Dir: Takashi Miike
Int: Kôji Yakusho, Takayuki Yamada, Yûsuke Iseya
Japón, 2010, 126' (Versión Internacional) 146' (Versión japonesa)
Takashi Miike ha relajado un poco últimamente su ritmo de trabajo. Desde hace un tiempo sólo rueda un par de películas por año, en vez de las cinco o seis que acostumbraba a realizar en sus inicios. Eso, obviamente ha tenido como consecuencia que el acabado formal de sus películas haya mejorado, dejando atrás el cutrerio extremo de sus películas en formato video de los noventa. También, si nos fijamos en las cintas que llegan a occidente, se ha decantado por un estilo más clásico y unos temas más tradicionales, en vez de las fantasías hiperviolentas que le hicieron famosos. Pero eso no es más que un espejismo. En su desenfrenada carrera, el japonés ha pasado de un género a otro sin pensárselo demasiado, del gore al cine infantil, del cine de yakuzas a la comedia absurda. Miike es uno de esos cineastas cuyo talento consiste en reconocer las claves de un género y adaptarse a ellas rápidamente, con eficacia. Quizá su condición de cineasta de culto en occidente se haya debido al efecto kimono, esa fascinación por una cultura cuyas reglas desconocemos, y la extrañeza que nos produce el cine popular japonés haya contribuido a considerarle más original de lo que realmente sea. Al fin y al cabo, las cintas extreme que cimentaron su fama de transgresor en Europa pertenecían en realidad a un género perfectamente codificado dentro de la industria japonesa.
“13 asesinos” es una película de samurais bastante clásica, con fotografía en claroscuro y tonos ocres para resaltar que se trata de algo serio e importante. Los actores adoptan posturas rígidas y declaman sus frases sobre el honor y el deber, la composición horizontal se adapta a los esquemas de la arquitectura tradicional japonesa y la cámara se mantiene quieta, por lo menos antes de la batalla final. Antes de hablar de madurez y todo lo demás, recordemos que últimamente Miike ha rodado películas sobre escuelas Ninja para niños y una adaptación de un manga llamado Zebraman tan extravagante como cabe esperar del género. En realidad lo que hace Miike es reconocer las características de un género y aplicarles su oficio. Y no es que haya nada de malo en eso, desde luego.
Su primera incursión en el jidai-jeki respeta las reglas del género con tal fidelidad y soltura que pareciera que Miike lleva toda la vida dirigiendo películas de espadachines con moño. El argumento no resultará nada nuevo para los aficionados a las películas de samurais: estamos en una época de paz, un par de décadas antes de periodo Meiji, y los samuráis malviven porque los señores ya no requieren sus servicios. Pero hay un noble particularmente sádico y malvado, un tal Naritsagu, que resulta intocable para el resto de la nobleza porque está emparentado con el Shogun. Los miembros del gobierno se preocupan por sus acciones, pero no pueden hacer nada por detenerlo. La situación se vuelve desesperada cuando el Shogún anuncia que va a conceder a Naritsagu importantes responsabilidades de gobierno. La única solución consiste en contratar a un samurai retirado, Shizaemon (el gran Koji Yakusho) para que reclute una banda y elimine a Naritsagu. Por supuesto, las fuerzas estarán desniveladas, ya que a Naritsagu le protege un ejército, y ahí comenzará una clásica película de hombres enfrentados a una misión suicida.
La violencia está mucho más contenida, y al principio resulta sorprendente, tratándose de Miike, que al filmar un harakiri evite mostrarnos el detalle de las tripas saliendo del cuerpo. Pero el gusto por lo extremo y lo bizarro subyace en algunos de los momentos más interesantes de la película. Así, el malo, Naritsagu, es retratado como un auténtico sádico, que siente auténtico placer con la violencia más salvaje. Lo veremos practicando el tiro con arco con una familia caída en desgracia, incluyendo a varios niños pequeños, y permitiéndose sonreír de placer en el proceso. En la mejor escena de la película, intentan convencer al samurai Shizaemon mostrándole a una joven campesina a la que Naritsagu ha amputado ambas extremidades y arrancado la lengua. Con la boca consigue mover un pincel para escribir esforzadamente lo que desea que le ocurra a quienes la han convertido en un monstruo: masacre total. Al verlo, Shizaemon se echa a reir, está feliz: cuantas veces habrá deseado en esos años de paz que ocurriera algo así para volver a empuñar la espada.
Es el instinto de muerte: la atracción por la violencia, el vértigo de la misión suicida. Shizaemón no deja de recordarles a los doce samuráis que se unirán en su empeño que deberán poner sus vidas a su disposición en todo momento. Es el código samurai, en el que el placer de la violencia se combina con una estricta disciplina. El baño de sangre heroico que culmina la película, cuarenta minutos de metraje nada menos, está rodado con oficio y talento por Miike, y con una detallada atención a los asuntos de estrategia. Resulta ser una buena secuencia de acción, en la que la atracción por la violencia y la repulsión por la masacre se reflejan con la ambigüedad de la que sólo es capaz el cine de género. En ese sentido, “13 asesinos” como buena película de samurais resulta un ejercicio de catarsis que recuerda al drama isabelino en su intensidad violenta.