“Los chicos están bien”, película estrenada calor de sus 4 nominaciones a los Oscar (finalmente no se llevó ninguna estatuilla), es una de esas cintas que a muchas personas nos suelen resultar bastante irritantes: está muy bien hecha (y no deja de proclamar lo bien hecha que está), tiene buenas interpretaciones de actrices de prestigio, un guión con ingenio y una fotografía bonita. Por lo demás, su mensaje resulta evidente, aunque no sea precisamente el mensaje estamos acostumbrados a recibir de una película tan convencional, por lo menos no lo era hace un tiempo.
Nic (Anette Benning) y Jules (Julianne Moore) son una pareja que lleva unas cuantas décadas junta. Tiene dos hijos: Joni (Mia Wasikowska) y Laser (Josh Hutcherson). Joni, en edad de ir a la universidad, comienza a preguntarse por la identidad de su padre biológico, el hombre que donó el esperma que hizo posible que ella y su hermano existieran. Tras unas cuantas averiguaciones, conoce a Paul (Mark Ruffalo), un tipo que tiene un restaurante de comida orgánica y lleva un estilo de vida bohemio que fascina en principio a los chicos, pero al que luego considerarán un extraño que desestabiliza el entorno familiar.
Hemos visto muchas veces esta película, en la que la unidad familiar se ve amenazada por un desconocido cuya aparición acaba sirviendo para que se reafirme la estabilidad del núcleo familiar. A veces ha tenido formato de thriller, incluso de terror, pero la mayor parte de las veces nos han contado esta historia como ahora nos lo hace Lisa Cholodenko, con el manto de una comedia amable. La única diferencia es que en este caso la unidad familiar la sustenta una pareja homosexual y el hombre (heterosexual) es el elemento extraño y desestabilizador.
Hay un empeño durante todo el metraje de la película en presentar un mundo amable y bonito, muy propio de este tipo de comedias: los personajes tienen buenos trabajos y viven en casa bonitas, suenan canciones indies pegadizas. Cualquier persona soñaría con una hija como Joni, tan buena estudiante, responsable y más madura que ningún personaje de la película. Incluso los problemas de adolescencia de Laser se explican simplemente porque tiene un amigote demasiado cafre. Nic y Jules tienen, por su parte, su ración de problemas conyugales: Nic es dominante y controladora mientras que Jules resulta algo más soñadora e irresponsable. No hay un tono reivindicativo sobre el lesbianismo, la película se esfuerza por presentarlas como a cualquier otra pareja de larga duración. De hecho, el mensaje más reivindicativo de la película es la afirmación de que, al fin y al cabo, las lesbianas son normales, tan normales que al fin y al cabo su historia encaja en un esquema argumental tan reconocible por el público.
Lo cierto es que si convertimos al personaje de Nic en un hombre, la película resultaría difícilmente aceptable para casi cualquier público de hoy día. Solo el hecho de que la pareja protagonista esté formada por dos mujeres la convierte en algo mínimamente interesante. Es curioso que la película adopte una defensa convencional de las familias no convencionales, o que abogue por la familia tradicional aun cuando sus componentes no sean los tradicionales. Un estatus tan paradójico como la propia película, producida por la Universal bajo su división indie, Focus Features.
Sin embargo, “Los chicos están bien” no es extraña dentro del panorama cinematográfico actual. Las representaciones cinematográficas de colectivos que la sociedad ha marginado (minorías sexuales, raciales o políticas) han ido poco a poco encontrando su lugar en el cine comercial, al tiempo que la sociedad se hacía más abierta y tolerante con respecto a quienes anteriormente marginaba. Del cine underground, que se oponía frontalmente a la narrativa Hollywoodiense (es decir, a las representaciones socialmente vigentes) y cuyo planteamiento era militante pasamos al cine Indie, que buscaba integrar a las actitudes alternativas dentro de la narrativa tradicional; y de ahí a la asimilación por parte de Hollywood de los modelos independientes a través de sus filiales de bajo presupuesto, eso que se ha dado en llamar indiewood y que trata de que los estudios de Hollywood no se pierdan los dólares que generan las películas menos convencionales.
