sábado, 14 de enero de 2012

El Havre

T.O: Le Havre Dir: Aki Kaurismaki Int: Andre Wilms, Kati Outinen, Jean Pierre Darroussin, Blondin Miguel Finlandia, Francia, 2011, 93'

Las últimas películas de Aki Kaurismaki vienen desarrollándose en una especie de aldea feliz donde se refugian los desplazados de la sociedad moderna; pobres y derrotados, pero dignos y en el fondo, buena gente. Sobreviven gracias a construir una especie de mundo aparte en el que el tiempo parece estar detenido, pervive la nostalgia de una época en que se podía confiar en los vecinos, los electrodomésticos no se fabricaban para estropearse, y aún se llevaban sombreros. Todo es bastante viejo en ese mundo: la gente es vieja, los coches son viejos, los rockeros son viejos. Todos se empeñan en sobrevivir como si fuese una muestra de orgullo mostrar las huellas del paso del tiempo.

Marcel Marx (André Wilms, que ya había interpretado al mismo personaje en “La vida de bohemia”) ha abandonado todas sus ambiciones literarias y se ha refugiado en el barrio portuario de Le Havre, en compañía de su mujer Arletty (La imprescindible Kati Outinen). Marcel se gana la vida como limpiabotas, un oficio anacrónico pero perfectamente adecuado para alguien como él, ideal para dejar pasar el tiempo y observar el caos en que se está convirtiendo el mundo actual. Con Arletty ha conseguido algo parecido a la felicidad, una felicidad forjada en el estoicismo, la serena aceptación de la derrota, de la insignificancia, pero sin renunciar a la dignidad.

Todo esto se altera un poco cuando aparece Idrissa (Blondin Miguel). Idrissa es un inmigrante ilegal que huye del puerto de Le Havre perseguido por la policía, y que terminará refugiándose en casa de Marcel. Su aparición moverá los hilos de una silenciosa conspiración solidaria que buscará encontrar la manera de conseguir que el chico no resulte detenido, continúe su viaje, y se encuentre con su madre en Londres. Es un mecanismo en el que a través del ejercicio de viejas virtudes públicas como la solidaridad y la fraternidad, los habitantes del decaído barrio pueden ejercitar el derecho a ser una comunidad.


El mundo en que Kaurismaki hace desenvolverse a sus personajes está cuidadosamente elaborado mediante colores vivos y un atrezzo sacado de los mejores mercadillos. Las composiciones de los encuadres son precisas y los actores se mueven entre una y otra con el respeto debido a la casi desaparecida tradición de la escenificación cinematográfica. Todo es deliberadamente artificial, como la manera en que la cámara busca el siguiente encuadre, levemente anticipado por un sutil cambio de iluminación. La caracterización es clave para definir a sus personajes, por lo demás no muy dados a darse a conocer con sus palabras. Sabemos que el comisario que interpreta Jean Pierre Darroussin tiene, en el fondo, buen corazón, porque lo vemos conducir un desvencijado Renault 8 con unas cuantas décadas a sus espaldas, y bajarse de él ataviado con un clásico abrigo de paño negro y un sombrero que podrían haber salido del guardarropa de una película de los años cuarenta. Del mismo modo, comprendemos que el delator que incorpora Jean Pierre Leaud es irredimible cuando usa un teléfono móvil para denunciar a Idrissa a la policía.

Pero en “Le Havre”, en esta construcción de cuento de hadas, deliberadamente alejada de la realidad, como huida o refugio, resulta invadida, a veces de manera agresiva, por elementos que nos recuerdan que existe otro mundo ahí fuera, y no precisamente amistoso. Furgonetas de la policía, agentes uniformados, subfusiles apuntando a los inmigrantes “por indicación del ministerio del interior”, imágenes televisivas que ocupan la pantalla hablando de campos de refugiados arrasados y de la búsqueda inclemente del joven evadido. La aparición de esos elementos es una agresión estética, como si arruinaran el esfuerzo hecho para crear el resto de los planos tan meticulosamente, introduciendo feos elementos modernos que acaban resultando paradójicamente anacrónicos y fuera de lugar.

Esa pareja feliz: Andre Wilms y Kati Outinen

Al contrario de lo que ocurría en otras películas del director finlandés, autocontenidas en si mismas, “Le Havre” apunta al exterior de sus propias imágenes para reflexionar sobre el lugar de ciertos valores humanos. Principalmente, sobre el hecho de si intentar vivir de manera comunitaria y creyendo en que el resto de seres humanos posee, al menos, cierta bondad, es una utopía propia de un cuento de hadas o una salida viable para quienes no son capaces de adaptarse a la demencia de la sociedad moderna.

“Le Havre” es uno de los puntos más altos de la filmografía de Kaurismaki, y eso, en un director que emplea una paleta de recursos deliberadamente limitada y controlada, significa una labor de síntesis y depuración. El finlandés sigue la senda del humor con cara seria que desarrollaron Buster Keaton o Jacques Tatí, de la comicidad física de Charles Chaplin. A lo largo de los años ha ido refinando su estilo, aparte de darle inconfundibles toque nórdicos, ruede donde ruede sus películas. Cada vez espacia más sus producciones, como si necesitarse pensar con más calma lo que hace, un tiempo que parece dedicar más a eliminar lo superfluo que a añadir cosas nuevas.

En la manera en que las ideas se articulan en esta película, su sencilla apariencia no deja de desvelar la complejidad de sus ideas. Si Kaurismaki quiere que retornemos a las películas de otra época, en las que se podía saber quien era bueno y malo, y se podía creer en los finales felices, lo hace sin ninguna clase de cinismo pero al mismo tiempo sin dejar de presentar el mundo como un lugar desolador. Si su intención es simplemente filmar cuentos de hadas con un tinte vagamente utópico, con una visión enternecedora de la humanidad, el resultado acaba siendo más espinoso, ya que esa utopía se nos presenta en abierto contraste con el mundo moderno, y consigue hacer que nos planteemos el anacronismo de actitudes que en otra época eran en elemento básico de la ciudadanía.

Esta no es una película social porque trate el tema de la inmigración ilegal: en realidad Idrissa es más una cifra que un personaje real, un catalizador que sirve para poner en marcha el mecanismo de la trama. La dimensión social de “Le Havre” se encuentra en la manera en que refleja la vida de esas personas desclasadas que no han podido incorporarse a la maquinaria del capitalismo actual. Esa “Underclass” ha venido siendo reflejada habitualmente por el cine como una clase alienada, carente no ya de una conciencia de sí misma, sino incluso de emociones, incapaz de comunicarse con el mundo como consecuencia de la imposibilidad de entender su lugar en él. Kaurismaki ha preferido darles otra salida, con colores más vivos y música de Gardel.

Optando por conservar los aparatos viejos en vez de dejarse llevar por la fiebre consumista que prefiere cualquier cosa con tal de que sea nueva, prefiriendo la confianza en la comunidad en vez del individualismo en el que cada uno busca su propio beneficio, estos inadaptados del puerto de Le Havre construyen una alternativa a la sociedad de la que no pueden formar parte. Pero la utopía tiene sus propios límites, y los milagros, aunque ocurren, no son, al fin y al cabo, más que un aplazamiento de la muerte.