DIR: ABDERRAHMANE SISSAKO
INT: ABDEL JAFRI, IBRAHIM AHMED, TOULOU KIKI
MAURITANIA, 2014, 100'
Las primeras imágenes muestran una gacela huyendo del todoterreno desde el que la persiguen varios hombres. Son islamistas radicales cubiertos por turbantes oscuros y armados con subfusiles. “No la matéis, cansadla”, dice uno de ellos. Después, estos hombres hacen prácticas de tiro empleando como diana antiguas máscaras tribales. Abderrahmane Sissako nos permite contemplar las máscaras acribilladas aún en pie, cuando los islamistas ya se han ido: hay dignidad en su resistencia, en la manera estoica con la que conservan su belleza aún llenas de agujeros o partidas por la mitad. La analogía es clara: la aparición de los yihadistas provocará actos de violencia hacia la naturaleza, hacia la herencia del pasado. Pero el estilo detallista y la manera en que las imágenes presentan relaciones y analogías de manera sugerente y caprichosa hace que el mensaje no se presente de manera enfática. Sissako rueda de una manera aparentemente casual y observante en la que la belleza del paisaje desértico ayuda a que las imágenes fluyan de manera natural.
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Los yihadistas pretenden proteger a las mujeres, pero su presencia se parece más a una amenaza. |
La aparición de las milicias yihadistas en Tombuctú se parece más a una perturbación de la cotidianeidad que a un asalto armado. La mayoría de ellos son jóvenes algo desconcertados que patrullan por las calles de arena gritando sus prohibiciones a través de un magnetófono, o se pasean lentamente portando sus armas como señal de autoridad. Obligan a los hombres a subirse las perneras de los pantalones en respeto al profeta, hacen que las mujeres se cubran con velo, calcetines y guantes. Prohíben fumar, cantar, jugar al fútbol. Los habitantes de la vieja ciudad resisten con estoicismo todo eso. En el pasado, Tombuctú fue un emplazamiento clave para las rutas de caravanas que recorrían el desierto, un lugar de gran actividad comercial, social y cultural. Hoy día, sin embargo, la desertización y la falta de agua la han hundido en la pobreza. Sus habitantes sobreviven con un temperamento relajado y una capacidad para superar con ingenio y recursos la escasez. Les gustan las ropas coloridas, las canciones lánguidas pero alegres, conviven con la tolerancia hacia diferentes culturas propia de un cruce de caminos. Los islamistas provienen del norte de África o de lugares como Siria, y tiene dificultades para hacerse entender: se ven obligados a emplear traductores aficionados dado que no entienden el idioma local o recurren a un inglés no muy preciso. El lenguaje no es la única barrera que les separa de la población local: su forma de entender el islam es también muy diferente.
La forma de entender el islam de los yihadistas es muy diferente a la de los habitantes de Timbuctú.
Como suele ocurrir cada vez que dos ideas distintas de normalidad se encuentran y se enfrentan, el choque cultural entre los islamistas y los habitantes de Tombuctú da lugar a situaciones completamente absurdas. Los ocupantes se muestran confusos cuando encuentran muestras de resistencia. Una pescadera les pregunta cómo pretenden que venda el pescado con guantes, y les desafía a que le corten las manos si eso es lo que pretenden. Otra mujer, una presencia pintoresca que camina con un colorido vestido terminado en una enorme cola y que acostumbra a hablar o cantar en soledad, se atreve a llamarles gilipollas y se detiene con los brazos cruzados, desafiante, delante del todoterreno en el que patrullan. Incluso el imán local les sugiere que sus acciones causan perjuicio al Islam. Ellos reaccionan de manera desconcertada. Es lógico, porque ellos mismos encuentran dificultades para seguir sus propias consignas. Hablan de sus futbolistas preferidos (“Zidane es bueno, pero no puede compararse a Messi, que marca cuatro goles por partido”, opina un joven) cuando han prohibido la práctica de ese deporte. Apuran algún cigarrillo tras una duna aún cuando han prohibido fumar. Miran a las mujeres de una manera muy distinta a la que les obliga la religión. Incluso su viejo líder, un hombre arrugado de tez oscura que se ocupa de aplicar la ley islámica de la manera más inflexible, deja entrever algún atisbo de humanidad, aunque se cuida de no hacerlo público. Esta dificultad a la hora de adoptar las posturas más rígidas y dogmáticas muestra que para Sissako el fanatismo no es una actitud natural para el ser humano, sino que se trata de una violencia que se ejerce en las dos direcciones.
La película avanza a través de estas pequeñas viñetas levemente trenzadas, que a pesar de la ligereza de su entramado, proponen un panorama preciso de la ciudad y sus habitantes. Si hay una historia que adquiere protagonismo es la de la familia tuareg formada por Kidane (Ibrahim Ahmed), Satima (Toulou Kiki) y su hija pequeña Toya (Layla Walet Mohamed). La familia vive en su jaima a unos cuantos kilómetros de la ciudad, pastoreando su ganado a las orillas del río Níger. Al principio la bucólica armonía familiar se nos presenta como una respuesta a la rigidez de los invasores: la familia bromea y canta canciones en medio de una felicidad pastoril. Pero pronto la violencia se hará presente: una disputa sobre el uso del río con un pescador local motiva una pelea y a Kidane se le dispara accidentalmente la pistola que Satima le había pedido que no llevase. A partir de ese momento, Kidane quedará a merced de la despiadada justicia de los ocupantes. Si en un primer momento resulta desconcertante que la historia central de la película narre unos acontecimientos que no están relacionados directamente con el dominio islamista, se puede entender que la tragedia de Kidane funciona como una analogía: la violencia, espoleada en un principio por sentimientos de justicia o de agravio, termina escapando del control humano y convirtiéndose en una fuerza destructiva tanto para quienes la reciben como para quienes la perpetran.
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La familia tuareg cuya armonía contrasta con la violencia que se desarrolla a su alrededor. |
Timbuktu resulta una delicia para la vista gracias al trabajo del director de fotografía Sofian El Fani y del director de arte Sebastian Birchler. La paleta de color está dominada por los tonos ocres y marrones, propios de la arena de las dunas y de las paredes de los edificios de adobe. Las ropas, los turbantes, las aguas del río Niger, incluso el cielo, el sol y los cuerpos de los personajes parecen estar hechos de arena. Es un tratamiento sensual y táctil, en el que las imágenes no se recrean demasiado en contemplar cada rostro o cada paisaje, sino que los observan de manera casual permitiéndoles mostrar su belleza propia e inherente. La película resulta bella de una manera tan discreta que a veces podemos olvidarnos de la gravedad de los hechos que narra. Sin embargo, con esa manera fluida y precisa de filmar Sissako nos ofrece un retrato de la resistencia ante la violencia, del ingenio ante la pobreza y también de la debilidad del espíritu humano ante el orgullo, la ira o la intolerancia.
BONUS TRACK: Fatoumata Diawara canta "Timbuktu Fasso" para la Banda Sonora de Timbuktu.
La cantante malí Fatoumata Diawara hace un pequeño papel en la película, interpetando una canción por la que es condenada a recibir cuarenta latigazos. Durante el castigo, la cantante no puede evitar convertir sus gritos de dolor en un cántico. Esta es la versión de estudio del tema prohibido, compuesta especialemnte para la película de Sissako.