Tomemos como punto de partida una de las películas pioneras del cine underground: Fireworks (1947), de Kenneth Anger. Es un corto de 15’ rodado por un adolescente (Anger tenía 17 años en el momento del rodaje) que aprovechó el fin de semana en que sus padres le dejaron solo en casa para filmar sus fantasías homoeróticas.
Anger utilizó lo que quedaba de las vanguardias tras la segunda guerra mundial para mostrar el deseo homosexual como un impulso que surge de manera fantasmal, en sueños, y que es imposible de caracterizar socialmente. Como la narración lo señala: “Deseos inflamables ocultos de día bajo el manto de agua fría de la conciencia, son avivados por la noche por las libertarias llamas del sueño”. La propia forma de la película, una producción amateur, que renuncia a la tradición del cine narrativo hace hincapié en el alejamiento de la corriente principal del cine americano. Quizá para mostrar que, en 1947, la homosexualidad sólo se podía mostrar de manera alegórica en una película casi privada. Y casi clandestina, porque Anger fue arrestado bajo la acusación de obscenidad tras el estreno de la película, pero la corte suprema de California declaró que se trataba de una obra de arte.
“Fireworks” fue un anticipo de lo que estaba por venir. Desde finales de los años cincuenta y durante toda la década de los sesenta se desarrolló en Estados Unidos una corriente de cine con el que diversos colectivos trataron de encontrar su voz. Los negros que luchaban contra la discriminación y la marginación, las feministas, izquierdistas de diversas clases, activistas contra la guerra de Vietnam, etc…Todos estos colectivos sentían que estaban fuera de la imagen que daba Hollywood del país, una imagen blanca, anglosajona y protestante, de clase media alta y completamente heterosexual. El cine que hicieron fue un total desafío no sólo a esas representaciones, sino a la manera de entender el cine que tenía Hollywood. Rechazaban los métodos de producción industriales y el cine narrativo. Eran películas realizadas con medios amateur que se distribuían en grupos cerrados: reuniones de agrupaciones más o menos informales, universidades, grupos políticos o sindicatos y que en muchas ocasiones no pretendían llegar al público general.
Pero nuestro modelo de convivencia social (me refiero al occidental) ha favorecido a lo largo del tiempo la integración de los colectivos marginados (aún con tensiones, por supuesto) Bien sea porque la democracia, como sistema político, crea un modelo de participación que acaba extendiéndose a la sociedad, bien porque los cambios sociales ocurridos a mediados de este siglo que desplazaron el eje de la relación social de los grupos al individuo, primando las relaciones personales por encina de otras cosas; el caso es que muchos de estos colectivos fueron matizando su oposición al modelo social vigente y fueron, poco a poco, reclamando su espacio en el mismo.
De esta manera, los homosexuales reclamaron poco a poco su lugar en las representaciones sociales, al mismo tiempo que buscaron la manera elaborar sus propias ficciones de manera encontrasen su lugar dentro de la sociedad. La respuesta cinematográfica que se produjo desde mediados de los años setenta fue la eclosión del cine independiente. Las diferencias con el cine underground son significativas: de bajo presupuesto, pero elaboradas de manera profesional, estas películas solían centrar su atención en colectivos que no aparecían en el cine de Hollywood (los inmigrantes mejicanos, por ejemplo) pero lo hacían mediante una narrativa tradicional y con la esperanza de llegar al público general, expresando el deseo de esos colectivos de integrarse en la sociedad.
Si hay una película que representa de manera clara este cambio de tendencia, se trata de “Mi Idaho privado” , la cinta que dirigió Gus Van Sant en 1990 y que protagonizaron Keanu Reeves y River Phoenix. Se trata de la historia de dos chaperos, Mike y Scott, que se ganan la vida en las calles de Portland. Mike (River Phoenix), que fue abandonado de niño, es una persona desarraigada que anhela encontrar a la madre perdida. La película es, en cierta manera, el relato de esa búsqueda. Scott, por su parte, ha elegido su forma de vida como forma de rebeldía frente a su familia, de clase alta.
