DIR: MICHAEL HANEKE
INT: JEAN-LOUIS TRINTIGNANT, EMMANUELLE RIVA, ISABELLE HUPPERT
FRANCIA-AUSTRIA, 2012, 127'
Nos habíamos acostumbrado a considerar al director austríaco Michael Haneke como un frío y hábil manipulador de imágenes, dotado de una mirada distanciada y escasa compasión por sus personajes. Según el punto de vista de cada uno, podía ser un analista que disecciona con precisión de cirujano la sociedad contemporánea o un cínico con cierta tendencia a mirar a sus conciudadanos por encima del hombro, contemplando la vida desde la torre de marfil de la alta cultura. En todo caso, su cine era más cerebral que emocional, a veces dependía de una idea central que presidía toda la película, condicionando los movimientos de sus criaturas. Por ello, sorprende encontrarnos a esta altura de su carrera, cumplidos los setenta y habiendo recogido todos los premios que se pueden recoger (varias veces) con una película que acerca la mirada hasta la intimidad de sus protagonistas y que recoge experiencias universales y reconocibles por todos, que afectarán a cualquiera que tenga algo de humano. ¿Ha abandonado Haneke el territorio del distanciamiento Brechtiano y se ha acercado a la fina gradación emocional de Chéjov, como apunta en algunas entrevistas? La sorpresa, de todas formas, es relativa: había momentos en La cinta blanca que señalaban la presencia de una insólita ternura en la obra de un director que se dio a conocer con su trilogía de la glaciación emocional. Y, por otra parte, todos los recursos que han hecho reconocible el estilo del director están presentes en esta nueva cinta.
George y Anne son profesores de
música retirados que ya sobrepasan los ochenta. Llevan una vida activa para su
edad: los conocemos mientras asisten al concierto de uno de los antiguos
alumnos de Anne, convertido ahora en un reputado pianista. Habitan un soberbio
apartamento del centro histórico de París, una casa cuyo mobiliario y
disposición nos indican que fue planeada unas décadas atrás como el refugio
para toda una vida, y que ese plan se ha cumplido dejando huellas del tiempo
vivido en cada uno de los rincones. Hay estanterías llenas de libros y
partituras, un gran piano presidiendo el salón, paisajes al óleo en las
paredes. Todo indica que la pareja ha vivido rodeada de cultura, pero en su
refugió irrumpirá, de manera devastadora, la naturaleza. El primer síntoma
ocurre durante el desayuno, la mujer queda con la mirada perdida, incapaz de
reaccionar a lo que la rodea. Es el comienzo del fin: esta mujer decidida y con
bastante carácter comenzará a perder el control de su cuerpo. Primero verá como
se paraliza su lado derecho, luego comenzará a perder cada vez más funciones
corporales, mientras su mente se rebela inútilmente ante la devastación. Mientras
tanto, George verá como la relación de la pareja entra en una nueva fase: Nunca habíamos vivido algo así, esto es algo
nuevo para los dos le dice a su hija Eva.
Jean-Louis Trintignant |
La enfermedad es también una nueva
forma de intimidad. George lo irá descubriendo poco a poco, alzando el cuerpo
de Anne de la silla de ruedas, mientras roza sus rodillas con las de su mujer para evitar que se deslice y caiga. Anne
protesta inútilmente ante las atenciones de su marido, dolorosamente consciente
de que ahora necesitará ayuda hasta para las cosas más sencillas. En todo eso
hay lugar para diversas manifestaciones de ternura y afecto, que se intuyen a
través de la comunicación sin palabras propia de gente que ha compartido tantos
años. George y Anne, por supuesto, están interpretados por dos actores que
llevan a sus espaldas media historia del cine europeo. Trintignant, el mismo de
Y dios creó a la mujer, Mi noche con Maud, Rojo y tantas otras, al que una tragedia familiar había mantenido
alejado de las pantallas en los últimos años. Y Riva, que hace cincuenta años
protagonizó Hiroshima, mon amour. Haneke
ha dicho que no podría haber hecho la película sin Trintignant; según el
director, ningún otro actor podría transmitir esa ternura, esa delicadeza. Pero
es Riva hace la interpretación
físicamente más exigente, una transformación que consiste en ir abandonado
paulatinamente el control corporal mientras nos permite saber, a través de la
fuerza de su mirada, que existe una mente escondida en ese cuerpo, angustiada
ante su devastación.
