domingo, 24 de febrero de 2013

Tabú


T.O: TABU
DIR: MIGUEL GOMES
INT:  TERESA MADRUGA, LAURA SOVERAL, ISABEL MUÑOZ CARDOSO, ANA MOREIRA, CARLOTO COTTA
PORTUGAL, 2012, 118'


Con películas como Tabú, El tío Bonmee que recuerda sus vidas pasadas de Apitchapong Weerasethakul (2010) o Holy Motors de Leos Carax (2012)(por poner algunos ejemplos recientes), el espectador corre el riesgo de sentirse desplazado por sus propuestas conceptuales, como si no fueran más que artefactos intelectuales que necesitasen de alguna clave arcana para ser descifrados. Es una pena, porque entonces uno se pierde la pura sensualidad de sus imágenes y sonidos, el sentido del juego de sus caprichos narrativos, el constante humor de lo inesperado. Son películas que apelan al conocimiento cinéfilo y cultural al mismo tiempo que nos obligan a olvidarnos de todo lo que hayamos visto antes, a dejar atrás los esquemas de juicio que empleamos habitualmente y a abandonarnos a la contemplación de su extraña belleza, de sus poco convencionales estructuras y de su narración libre. Tabú comete desde el primer momento la blasfemia de robarle el título a la obra maestra póstuma de F. W. Murnau, un relato sobre la perdida de la inocencia primitiva, para poner en juego los fantasmas del colonialismo europeo tal y como se han venido articulando a través de leyendas, malos sueños, canciones pop y éxitos de Hollywood continuamente repuestos en televisión. Es una película caprichosa y lúdica que apela tanto a la memoria del cine como a la manera en que el pasado se reincorpora en nuestras vidas de formas en las que quizá no somos demasiado conscientes.

            Tabú comienza con un mágico prólogo narrado por el propio director;  en él,  un explorador muere en África tras contemplar el fantasma de su amada, su espíritu pasa a pertenecer al cocodrilo que le devora, a partir de entonces perpetuamente enamorado. Después, la película nos sitúa en Lisboa durante los últimos días de 2011 y los primeros de 2012. Es un invierno frío y gris, con unas nubes oscuras en el cielo perpetuamente amenazando tormenta. Pilar (Teresa Madruga) es una jubilada reciente que ocupa su tiempo ocupándose de diversas causa sociales y preocupándose por Aurora (Laura Soveral), su anciana vecina, que presenta síntomas de senilidad. Aurora vive con Santa (Isabel Muñoz Cardoso), una mujer africana de mediana edad a quien su hija, que vive en Canadá, ha contratado para su cuidado. Además de huir al casino a perder dinero, Aurora desconfía de Santa, a quien considera una hechicera, enviada por el diablo para hacer que pague por sus pecados. 


Esta primera mitad de la película se adhiere a las formas del cine de autor reciente. Conversaciones y silencios, una cámara que se mueve lo justo, nada de música y el enfoque puesto en la observación conductista de los hechos. Aun no sabemos porqué la película se ha rodado en blanco y negro. Pero ya en el hospital, Aurora le pide a Pilar que localice a un viejo amigo llamado Ventura, y Pilar, sin demasiadas esperanzas, trata de encontrarle. El viejo Ventura aparece en un asilo de ancianos: un hombre de rostro curtido tocado con un sombrero de piel marrón. Recuerda a su vieja amiga. “Aurora tenía una granja en África, en la ladera del Monte Tabú”, comienza a narrar.  Y en ese momento, la vecina senil se reconfigura en Isak Dinesen o en Meryl Streep, y la película cambia por completo.


Lo que sigue a continuación es completamente diferente: un melodrama de amores ilícitos con paisaje exótico al fondo (Un Mozambique pegajosamente caluroso, lleno de mosquitos) en el que la voz del viejo Ventura nos narra, a su manera lenta y cadenciosa, la pasión que consumió al joven Ventura (Carloto Cotta) y a la joven Aurora (Ana Moreira) a espaldas del marido de ella y ayudados por un pequeño cocodrilo. Es una historia familiar: tragedias del hombre blanco en tierras tropicales, en el marco de la dominación colonial. Sin embargo, Miguel Gomes la narra de una manera nueva: la voz de Ventura es la única que oímos durante la segunda mitad de la película, su narración enmarca unas imágenes que remiten al cine más arcaico, en las que los personajes se expresan ante el espectador con gestos y posturas, como personajes de un drama mudo (aunque la imprecisa ambientación corresponde más bien a los años cincuenta o sesenta) aunque también se permiten anacronismos: figurantes vestidos con la segunda equitación del Chelsea, o una banda local que interpreta una canción de los Ramones. O juegos con la caracterización, como los modelitos de explorador que lucen los protagonistas, que parecen salidos del guardarropía de una producción de aventuras de tercera fila circa 1920. Las imágenes de la segunda parte de Tabú viene de un territorio incierto, en el que el recuerdo personal se ha visto desbordado por los acontecimientos históricos y todo ello se ha procesado a través de las imágenes y las canciones de tantas películas y programas de televisión. 


¿Quién ha organizado esas imágenes, quien ha ordenado para nosotros esa combinación de historia, memorias, fantasías  y cultura popular? ¿Es Ventura, quien ha convertido desde la vejez el recuerdo de un viejo amor en un melodrama grandioso, lleno de pasión y peligro? ¿Es Pilar, quien transforma la narración de Ventura, imaginando un África que nunca ha conocido a través a través de las imágenes de películas como Memorias de África  o de alguna de las sesiones de cine mudo a las que acude con un amigo/pretendiente? Tabú se desarrolla en ese territorio desconocido en que una historia se transforma entre quien la narra y quien la recibe, en el que a las palabras (África, Mozambique, amor) o a las ideas cada persona le añade significados, a veces personales, a veces culturales, en otras ocasiones simplemente azarosos. Gomes convierte ese dispositivo  en un mecanismo lúdico, un artefacto generador de sorpresas y correspondencias inesperadas; pero también en un aparato que pone en cuestión los modos en que construimos la realidad, cómo los dramas históricos se incorporan a nuestra vida cotidiana. 
 La presencia de Santa sirve para poner de relieve el cambiante balance del equilibrio de poder. Su labor consiste en ocuparse de Aurora de la manera más profesional posible. Cuando Pilar trata de compartir con ella su compasión hacia su vecina, Santa le frena en seco “Solo hago lo que me pagan por hacer”. Los sentimientos no entran en el trato; quizá si lo hacen, en cambio, las fantasías de Aurora sobre salvajes y brujerías. En sus ratos libres, Santa está aprendiendo a leer, para ello utiliza uno de los relatos más clásicos de la imaginación colonial, Robinsón Crusoe, de Daniel Defoe. Siempre se ha contado esta historia como la del naufrago que debe sobrevivir en una isla desierta, aunque la isla a la que llega el protagonista está completamente habitada. El problema es que sus habitantes pertenecen a una civilización que tanto Robinsón como su autor y sus lectores consideran tan distante como para no incluir a sus miembros entre los seres humanos. Cuando su profesora en la escuela para adultos le pregunta  a Santa cual es la historia que narra ese libro, la película cambia de escena, dejándonos en el intento de adivinar la respuesta, conscientes de que su punto de vista cambia la narración por completo.