Las huellas del cine underground están presentes en las fugas mentales de Mike, aquejado de narcolepsia, en las que su personaje, mientras practica su oficio, sueña con carreteras que se pierden en el horizonte, granjas rodeadas de hierba y una afectuosa figura materna ;mientras en la banda sonora Eddy Arnold canta una vieja canción sobre la conducción del ganado. El ambiente surreal y simbólico de la escena, sin embargo, se inserta en una narración tradicional que se permite referenciar a Shakespeare: el personaje de Reeves ha salido de Enrique IV. “Mi Idaho privado” articula las dos maneras de entender la experiencia homosexual: la fantasía privada y el mito colectivo.
Ninguna carrera representa mejor que la de Gus Van Sant el paso de los márgenes a la corriente general, del Underground a Hollywood. Debutó en 1986, con la adaptación de Mala Noche, la historia autobiográfica de Walt Curtis, un poeta de Oregon al que se le relaciona con el movimiento Beat de Ginsberg y Burroughs. Durante los años siguientes se convirtió en uno de los directores más importantes del cine independiente, con “Drugstore Cowboy” y “My Idaho privado”. Luego comenzó a gravitar en la órbita de Hollywood, una tendencia que llegaría a su punto álgido don “El Indomable Will Hunting”, en 1997, un éxito de taquilla que le valió una nominación al oscar y múltiples acusaciones de renunciar a sus raíces artísticas al calor del éxito.
Sin embargo, a principios de la pasada década, emprendió un giro radical en su carrera para realizar cuatro obras de minimalismo experimental que le valieron una Palma de Oro en Cannes (Elephant, 2003) y la entronización por parte de la crítica del nuevo milenio, que por entonces estaba ocupada defendiendo el vacío narrativo como respuesta a la pirotecnia hollywoodiense. Pero Van Sant no tardó mucho en volver a desconcertar a sus seguidores: “Milk” (2008) era una narración tradicional, la hagiografía de un líder carismático, en este caso Harvey Milk, elegido concejal de Chicago en representación del barrio de Castro, epicentro de la cultura homosexual en esos momentos. Su puesto le convirtió en el lider político mas o menos oficial de la comunidad homosexual. Milk fue asesinado junto al alcalde de la ciudad por un ex concejal enajenado, y su figura adquirió proporciones legendarias.
“Milk”, producida por Focus Features, (Los mismos responsables de “Los chicos están bien”) se convierte en una película de mensaje obvio y propósito didáctico: su aparición en el momento en que se debatían las leyes sobre el matrimonio homosexual en California no es casual. Por supuesto, está realizada con mano maestra: los ecos de la experimentación subyacen en ciertos efectos de montaje y en las composiciones, auque aquí están plenamente subordinadas al mensaje. La interpretación de Sean Penn (merecedora de un oscar) también ayuda a matizar y hacer más cercano al personaje. Pero lo mas destacado de Milk es cómo reclama el cine como arena política, en el sentido clásico, es decir, como lugar en el que articular un discurso.
En cierto sentido, la película es completamente fiel a la trayectoria de su protagonista: este también estuvo relacionado con los movimientos underground y más tarde decidió defender su forma de vida desde la legitimización institucional. Reclamó la arena política para quienes vivía al margen de ella, a veces perseguidos por las leyes. “Milk”, la película, hace lo mismo en el campo de las imágenes: busca un espacio legítimo dentro de la representación y para ello no lucha contra los modos de representación dominantes, sino que los acepta, como hizo Harvey Milk con el sistema político.
Desde las fantasías privadas y clandestinas hasta las reivindicaciones públicas, la representación que han hecho los homosexuales de sí mismos ha ido cambiando al mismo tiempo que lo hacía su lugar en la sociedad. Gracias a eso tenemos una película tan mediocre como “Los chicos están bien”: donde antes había desafío, nos encontramos con conformismo. En lugar de reclamar la excepcionalidad, se proclama la normalidad. Pero esto no tiene por que ser necesariamente algo malo, al menos si consideramos todos los aspectos en juego. Acusar a Lisa Cholodenko de renunciar a sus raíces indies y reclamarle algo más rompedor seria como reclamar que ciertas formas de vida volviesen a la clandestinidad sólo porque ,al fin y al cabo, eso siempre resulta más excitante.