Si las películas de Haneke solían ser
exploraciones de los fantasmas que acosan a la sociedad europea del último
cambio de milenio, aquí el director se adentra en un territorio más personal,
en el que las vivencias de los personajes son profundamente individuales y no
pretenden convertirse en metáforas de nada que ocurra más allá de las paredes
del apartamento. La distancia que el realizador austriaco mantiene entre el
espectador y sus criaturas se reduce,
Haneke permite que contemplemos más de cerca de lo habitual en él a Georges y a
Anne, nos deja implicarnos emocionalmente en su relación, por supuesto sin caer
en el sentimentalismo. Pero eso no significa que su estilo haya variado lo más
mínimo. Cada escena está llena de tensión, algo a lo que no es ajeno el hecho
de que el director nos muestre el desenlace en la primera escena de la
película. Así, sabemos que la
decadencia es inevitable, el viaje de los personajes es un camino sin retorno. Los
encuadres son a menudo inmóviles, las composiciones complejas, las acciones de
los personajes capturadas en tiempo real, como en sus anteriores películas. Y
sin embargo, no hay tiempos muertos, cada escena tiene su propia tensión
interna. El lento y torpe paso de George mientras avanza por el pasillo una y
otra vez es sobrecogedor porque el transcurso del tiempo es dramático en sí
mismo, la manifestación paso a paso de una cuenta atrás imposible de detener.
Isabelle Huppert es la hija de los protagonistas |
Aunque no destaque tanto en una
película centrada en los dos actores protagonistas, los apartados técnicos
están al excelente nivel al que acostumbran en el cine de Haneke. Darius Khondji aporta una fotografía cálida
y luminosa adecuada para el ambiente hogareño del apartamento de la pareja.
Pero como de costumbre el trabajo más importante se desarrolla en la banda de
sonido. Haneke suele emplear el mismo tiempo en el montaje de sonido que en el
montaje de la imagen, lo que da una idea de la complejidad de su manto sonoro.
Además, en el press-book de Amor ha
destacado especialmente la labor de los técnicos de sonido, a lo que reconoce
como capaces de crear un mundo a partir de la nada. Sería imposible concebir la
atmósfera Hanekiana sin su elaborado tapiz sonoro, una cuidada atención a la
manera en que los objetos o los cuerpos se rozan. Normalmente ese trabajo está destinado a pasar desapercibido
para el espectador, pero hay momentos en que el sonido, combinado con el uso
del fuera del campo, crea el auténtico sentido dramático. El sonido de un grifo
que se cierra, o de el lejano
entrechocar de unos platos en la cocina significan algo más que ambientación,
son sutiles maneras de girar la trama, de convertir las imágenes que vemos en
algo completamente distinto.
A pesar de que la película sea profundamente
materialista, como el resto del cine de Haneke, principalmente un registro de
cuerpos moviéndose en tiempo real, un inventario detallado de la decadencia física,
hay varias escenas que apuntan a una fuga hacia un territorio inequívocamente
inmaterial, como si el austriaco se hiciese consciente de que contemplar sus
movimientos y sus palabras no fuese suficiente para explorar por completo la
situación que viven, la esencia de los personajes. El propio desenlace de la película
se desarrolla en ese territorio, en una especie de limbo al que se llega
después de recorrer el decaimiento de los cuerpos. ¿Es que postula Michael Haneke la existencia del alma? ¿O, con
ese inesperado vuelco hacia lo trascendental, el cineasta pretende explorar las
escurridizas posibilidades del arte como consuelo?