domingo, 13 de febrero de 2011

127 Horas

T.O: 127 Hours
Dir: Danny Boyle
Int: James Franco, Kate Mara, Amber Tamblyn
USA, 2010, 94'


Danny Boyle (Manchester, 1956) es un director que siempre nos ha caído bien, aunque durante mucho tiempo no tuviésemos razones demasiado sólidas para admirarle. Quizá porque sus películas, inventivas y extravagantes, se salían de lo común aunque sus ambiciones quedasen a menudo muy lejos de sus logros. Corrió el riesgo de convertirse en un one hit wonder con “Trainspotting” (1996), una película que alcanzó la consideración de éxito generacional, lo que la hizo parecer mucho mejor de lo que era. Después, su carrera alcanzó una fase errática, en la que eran habituales las indefiniciones de tono (“Una historia diferente”, 1997), de género (“La playa”, 2000) e incluso de ambiciones. Su estilo era (y sigue siendo) maximalista, un derroche de inventiva audiovisual que no daba siempre la sensación de estar bien enfocado. Pero lo más decepcionante de todo era el convencionalismo subyacente de todas sus películas, que ahogaba las pretensiones pseudo-vanguardistas de su puesta en escena. Sus historias no son muy diferentes, pero las cuenta como si lo fueran.


Pero, de un tiempo a esta parte, Boyle ha conseguido definir mejor sus habilidades y ha desarrollado cierto oficio a la hora de desplegar su pirotecnia visual. Se ha resituado como director de género y ha aplicado sus esfuerzos a una concepción cinética del espectáculo, lo que ha dejado fuera las pretensiones trascendentales que arruinaron algunas de sus primeras películas. Gracias a ello, ha conseguido redefinir el cine de zombies para el siglo 21 con “28 días después…” (2003) (con todo lo que ha llovido desde entonces en materia de muertos vivientes…) e incluso se ha llevado un oscar gracias a “Slumdog Millionaire” (2008), un impecable entretenimiento a base de miseria y exotismo. Gracias al extraordinario éxito de esa película, se ha permitido afrontar un proyecto como “127 horas”, que lleva tour de force escrito por todos lados.


Tierra de cañones

En abril de 2003, el montañero Aron Ralston, de 27 años, quedó atrapado en una grieta del parque nacional de Canyonlands, Utah, con una roca aprisionándole el brazo derecho. Cinco días después, tras agotar sus reservas de agua, se amputó el brazo para poder liberarse de la piedra y salir del cañón, siendo rescatado poco después. Ralston se hizo famoso gracias a este suceso y publicó un libro narrando lo sucedido, “Betwen a rock and a hard place”, en el que se basa el guión de Simon Beaufoy, guionista de “Full Monty” (1997) y “Slumdog Millionaire”.


Esta es la típica película que Hollywood está siempre soñando con hincar el diente aunque no siempre se atreva. Dificultades narrativas (un tipo atrapado cinco días en un cañón sin poder hacer nada) que facilitan el empleo de malabarismos resultones para resolverlas; la consiguiente dosis de veracidad que da el cartelito de basado en hechos reales, que sirve de coartada muchas veces para pisar el pedal del melodrama; y el one-man-show de un actor, James Franco, que aparece sólo en la pantalla durante gran parte de la película. Boyle, como es de esperar, no desperdicia ninguna oportunidad para sacar de paseo toda su amplia gama de recursos audiovisuales.


La película reparte su atención entre los aspectos físicos de la supervivencia y las fugas mentales del protagonista. Boyle nos muestra todos los detalles orgánicos del proceso: la sed, que constituye prácticamente el mayor motor de la trama; la debilidad provocada por la ausencia de alimentos y bebida; incluso el nimio pero revelador detalle del alivio provocado por la aparición de unos destellos de sol durante quince minutos cada mañana. Pero durante todo el proceso, la mente de Ralston se evade en ensoñaciones que Boyle visualiza con su energía habitual: es ahí donde el protagonista se arrepiente de no coger las llamadas de mamá o de no haberle prestado demasiada atención a una novia que tuvo hace tiempo. En el clásico estilo del mancuniano, todo esto aparece expresado mediante un montaje hiper-acelerado, mezcla de formatos (el escalador utiliza su videocámara doméstica para tener alguien con quien hablar), sorprendentes acompañamientos musicales que incluyen la sintonía de Scooby-doo, y un nocturno de Chopin, y un generoso uso de la pantalla partida. La piece de resistance es, por supuesto, la secuencia de la amputación, que Boyle rueda con notable detalle y una música hiperrítmica de A. R. Rahman.


El director se esfuerza tanto por no aburrir que acaba haciendo que las ciento veintisiete horas se pasen en un momento, lo que a algunos le parecerá bastante impropio. La película comienza de manera frenética, mostrándonos al protagonista como un joven hiperactivo y algo arrogante, cuyo constante despliegue de energía física le hace creerse invulnerable y que no cree necesitar a nadie alrededor. La naturaleza pondrá las cosas en su sitio y le dará una lección, por supuesto, pero es la misma hiperactividad que le ha metido en el lío la que conseguirá mantenerle cuerdo, desplegando todos los recursos posibles para intentar sobrevivir, y no pensárselo dos veces antes de tomar la decisión definitiva.