Int: Antonio Banderas, Elena Anaya, Marisa Paredes, Jan Cornet, Blanca Suárez.
España, 2011, 120'
Resulta curiosa la evolución de Pedro Almodóvar, un cineasta que comenzó su andadura a finales de los años setenta, amparándose en el espíritu punk que permeaba la cultura española postfranquista en diversos frentes. Sus primeros superochos, así como su debut en el largometraje “Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón” eran artefactos caseros elaborados a partir del descaro y la improvisación, sin preocuparse por la escasa pericia técnica. Hoy, las películas de Almodóvar son otra cosa muy distinta: cuidados ejercicios de precisión cinematográfica, ensamblados con la precisión de un orfebre en los que los decorados, la distribución de los colores, la iluminación y la omnipresente banda sonora de Alberto Iglesias conforman un todo inseparable en que cada imagen lleva la huella inequívoca de su creador.
Las películas recientes de Almodóvar recuerdan, por su elaborada artesanía, a una vidriera gótica, y no sólo por el contraste cromático y los juegos lumínicos, sino por la rigidez y estatismo de su composición, por la solemnidad de su discurso. Almodóvar no es un cineasta que deje las ventanas abiertas para que entre el aire, más bien es un director de espacios cerrados, decorados cuidadosamente elaborados en los que los actores ocupan diligentemente su lugar en la composición del encuadre. No sólo se trata de una cuestión estética: los personajes del manchego mienten, fingen, actúan, a menudo de manera dramática, y sus películas a menudo tratan de la manera en que cada uno se ajusta su máscara ante los demás. Está claro que la realidad no es el medio ambiente preferido de las criaturas de Almodóvar.
La historia, en este caso, proviene de una novela del francés Thierry Jonquet, “Tarántula”, publicada en 1984. Antonio Banderas es Robert Ledgard, un cirujano plástico de éxito, que reside en una apartada finca a las afueras de Toledo, donde también ha instalado una clínica. Ledgard tiene un trágico pasado, su mujer ardió hasta morir en un accidente de tráfico, lo que le sigue obsesionando años después. En la clínica, encerrada bajo estrecha vigilancia, nos encontramos con Vera (Elena Anaya), una joven con la que experimenta la elaboración de una nueva piel, una piel capaz de resistir cualquier tipo de quemadura. Dada la alambicada estructura de la película, debemos detenernos aquí, ya que a continuación se sucederán una sorpresas y revelaciones sobre el pasado y el futuro de los personajes que no es conveniente desvelar.
Terreno nuevo para Almodóvar, al menos sobre el papel: aires de cine de terror con científico loco incorporado. Pero el cineasta español es un género en sí mismo, y “La piel que habito” pertenece inequívocamente al género Almodóvar: los elementos de terror se van diluyendo hasta convertirse en algo parecido al melodrama, que por lo demás se desenvuelve en la habitual promiscuidad de tono en la que la comedia hace su aparición de improviso, y con la misma rapidez se pasa a la tragedia. En cierto sentido, la operación se parece a la que el manchego realizó con “La mala educación”, cuando añadió unas gotas de film noir a sus ingredientes habituales.
La gran diferencia entre la novela de Jonquet y el film de Almodóvar consiste en la actitud de Vera, conejillo de indias involuntario de Antonio Banderas. Si Jonquet nos narraba la angustia de una persona sometida a aterradoras transformaciones en su cuerpo, en la película la actitud de Vera será más bien de asimilación y búsqueda de una nueva identidad tras los cambios forzosos. Su relación con el doctor se volverá algo más indefinido que una relación entre un torturador y su víctima. Es una constante en el cine de Almodóvar, en el que los comportamientos que más rechazo social causan son vistos desde una óptica en la que hasta los monstruos tienen sus razones.
En “Hable con ella” una violación (la que cometía el personaje de Javier Cámara sobre el cuerpo inconsciente de Leonor Watling ) no sólo era un acto de amor, sino que tenía virtudes terapéuticas. En “La mala educación”, se atrevía a convertir en un relato trágicamente romántico la obsesión de un sacerdote de mediana edad por uno de los niños del colegio donde enseña. Hay en el cine de Almodóvar una insistencia por examinar los comportamientos más extremos, los más proscritos socialmente, y, si no disculparlos, dotarlos de motivos, humanizar a sus protagonistas. En “La piel que habito” no podremos detenernos demasiado tiempo en las distinciones entre verdugo y víctima, porque la complicada dramaturgia nos detallará las razones del crimen, y, en cuanto a la víctima, no permanecerá demasiado tiempo en esa condición, sino que luchará por formarse una nueva identidad aunque sea con una piel impuesta.