Dir: Andrey Zvyagintsev.
Int: Nadezdha Markina, Andrey Smirnov, Elena Lyadova.
Rusia, 2011, 109'
Andrey Zvyagintsev ha destacado
en sus primeras películas por la manera en que la naturaleza determinaba la
atmósfera de la narración. El
paisaje era el de las inmensas llanuras rusas, no demasiado lejos de alguna
ciudad de provincias probablemente salpicada de restos industriales soviéticos.
La inmensidad del espacio y la soledad que lo envuelve, constantemente presente
a través del sonido incesante del viento; la calma de unos lugares donde no
parece que pueda ocurrir nada, son el ingrediente principal de la melancolía
que atravesaba sus ficciones. Esa melancolía atmosférica, que convierte la
soledad de los individuos en un problema casi metafísico, en un tema que
recorre la cultura rusa a lo largo de los últimos siglos, en las más diversas
manifestaciones. Más de un comentarista, por ello, se acordó de Andrei
Tarkovsky a la hora de describir “El regreso” (2003), la cinta con la que el director ruso hizo su aparición en la
escena internacional.
Elena, la nueva película del
director ruso, mantiene intactas sus habilidades a la hora de describir
ambientes, aunque ahora se traslada a un entorno más concreto y urbano, el
Moscú de la era Putin. Es una ciudad de contrastes: un lujoso edificio de
apartamentos protegido como si fuera una fortaleza , un barrio pobre decrépito,
habitado por jóvenes en paro bajo la sombra de las chimeneas de una vieja central
térmica. El eje que vincula esos dos ambientes es Elena (Nadezdha Markina), una
mujer ya mayor casada con Vladimir (Andrey Smirnov), un millonario. Ambos
tienen un hijo fruto de matrimonios previos: Sergey, el hijo de Elena, se
encuentra en paro y con dos hijos. Mata el tiempo bebiendo cerveza y jugando a
videojuegos con su hijo adolescente. De vez en cuando, su madre se pasa por su
apartamento para darle parte de su pensión de enfermera.
Nadezdha Markina es una veterana actriz de teatro. |
Elena mantiene con Vladimir una
relación en la que ésta parece ser una criada con algunos privilegios: se
levanta antes que él por la mañana para despertarle y prepararle el desayuno,
que sirve en una bandeja cuidadosamente dispuesta. Aun así, la pareja parece
conservar aún el afecto, e incluso algún atisbo de pasión, aunque la mayor
fricción entre ellos se produce cada vez que ella se atreve a pedirle dinero
para su hijo. Pero Vladimir sufre un infarto mientras hace deporte y siente
cerca la muerte: en su testamento planea dejar todo su dinero a su hija, de la que se encuentra distanciado y a
quién describe, de manera despectiva , como una “hedonista”.Con el futuro de su
familia en juego, y la separación social como un muro casi infranqueable,
incluso dentro del propio matrimonio, Elena, una mujer religiosa, se plantea
opciones que quizá nunca hubiera imaginado que llegarían a pasar por su cabeza.
Apoyado en un sólido guión
escrito junto a Oleg Negin, Zvyagintsev
destaca por su eficacia a la hora de lograr el gesto expresivo adecuado, capaz
de sacar a la superficie la verdadera personalidad de sus criaturas. La manera
en que Vladimir fuerza la vista mientras conduce, quizá negándose a admitir que
necesita gafas, nos presenta a una persona en conflicto con su inevitable
declive físico. Su hija hace el gesto de sacar un cigarrillo en la habitación
del hospital donde se encuentra su padre, porque “en las habitaciones caras se
puede hacer cualquier cosa”. Lo vuelve a guardar inmediatamente, pero su gesto
es tanto una muestra de una persona caprichosa y consentida como una protesta contra la actitud demasiado
rígida y distante de su padre.
La película se convierte en una observación cuidadosa de
gestos significativos. El reparto, uniformemente excelente, se desenvuelve de
manera perfecta en un registro muy delicado que exige una gran precisión en los
movimientos más sutiles. Especialmente Nadezdha Markina, una veterana actriz de
teatro con capacidad para sostener una película en la que aparece prácticamente
en todas las escenas. Zvyagintsev planifica mediante tomas largas y cámara
generalmente estática, aunque con composiciones bastante complejas y dinámicas.
Es un estilo muy controlado, que maneja con mano de hierro los elementos
dramáticos, creando un ritmo pausado aunque denso, en el que todos los
elementos tiene un significado.
Hay un momento, cerca del
principio de la película, en el que vemos por primera vez a la protagonista
visitar a su hijo. En una escena de meticulosa lentitud, la seguimos en su
recorrido mientras coge un tranvía, un autobús, el metro, para finalmente
recorrer unos cientos de metros de calles desoladoras pobladas por jóvenes
desocupados y de aspecto vagamente amenazante. Es una de las mejores
descripciones de una ciudad moderna que nos ha dado el cine contemporáneo: en
algún momento del recorrido la distancia deja de ser física para convertirse en
moral, los recorridos entre un lugar y otro no son simplemente aspectos de la
logística del transporte público, delimitan universos de posibilidades, psicológicas
y sociales, en los que se desarrolla la vida cotidiana, día tras día.
Malas noticias: la lucha de
clases ha vuelto a Moscú. Pero a pesar de lo que pudiera sugerir el
planteamiento de la película, con
una primera media hora de marcado contraste de ambientes, Zvyagintsev no
explora el conflicto social, sino que lo utiliza de fondo mientras coloca en el
primer plano los conflictos psicológicos y morales de su protagonista. La
decisión de Elena, rodada con ese ritmo lento que nos hace entrever en cada uno
de sus gestos los pensamientos de la protagonista, se desarrolla en uno de esos
ángulos ciegos de la moral que resultan ideales para que los espectadores, al
terminar la película, se dediquen a hacer, mentalmente o en voz alta, listas de
prioridades. Para entonces “Elena” ya se ha convertido en una película filosófica,
o en cine negro, como si el fantasma de Dostoievsky pasease de vez en cuando por las calles de Moscú.