DIR: ROY ANDERSSON
INT: NILS WESTBLOM, HOLGER ANDERSSON
SUECIA, 2014, 101'
Algunos personajes de la nueva película de Roy Andersson usan teléfonos móviles. Normalmente, contestan alguna llamada diciendo algo así como “Me alegro de que te vaya bien”. En una escena, vemos un ordenador portátil abierto sobre una mesa. Detalles como estos nos indican que los personajes viven en un momento más o menos cercano al año 2015. Por lo demás, todo parece de otra época. Hay viejos bares de maderas oscuras que llevan abiertos durante décadas y en cuyas paredes resuenan aún las canciones que corearon los soldados antes de marchar a la segunda guerra mundial. Hay pisos de paredes grises con muebles viejos y electrodomésticos que soportan de manera estoica el desgaste de los años, y en los que todo parece funcionar de manera analógica, mediante mecanismos puramente físicos. Este mundo está habitado por seres pálidos y cansados, a menudo hombres de mediana edad que visten trajes raídos y arrastran maletines. Es fácil reconocer este decorado: es el mundo de la clase media, del estado del bienestar, de la ideología del conformismo. Europa era así unas décadas atrás, o al menos le gustaba imaginarse de esa manera, como un mundo plácido y sin sobresaltos, quizá algo aburrido y con cierta tendencia a la angustia existencial. El capitalismo desencadenado y las autopistas de la información han terminado con todo eso, y ese mundo, tan fácil de odiar en su tiempo, vuelve a nosotros como un fantasma a través de la nostalgia. Pero todo parece indicar que las intenciones de Roy Andersson no van en la dirección de la reconstrucción nostálgica, sino que pretende ofrecernos su particular visión de la eterna condición humana.
Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia es la tercera entrega en la trilogía de la vida de Roy Andersson. Cineasta meticuloso, Andersson ha necesitado siete años para elaborar cada una de las entregas de la trilogía. La primera, Canciones desde el segundo piso, se estrenó en el año 2000 y venía impregnada de ansiedades milenaristas. La segunda entrega se llamó Vosotros, los vivos, y se presentó en 2007. En estas películas, Andersson recupera el estilo de sus trabajos publicitarios y lo aplica a una serie de viñetas cómicas y existenciales. Cada una de las películas está formada por una serie de episodios breves y autónomos (39 en concreto en esta ocasión), rodados generalmente en un único plano fijo, en los que se presenta una situación cuya comicidad y sentido del absurdo surge de la escasa capacidad humana para reconocer las propias limitaciones. Hay escenas que se limitan a plantear un leve apunte cómico, otras desarrollan una situación, y unas pocas parecen esbozos cuyo significado solamente conocerá el propio director. Los vínculos entre una escena y otra son escasos, aunque algunos personajes y motivos reaparecen de manera sorprendente a lo largo del metraje. El resultado, con su tendencia hacia la caricatura y la comicidad apagada, se parece a una sucesión de tiras cómicas con toques expresionistas: el director reconoce la influencia de caricaturistas ferozmente críticos como Otto Dix y Georg Scholz.
El rey Carlos XII de Suecia se detiene en un bar de camino a la invasión de Rusia para tomar algo y ligar un poco.
La novedad de esta tercera entrega es la presencia de dos personajes recurrentes que casi llegan a convertirse en protagonistas, aunque sus peripecias terminen siendo tan episódicas e inconclusivas como las del resto de habitantes de este universo. Se trata de Sam (Nils Westblom) y Jonathan (Holger Andersson), dos comerciales de artículos de broma de rostros cetrinos cuyo aspecto es exactamente lo contrario de la diversión. Día tras día, Sam y Jonathan pasean sus muestras de dientes de vampiro, bolsas de la risa y máscaras de goma del tío del diente hasta el punto de que ellos mismos comienzan a creerse sus propios argumentos de venta: “Queremos ayudar a la gente a pasarlo bien”. La comicidad de Sam y Jonathan surge de su evidente falta de capacidad para la tarea que desempeñan. Aún así, ellos salen a la calle un día tras otro, haciendo su camino con su muestrario ridículo y sus expresiones funerarias, a pesar de que probablemente ya sospechen que están condenados al fracaso. Sam y Jonathan, a través de sus peripecias desoladoramente cómicas, ilustran la visión que tiene Andersson de la condición humana: sublime en su propia ridiculez, trascendente en su monótona insignificancia.
Estos profesionales del espectáculo, como ellos se definen, se acercan a la condición humana contemporánea: son seres que se levantan cada mañana para buscar su valor en el mercado, sin ninguna seguridad acerca del resultado, o más bien, con la sospecha cada vez más acuciante de que no resultan nada idóneos para sobrevivir en condiciones como esas. Aún así, no les queda más remedio que ponerse en marcha una y otra vez. Junto a ellos, nos encontramos a profesoras de ballet que desearían tomarse más familiaridades de las apropiadas con sus alumnos, capitanes de barco que sufren de mareos cada vez que se adentran en el mar, ancianas que se aferran con todas sus fuerzas a sus joyas incluso en su lecho de muerte. Son personas a las que sus insuficiencias y sus leves mezquindades les definen como seres humanos, y cuyos intentos por mantener una cierta apariencia de dignidad nos resultan levemente conmovedores. Todos ellos comparten cierto aire mortuorio, incluso los escasos jóvenes que aparecen de vez en cuando, como si estuvieran marcados por la certeza de la finitud de la vida y la insignificancia de la experiencia humana. La contemplación que hace Andersson de todo esto es sin duda distante, pero no deja de tener un punto de compasión con sus desventuradas criaturas.
Esta visión de la humanidad está anclada en el imaginario de la clase obrera que ascendió hasta alcanzar la clase media en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. “En cierto modo, mi cine trata de la humillación. Procedo de la clase obrera, y he visto a familiares humillarse ante sus superiores o sentir un respeto exagerado hacia la autoridad, lo que les impide hablar y defenderse, y acaban sintiéndose culpables. Lo he visto toda mi vida, y he decidido luchar contra eso” Incluso cuando los personajes se enfrenten a conflictos y situaciones característicos de este comienzo de milenio, el tiempo parece detenido en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, una época que Andersson trata como si fuese el estadio humano por defecto, a través del cual se pudiera explorar toda la diversidad de las situaciones y dramas de la humanidad. Quizá porque cuando la cotidianidad y el conformismo se convierten en monotonía, los personajes no pueden dejar de percibir el ruido de fondo de la vida, y es posible que decidan detenerse unos segundos en su recorrido cotidiano para reflexionar sobre la existencia.