jueves, 13 de enero de 2011

Balada triste de trompeta

Dir: Alex de la Iglesia
Int: Carlos Areces, Antonio de la Torre, Carolina Bang
España, 2010, 107'

“Balada triste de Trompeta” es una película absurda, descompensada, sin mesura ni equilibrio narrativo, dramáticamente superficial, con personajes esbozados mediante trazos gruesos, más pendiente de convertirse en una sucesión de escenas de impacto que en construir un tono coherente. Según los criterios habituales, podríamos dejar aquí mismo de hablar de ella, aunque para ello tendríamos que dejar de lado que la película asume el desequilibrio, lo grotesco y lo superficial como las condiciones esenciales de la existencia, los pilares con los que construir un universo.


A través de una reconstrucción histórica basada en oscuros recuerdos de infancia y cultura popular de mercadillo, Alex de la Iglesia lleva al límite su estilo de pirotecnia y cómic hasta hacer que los chistes no tengan ninguna gracia y la violencia resulte dolorosa. Caricaturas superficiales y jocosas, aparentemente hechas para hacer reír, se convierten en monstruos y como tales mueren y matan, sin ninguna concesión al buen gusto ni al sentido común. La narrativa de de la Iglesia ha tomado siempre como referencias el cómic y el circo. El aspecto circense aparece en la manera en que las escenas se suceden una a otra como si fueran números independientes, cada uno intentando superar en espectacularidad al anterior, como si fueran números independientes, hasta llegar a un final abracadabrante donde se disparan todos los cohetes. Como en las fábulas, los personajes se articulan en función de la situación, y no ésta en función de los personajes.


Este es un circo donde todas sus pistas están en marcha desde el principio. En un asombroso prólogo, un payaso travestido interpretado por Santiago Segura es reclutado a punta de fusil por un capitán miliciano para contener el ataque de un batallón nacional. El artista, armado con un machete, descubrirá los placeres de la masacre amputando extremidades a medio batallón en medio de un frenesí sangriento. Tras esa grotesquería salvaje, el testigo de la narración pasa a su hijo, Javier (Carlos Areces), quien, no sabemos cómo, ha llegado hasta 1973 y se dispone a debutar como payaso triste en un circo en el que la estrella, Sergio, como payaso tonto, se encargará de golpearle dentro y fuera de la carpa. Javier es el hombre que no ha tenido infancia y que, por tanto, sigue siendo un niño. Sergio, por su parte, es el Hombre, simple y violento, seguro de su carisma y comunicándose a ostias. Entre ellos aparece Natalia (Carolina Bang), la equilibrista espectacular que se excita con Sergio y siente ternura con Javier, cuyas idas y venidas entre uno y otro a veces parecen un juego, a veces una provocación. Con la elegancia de un péndulo, la mujer se moverá entre uno y otro, sin permanecer demasiado tiempo con ninguno. Los personajes son vulgares y superficiales, pero ese es su problema, como no tardarán en descubrir. En una escena que define el tono de la película, Sergio humilla a Javier durante la cena y golpea a Natalia cuando ésta hace un intento de defenderle. No hay nada de gracioso en todo esto. Más tarde, tras una disculpa no muy entusiasta, Natalia se excita ante la fuerza y la determinación de Sergio y acaban follando salvajemente contra las paredes de la cafetería.


Hasta aquí, parece que estamos ante la típica historia en la que la chica mal tratada por los hombres busca refugio en los brazos de un hombre tierno y bla bla bla. Nada de eso. El enfrentamiento entre los dos hombres se volverá cada vez más violento por parte de ambos. En un giro de la trama tan asombroso como desconcertante, de la Iglesia convierte a los dos personajes masculinos en monstruos, exagera aún más sus características y hace que lleven al límite su concepto de la masculinidad, convirtiéndolo en algo grotesco que necesita la violencia para seguir existiendo. Javier deforma el rostro de Sergio a golpes, tras lo que huye al bosque, donde sobrevive alimentándose de animales muertos y regresa convertido en un hombre-animal dispuesto a llevárselo todo por delante, como si la destrucción fuera lo único capaz de mantener en pie su existencia. Sergio se verá convertido en un Frankenstein incapaz de hacer reír a los niños, su belleza y su carisma se desvanecen, su violencia se colma de resentimiento. Hay un momento en la película en el que el enfrentamiento entre los dos hombre es lo único que da sentido a la narración, y la mujer, que había puesto su grano de arena la creación de este antagonismo, se convierte en algo accesorio, una simple excusa para continuar la pelea.


En esta segunda parte, la narración se disgrega y pierde los últimos atisbos de continuidad, las escenas se suceden atropelladamente. Franco y sus cacerías, el erotismo de los primeros pasos del despape y una epifanía proporcionada por el cantante Raphael en sus años mozos. Hay momentos y detalles que asombran por su brillantez, aunque el ritmo y la sucesión de momentos nos desconcierta, como si no supiéramos qué hacer con el conjunto. Todo va muy rápido, como si al director se le fuese la película de las manos, aunque mas bien parece que ha puesto todo de su parte para llevarla a éste paroxismo de lugares comunes deformados. Como a sus personajes, al director no se le ocurre en ningún momento detenerse en su loca carrera, medir las dosis de violencia o fealdad que vuelca en la pantalla. Si la narración del cineasta vasco recuerda a un espectáculo circense, el estilo viene a ser una combinación del tebeo autóctono marca Bruguera con la cinética desenfrenada del último Hollywood. Multitud de detalles se agolpan por la pantalla, sólo para que la cámara se mueva tan rápido que apenas podamos verlos. Colores saturados se distribuyen en el encuadre, y la sensación viene reforzada por la rapidez con la que se suceden los cortes de plano. La música de Roque Baños aparece continuamente por sorpresa, desgranado un clímax tras otro dejando de lado cualquier idea de graduación del énfasis.


La aparición de una referencia histórica tan concreta (España, 1973) puede animar más la confusión, al combinarse con una desarrollo dramático tan abstracto, una narración tan fuera de este mundo. ¿Qué se puede sacar en limpio de todo esto? La España tardofranquista que presenta “Balada triste de trompeta” es una pesadilla subjetiva que arrastra todos los materiales que encuentra a su paso, devolviéndonos un reflejo deforme y temible. Desde luego que de la Iglesia no pretende suplantar las funciones de un historiador, ni sugerir que tenga demasiado que decir sobre el pasado. No pretende convertirse en un discurso coherente, ni revisionista ni de ningún tipo, solamente abrir, para el tratamiento de la historia de España nuevos cauces, en la que las viejas tragedias aparezcan más como mitos de oscuro origen que hechos de los que merezca la pena seguir hablando.