sábado, 28 de julio de 2012

Elena


T.O:  Елена

Dir:  Andrey Zvyagintsev.

Int: Nadezdha Markina, Andrey Smirnov, Elena Lyadova.

 Rusia, 2011, 109'




Andrey Zvyagintsev ha destacado en sus primeras películas por la manera en que la naturaleza determinaba la atmósfera de  la narración. El paisaje era el de las inmensas llanuras rusas, no demasiado lejos de alguna ciudad de provincias probablemente salpicada de restos industriales soviéticos. La inmensidad del espacio y la soledad que lo envuelve, constantemente presente a través del sonido incesante del viento; la calma de unos lugares donde no parece que pueda ocurrir nada, son el ingrediente principal de la melancolía que atravesaba sus ficciones. Esa melancolía atmosférica, que convierte la soledad de los individuos en un problema casi metafísico, en un tema que recorre la cultura rusa a lo largo de los últimos siglos, en las más diversas manifestaciones. Más de un comentarista, por ello, se acordó de Andrei Tarkovsky a la hora de describir “El regreso” (2003),  la cinta con la que el director ruso hizo su aparición en la escena internacional.
Elena, la nueva película del director ruso, mantiene intactas sus habilidades a la hora de describir ambientes, aunque ahora se traslada a un entorno más concreto y urbano, el Moscú de la era Putin. Es una ciudad de contrastes: un lujoso edificio de apartamentos protegido como si fuera una fortaleza , un barrio pobre decrépito, habitado por jóvenes en paro bajo la sombra de las chimeneas de una vieja central térmica. El eje que vincula esos dos ambientes es Elena (Nadezdha Markina), una mujer ya mayor casada con Vladimir (Andrey Smirnov), un millonario. Ambos tienen un hijo fruto de matrimonios previos: Sergey, el hijo de Elena, se encuentra en paro y con dos hijos. Mata el tiempo bebiendo cerveza y jugando a videojuegos con su hijo adolescente. De vez en cuando, su madre se pasa por su apartamento para darle parte de su pensión de enfermera.  
Nadezdha Markina es una veterana actriz de teatro.
Elena mantiene con Vladimir una relación en la que ésta parece ser una criada con algunos privilegios: se levanta antes que él por la mañana para despertarle y prepararle el desayuno, que sirve en una bandeja cuidadosamente dispuesta. Aun así, la pareja parece conservar aún el afecto, e incluso algún atisbo de pasión, aunque la mayor fricción entre ellos se produce cada vez que ella se atreve a pedirle dinero para su hijo. Pero Vladimir sufre un infarto mientras hace deporte y siente cerca la muerte: en su testamento planea dejar todo su dinero a su hija,  de la que se encuentra distanciado y a quién describe, de manera despectiva , como una “hedonista”.Con el futuro de su familia en juego, y la separación social como un muro casi infranqueable, incluso dentro del propio matrimonio, Elena, una mujer religiosa, se plantea opciones que quizá nunca hubiera imaginado que llegarían a pasar por su cabeza.
Apoyado en un sólido guión escrito junto a  Oleg Negin, Zvyagintsev destaca por su eficacia a la hora de lograr el gesto expresivo adecuado, capaz de sacar a la superficie la verdadera personalidad de sus criaturas. La manera en que Vladimir fuerza la vista mientras conduce, quizá negándose a admitir que necesita gafas, nos presenta a una persona en conflicto con su inevitable declive físico. Su hija hace el gesto de sacar un cigarrillo en la habitación del hospital donde se encuentra su padre, porque “en las habitaciones caras se puede hacer cualquier cosa”. Lo vuelve a guardar inmediatamente, pero su gesto es tanto una muestra de una persona caprichosa y  consentida como una protesta contra la actitud demasiado rígida y distante de su padre.
 La película se convierte en una observación cuidadosa de gestos significativos. El reparto, uniformemente excelente, se desenvuelve de manera perfecta en un registro muy delicado que exige una gran precisión en los movimientos más sutiles. Especialmente Nadezdha Markina, una veterana actriz de teatro con capacidad para sostener una película en la que aparece prácticamente en todas las escenas. Zvyagintsev planifica mediante tomas largas y cámara generalmente estática, aunque con composiciones bastante complejas y dinámicas. Es un estilo muy controlado, que maneja con mano de hierro los elementos dramáticos, creando un ritmo pausado aunque denso, en el que todos los elementos tiene un significado.

Hay un momento, cerca del principio de la película, en el que vemos por primera vez a la protagonista visitar a su hijo. En una escena de meticulosa lentitud, la seguimos en su recorrido mientras coge un tranvía, un autobús, el metro, para finalmente recorrer unos cientos de metros de calles desoladoras pobladas por jóvenes desocupados y de aspecto vagamente amenazante. Es una de las mejores descripciones de una ciudad moderna que nos ha dado el cine contemporáneo: en algún momento del recorrido la distancia deja de ser física para convertirse en moral, los recorridos entre un lugar y otro no son simplemente aspectos de la logística del transporte público, delimitan universos de posibilidades, psicológicas y sociales, en los que se desarrolla la vida cotidiana, día tras día.
Malas noticias: la lucha de clases ha vuelto a Moscú. Pero a pesar de lo que pudiera sugerir el planteamiento de la película,  con una primera media hora de marcado contraste de ambientes, Zvyagintsev no explora el conflicto social, sino que lo utiliza de fondo mientras coloca en el primer plano los conflictos psicológicos y morales de su protagonista. La decisión de Elena, rodada con ese ritmo lento que nos hace entrever en cada uno de sus gestos los pensamientos de la protagonista, se desarrolla en uno de esos ángulos ciegos de la moral que resultan ideales para que los espectadores, al terminar la película, se dediquen a hacer, mentalmente o en voz alta, listas de prioridades. Para entonces “Elena” ya se ha convertido en una película filosófica, o en cine negro, como si el fantasma de Dostoievsky  pasease de vez en cuando por las calles de Moscú.