DIR: MIGUEL GOMES
INT: TERESA MADRUGA, LAURA SOVERAL, ISABEL MUÑOZ CARDOSO, ANA MOREIRA, CARLOTO COTTA
PORTUGAL, 2012, 118'
Con películas como
Tabú, El tío Bonmee que recuerda sus
vidas pasadas de Apitchapong Weerasethakul (2010) o Holy Motors de Leos Carax (2012)(por poner algunos ejemplos
recientes), el espectador corre el riesgo de sentirse desplazado por sus
propuestas conceptuales, como si no fueran más que artefactos intelectuales que
necesitasen de alguna clave arcana para ser descifrados. Es una pena, porque
entonces uno se pierde la pura sensualidad de sus imágenes y sonidos, el
sentido del juego de sus caprichos narrativos, el constante humor de lo
inesperado. Son películas que apelan al conocimiento cinéfilo y cultural al
mismo tiempo que nos obligan a olvidarnos de todo lo que hayamos visto antes, a
dejar atrás los esquemas de juicio que empleamos habitualmente y a abandonarnos
a la contemplación de su extraña belleza, de sus poco convencionales
estructuras y de su narración libre. Tabú
comete desde el primer momento la blasfemia de robarle el título a la obra
maestra póstuma de F. W. Murnau, un relato sobre la perdida de la inocencia
primitiva, para poner en juego los fantasmas del colonialismo europeo tal y
como se han venido articulando a través de leyendas, malos sueños, canciones
pop y éxitos de Hollywood continuamente repuestos en televisión. Es una
película caprichosa y lúdica que apela tanto a la memoria del cine como a la
manera en que el pasado se reincorpora en nuestras vidas de formas en las que
quizá no somos demasiado conscientes.
Tabú comienza con un mágico prólogo
narrado por el propio director; en
él, un explorador muere en África
tras contemplar el fantasma de su amada, su espíritu pasa a pertenecer al
cocodrilo que le devora, a partir de entonces perpetuamente enamorado. Después,
la película nos sitúa en Lisboa durante los últimos días de 2011 y los primeros
de 2012. Es un invierno frío y gris, con unas nubes oscuras en el cielo
perpetuamente amenazando tormenta. Pilar (Teresa Madruga) es una jubilada
reciente que ocupa su tiempo ocupándose de diversas causa sociales y
preocupándose por Aurora (Laura Soveral), su anciana vecina, que presenta
síntomas de senilidad. Aurora vive con Santa (Isabel Muñoz Cardoso), una mujer
africana de mediana edad a quien su hija, que vive en Canadá, ha contratado
para su cuidado. Además de huir al casino a perder dinero, Aurora desconfía de
Santa, a quien considera una hechicera, enviada por el diablo para hacer que
pague por sus pecados.
Esta primera mitad de la película
se adhiere a las formas del cine de autor reciente. Conversaciones y silencios,
una cámara que se mueve lo justo, nada de música y el enfoque puesto en la observación
conductista de los hechos. Aun no sabemos porqué la película se ha rodado en
blanco y negro. Pero ya en el hospital, Aurora le pide a Pilar que localice a
un viejo amigo llamado Ventura, y Pilar, sin demasiadas esperanzas, trata de
encontrarle. El viejo Ventura aparece en un asilo de ancianos: un hombre de
rostro curtido tocado con un sombrero de piel marrón. Recuerda a su vieja
amiga. “Aurora tenía una granja en África, en la ladera del Monte Tabú”,
comienza a narrar. Y en ese
momento, la vecina senil se reconfigura en Isak Dinesen o en Meryl Streep, y la
película cambia por completo.
Lo que sigue a continuación es completamente
diferente: un melodrama de amores ilícitos con paisaje exótico al fondo (Un
Mozambique pegajosamente caluroso, lleno de mosquitos) en el que la voz del
viejo Ventura nos narra, a su manera lenta y cadenciosa, la pasión que consumió
al joven Ventura (Carloto Cotta) y a la joven Aurora (Ana Moreira) a espaldas
del marido de ella y ayudados por un pequeño cocodrilo. Es una historia
familiar: tragedias del hombre blanco en tierras tropicales, en el marco de la
dominación colonial. Sin embargo, Miguel
Gomes la narra de una manera nueva: la voz de Ventura es la única que oímos
durante la segunda mitad de la película, su narración enmarca unas imágenes que
remiten al cine más arcaico, en las que los personajes se expresan ante el espectador
con gestos y posturas, como personajes de un drama mudo (aunque la imprecisa ambientación
corresponde más bien a los años cincuenta o sesenta) aunque también se permiten
anacronismos: figurantes vestidos con la segunda equitación del Chelsea, o una
banda local que interpreta una canción de los Ramones. O juegos con la
caracterización, como los modelitos de explorador que lucen los protagonistas,
que parecen salidos del guardarropía de una producción de aventuras de tercera
fila circa 1920. Las imágenes de la
segunda parte de Tabú viene de un territorio incierto, en el que el recuerdo
personal se ha visto desbordado por los acontecimientos históricos y todo ello
se ha procesado a través de las imágenes y las canciones de tantas películas y
programas de televisión.
¿Quién ha organizado esas
imágenes, quien ha ordenado para nosotros esa combinación de historia, memorias,
fantasías y cultura popular? ¿Es
Ventura, quien ha convertido desde la vejez el recuerdo de un viejo amor en un
melodrama grandioso, lleno de pasión y peligro? ¿Es Pilar, quien transforma la
narración de Ventura, imaginando un África que nunca ha conocido a través a
través de las imágenes de películas como Memorias de África o de alguna de las sesiones de cine mudo
a las que acude con un amigo/pretendiente? Tabú se desarrolla en ese territorio
desconocido en que una historia se transforma entre quien la narra y quien la
recibe, en el que a las palabras (África, Mozambique, amor) o a las ideas cada
persona le añade significados, a veces personales, a veces culturales, en otras
ocasiones simplemente azarosos. Gomes
convierte ese dispositivo en un
mecanismo lúdico, un artefacto generador de sorpresas y correspondencias
inesperadas; pero también en un aparato que pone en cuestión los modos en que
construimos la realidad, cómo los dramas históricos se incorporan a nuestra
vida cotidiana.
La presencia de Santa sirve para
poner de relieve el cambiante balance del equilibrio de poder. Su labor consiste
en ocuparse de Aurora de la manera más profesional posible. Cuando Pilar trata
de compartir con ella su compasión hacia su vecina, Santa le frena en seco “Solo
hago lo que me pagan por hacer”. Los sentimientos no entran en el trato; quizá
si lo hacen, en cambio, las fantasías de Aurora sobre salvajes y brujerías. En
sus ratos libres, Santa está aprendiendo a leer, para ello utiliza uno de los
relatos más clásicos de la imaginación colonial, Robinsón Crusoe, de Daniel
Defoe. Siempre se ha contado esta historia como la del naufrago que debe
sobrevivir en una isla desierta, aunque la isla a la que llega el protagonista
está completamente habitada. El problema es que sus habitantes pertenecen a una
civilización que tanto Robinsón como su autor y sus lectores consideran tan
distante como para no incluir a sus miembros entre los seres humanos. Cuando su
profesora en la escuela para adultos le pregunta a Santa cual es la historia que narra ese libro, la película
cambia de escena, dejándonos en el intento de adivinar la respuesta,
conscientes de que su punto de vista cambia la narración por completo.