los actores disparando munición real hacia objetivos fijados mientras se movían en esos ensayos. La confianza que surgió en esas preparaciones extensas – todas partiendo de un punto dramático básico – significaron que cuando estábamos finalmente rodando en 5th Street, disparando balas de fogueo, cada hombre tenía la habilidad exacta y precisa del personaje que representaba.”


A esas alturas de sus existencias, tanto Hanna como MCauley han vivido suficientes experiencias como para saber que la pregunta que atormentaba a Frank (Tengo lo mío… Pero ¿Y luego, qué?) no tiene demasiado sentido. “Yo hago lo que mejor sé hacer, robar –dice McCauley – Y tú haces lo mejor que sabes hacer: tratar de detener a tipos como yo.”  Se dedican a sus oficios con un celo que roza lo existencial, como si sus actividades profesionales fueran lo único capaz de definirles como seres humanos. Aún así, Hanna no deja de ocuparse de la hija adolescente de su mujer, incluso sabiendo que sus atenciones serán insuficientes.  McCauley vulnera sus propias reglas cuando comienza una relación con Eady, una diseñadora gráfica que trabaja en una librería. Y la propia determinación férrea de los protagonistas acabará resultando reveladora de sus debilidades. Cuando McCauley abandona a Eady, sin una palabra, cuando se siente perseguido, lo hace en función de su disciplina autoimpuesta, pero también para evitar involucrarla en las dificultades de su vida criminal: es un acto de amor, que le resulta un sacrificio doloroso. Y cuando Hanna persigue a McCauley  por los alrededores de las pistas del aeropuerto, emplea todas sus capacidades no solamente porque desee resolver el caso, sino porque el respeto que siente hacia un adversario tan poderoso como McCauley le obliga a emplear sus mejores capacidades. No es extraño, por tanto, que después de dispararle, Hanna se acerque al agonizante McCauley para compartir con él un último gesto, un último momento, como si ambos supieran que la condición que les ha unido es el vínculo más serio que han tenido con otro ser humano en todo ese tiempo. 



Otra versión de este conflicto, más romántica y estilizada, se desarrolla en Enemigos Públicos (2009). El héroe es John Dillinger (Johnny Depp), famoso durante los años de la depresión gracias a sus espectaculares atracos. Como profesional, sus herramientas preferidas son los potentes motores V8 de los vehículos que salían de las factorías de Detroit, cada vez más rápidos: Dillinger es por encima de todo, un profesional de la huida. Mann nos lo presenta in media res, ayudando a salir de  prisión a sus compañeros de banda. Es una de las fugas carcelarias que le hicieron tan legendario como sus atracos. La herramienta preferida de Mann en este caso es una nítida cinematografía digital con la que pretende evitar la lejanía temporal de toda reconstrucción de época y sumergir al espectador en el presente de los años treinta, el vértigo de la velocidad provocando las emociones de lo completamente nuevo. “Nuestra era digital es más vieja para nosotros de lo que era para Dillinger el viaje a alta velocidad. Podía llevar a cabo grandes atracos en un periodo de diez días, empezando en Minnesota,  saltando a Indiana, después corriendo a Tucson para tomar un descanso. Su capacidad de hacer eso no tenía más de cinco años” 

Hay, sin embargo, un aspecto que diferencia a Dillinger de los anteriores protagonistas de Michael Mann. Dillinger cultiva una personalidad carismática, y aprovecha al máximo  su aspecto y maneras de estrella. El momento era propicio. En el clima social de la depresión, el atracador contemplado como una especie de héroe popular, un proscrito solitario y romántico que desafiaba a las autoridades y se vengaba de esas instituciones a las que muchos veían como responsables de su miseria: los bancos. A pesar de buscar principalmente su propio beneficio, Dillinger y algunos de sus contemporáneos se convirtieron en modernos Robin Hood, personajes de baladas folclóricas. Dillinger cultiva activamente esa imagen, desplegando su carisma en sus propios atracos (“Guárdeselo. No queremos su dinero, sólo el del banco”, le dice a un hombre que le acerca un billete y unas pocas monedas de su bolsillo), bromeando y fanfarroneando con la prensa que se acerca a recibirle en algún ingreso en prisión (“-¿Cuánto tarda en atracar un banco?  –Un minuto cuarenta segundos. Exactos.” ), prestando atención a la mitología de la delincuencia que por entonces estaba creando Hollywood. Es una forma de vanidad, por supuesto, pero también una herramienta profesional. Le permite contar con la benevolencia popular  para facilitar sus huidas, le permite encontrar fácilmente un refugio para él y para su banda. Normalmente gracias a la ayuda de mujeres, alguna granjera viuda que le pide que le lleve con ellos, o algún burdel donde la banda pueda recibir la atención de sus pupilas. Cuando otro delincuente le propone participar en un secuestro, Dillinger se niega, porque esa clase de crimen dañaría su imagen heroica. ¿A quien le importa lo que piense la gente?, le preguntan. “A mi me importa lo que piense la gente. Me escondo entre ellos.”

