La imagen perdida
T.O: L'IMAGE MANQUANTE
DIR: RITHY PANH
NARRADOR: RANDALL DOUC
CAMBOYA, 2013, 92'
El siglo XX ha sido el siglo de la imagen, una época en la que la humanidad comenzó a obsesionarse por registrar y almacenar casi cada momento. Pero a pesar de la abundancia de imágenes producidas, no todos los acontecimientos cuentan con testimonio visual. El genocidio camboyano es uno de los hechos históricos sobre los que las imágenes han guardado silencio. Hace unos años, el cineasta Rithy Panh oyó hablar de la existencia de una fotografía que mostraba cómo los Jemeres Rojos llevaban a cabo una ejecución, pero nunca pudo encontrarla: la producción de imágenes del régimen de Pol Pot (entre 1975 y 1979) estaba férreamente dirigida con el fin de construir la utopía de comunismo agrario, y a pesar de las evidencias dejadas por el exterminio de un tercio de la población, no han quedado imágenes que den testimonio de la barbarie. Más aún, cuando llegaron al poder, los Jemeres Rojos trataron de destruir todo el cine camboyano producido con anterioridad, como si no pudiesen permitir la existencia de unas imágenes del país que estuviesen en contradicción con su ideología: solo unas pocas películas sobrevivieron.
Rithy Pahn ha dedicado toda su carrera a reconstruir la huella de aquellos años: desde la ficción, con películas como La gente del arrozal (1994) o Una tarde después de la guerra (1998) o desde el documental, con títulos como S-21, la máquina roja de matar (2003) o Dutch, le maître des forges de l’enfer (2011) , cintas en las que entrevista a los verdugos del centro S-21, el mayor centro de torturas y exterminio de la dictadura de Pol Pot. Con La imagen perdida, Panh vuelve a rastrear el pasado de Camboya, pero esta vez introduce un enfoque personal. “Tengo cincuenta años y mi infancia aparece de nuevo con frecuencia ante mi”, explica el cineasta al principio de la película. La imagen perdida tiene, por tanto, un significado doble. “¿Qué estamos buscando? ¿Es una imagen que muestra al Khmer Rojo ejecutando a alguien? ¿Es una foto de mis padres a los que me hubiera gustado ver envejecer? ¿Qué habría pasado si mis sobrinos no hubieran muerto, se habrían casado? Todas esas son las imágenes que faltan.”
La manera que ha encontrado el director para suplir la ausencia de esas imágenes es creándolas de la manera más artesanal posible: el pasado, personal e histórico, se reconstruye mediante escenas protagonizadas por figuras de barro pintado, que individualizan los recuerdos narrados por la voz en off. Las figuras evocan en sí mismas el mundo inocente de la infancia, resultan orgánicas al estar creadas a partir de la tierra y el agua y su elaboración artesanal (que la misma película nos muestra) las convierte a la vez en imperfectas e individuales. Para Pahn, estas figuras tienen otra connotación casi religiosa: como estatuillas de dioses domésticos, contiene el alma de los desaparecidos, las personas que ya no están pero cuyo recuerdo sigue presente en las vidas de quienes siguen viviendo. Silenciosas, desprovistas de movimiento, las figuras de arcilla de Panh son a la vez el intento de crear la imagen desaparecida como de evidenciar el hecho irremediable de su ausencia. Toda la familia del realizador (sus padres, sus hermanos, sus sobrinos) murió en los campos de trabajo de Pol Pot.
La narración combina el relato histórico con la crónica familiar. La voz de la película pertenece al actor Randall Douc y ha sido escrita por Panh junto a Christophe Bataille, con quien había colaborado anteriormente en el libro La eliminación (publicado en España por Anagrama). Comienza situándonos en los años anteriores a la guerra, que se corresponden con el tiempo de la infancia. Un periodo que aparece reflejado como un paraíso lleno de reuniones familiares generosas en comida humeante y canciones. Después, la llegada de los Jemeres Rojos se produce rodeada de una cierta expectación silenciosa, pero queda pronto claro que su aparición cambiará para siembre las vidas de todos. “Los Jemeres Rojos eran Marx combinado con Russeau”, explica el director. Su sociedad utópica era una comunidad rural, que Pol Pot identificaba con una Camboya originaria. Por tanto, desalojaron las ciudades, incluyendo la capital, Nom Pen, y reubicaron la población en campos de trabajo agrícolas, donde los camboyanos fueron sometidos a un régimen de trabajos forzados. La población urbana era considerada por el régimen como una clase burguesa a la que había que reeducar para que participase en la revolución: las condiciones de trabajo de los campos eran muy duras, y la mala planificación fue la causa de una serie de trágicas hambrunas.
En los campos, la familia Panh se vio obligada a cambiar sus nombres por números, a vestir con uniformes oscuros y a trabajar bajo una disciplina severa que en la propaganda del régimen aparece retratada como la forma suprema del orden: el trabajo agrícola a la manera de una maniobra militar. La narración sobrevuela estos acontecimientos con el distanciamiento propio de las rememoraciones históricas, hasta que, repentinamente, las figuras recuperan sus nombres y la impersonalidad de la historia se convierte en una tragedia particular. Así, Pahn narra la muerte de su padre y la lenta agonía de su madre en un hospital inútil y abarrotado, ante la indiferencia de sus guardianes. El recuerdo del hogar perdido de la infancia reaparecerá a lo largo de la película, hasta convertirse en la razón misma de su existencia: la casa destruida por la violencia es el espacio al que vuelve una y otra vez el narrador cuando necesita recordar su identidad en el centro mismo del horror.
A pesar de su aparente simplicidad, La imagen perdida se revela como una compleja encrucijada cinematográfica, un película que se puede recorrer en múltiple direcciones, y por la que circulan la visión personal y la aproximación histórica; la especulación teórica y la rememoración autobiográfica. Las figuras, inmóviles y memorables, que Pahn ha creado para revivir sus recuerdos y para tratar de llenar el vacío de imágenes de los años más oscuros de su país, se convierten en la pantalla en imágenes poderosas dotadas de individualidad y personalidad, que acercan al espectador no tanto a un periodo histórico concreto, sino a la memoria del mismo, y a ese ejercicio incierto y a veces peligroso que es el acto de recordar