Eventualmente, sus fortalezas se convirtieron en debilidades. Su facilidad para huir de un estado a otro dejó en evidencia a las fuerzas estatales de policía, propiciando la creación de una organización federal: el FBI. La popularidad de Dillinger hace que se convierta en una prioridad para su director, el maquiavélico J. Edgar Hoover, deseoso de afianzar su poder. Hoover, como Dillinger, está obsesionado por su imagen y la de su organización. No se separa de su publicista  y tiene cierta facilidad para regalar titulares grandilocuentes a la prensa, declarando “la primera guerra de  Estados Unidos contra el crimen” o calificando a Dillinger como “el enemigo público número uno”. La tarea de terminar con él se le encarga a Melvin Purvis (Christian Bale), otro concienzudo profesional que se dispondrá a emplear una combinación inestable de metodología científica y violencia despiadada. La tenue frontera entre una y otra se irá convirtiendo en algo perturbador para el agente de la ley. 


Dillinger es un bandido romántico.

--> La fama también le ocasionará problemas con una organización poderosa y técnicamente avanzada, aunque esta vez en el otro lado de la ley. Dillinger se ha vuelto demasiado famoso para que sus contactos del crimen organizado se arriesguen a ayudarle. Uno de ellos le hace pasar a una centralita donde varias filas de telefonistas atienden llamada tras llamada: la mafia ha centralizado el control de las apuestas de todo el país. “Cada uno de esos teléfonos gana en un día lo que sacas del mayor de tus atracos”. Por supuesto, se han hecho arreglo con la policía, arreglos que la presencia del “enemigo público número uno” podría poner en peligro. “Así que el sindicato tiene una nueva política. A los tipos como usted, no les vamos a blanquear el dinero ni los bonos nunca más.  No volverán a esconderse en nuestros burdeles nunca más. Ni armeros, ni médicos, ni refugio ¿Entendido?”

La sugerencia de que los bandidos románticos pertenecen al pasado no deja mucha huella en los pensamientos de Dillinger. De todas formas, nunca se había preocupado demasiado por hacer planes de futuro. Algo así se ve claramente en su relación con  Billie Frechette (Marion Cotillard).  Frank y McCauley no dudaron en deshacerse de sus parejas en un solo instante cuando las cosas se ponían feas, en escenas que eran demostraciones de la preponderancia de su mentalidad individualistas a la vez que actos de amor: una renuncia dolorosa para evitar arrastrar en su caída a la persona a la que aman. Dillinger, siempre tan romántico, se une a BIllie sin reservas, sin ningún código autoimpuesto. Sus encuentro y sus llamadas telefónicas tendrán un papel importante en el seguimiento que le hace el FBI, pero eso a él parece no importarle. Llegado ese momento, los movimientos de Dillinguer parecen adquirir un aspecto nihilista: el de una pura energía sin propósito definido cuyo único fin parece ser continuar en movimiento, aunque en el fondo sepa que está condenado a extinguirse. “Una ironía que me atrajo era que, aquí está un tipo que hacía una planificación formal, que tenía un planteamiento muy metódico de cada uno de sus golpes, pero que se había embarcado en un viaje hacia ninguna parte específica. No tenía un objetivo fijado. No había plan en su vida, en el sentido que lo tenían Butch y Sundance, que habían dicho ‘Una vez que consigamos X cantidad de dinero, o esto se vuelva demasiado peligroso, nos vamos a Sudamerica’ No creo que la película logre transmitir esto. Ese punto se me escapó. Si estuviera haciendo la película de nuevo, quizá escribiría un guión completamente diferente.”

A partir de entonces, la película emprende una huida sin destino. Los acontecimientos, a pesar de resultar enormemente vívidos y precisos, se producen como una sucesión de momentos sin una conexión definida. Las luces y los sonidos adquieren protagonismo por encima de los personajes y de sus palabras. En ese momento de su carrera, Mann estaba considerado  un estilista de la imagen digital, un director más preocupado por la superficie y los destellos de sus imágenes que por los personajes y sus acciones. Algo que no es exactamente adecuado tratándose de alguien que dedica tantos esfuerzos a la documentación, a la investigación, a la creación de la ambientación correcta. Es posible que Mann sintiese la necesidad de enfrentarse con un enfoque manierista a una historia que ya había rodado dos veces.

En cualquier caso, Enemigos públicos cierra una trilogía informal (más de una década separa cada una de estas películas) en las que se examina el conflicto entre el individuo y el colectivo, entre el profesional moderno y el mundo para el que trabaja. Un conflicto que forma parte de la vida moderna, y que el propio director, sin duda, ha experimentado a través de su posición en un medio tan jerarquizado y tecnológico como el cine de Hollywood. Para afrontar ese conflicto, se necesita asumir responsabilidades y afrontar riesgos. La necesidad de dedicarse de manera monacal a un oficio, haciendo difícil o imposible cualquier clase de relación personal. La obsesión por dominar la tecnología o la metodología de manera que acaban por convertirse en un fin en sí mismas, perdiéndose de vista los fines para los que se emplean. La ilusión del control. Las dificultades de escapar del poder de un sistema mucho más poderoso que uno mismo, por muy fuerte que se sea. La tentación de aceptar el trabajo equivocado para las personas equivocadas. O, por el contrario, la continua amenaza de verse relegado a los márgenes, a la oscuridad, a la insignificancia. La posibilidad del nihilismo, del movimiento continuo, sin propósito, sin destino.