DIR: PABLO LARRAÍN
INT: MARCELO ALONSO, ALFREDO CASTRO, ANTONIA ZEGERS
CHILE, 2015, 98'
El club es una casa cercana a una playa solitaria y fría, en una pequeña ciudad del sur de Chile no demasiado hermosa. Está habitada por unos cuantos ancianos reservados y taciturnos que prefieren no alejarse demasiado de su morada. Al contrario: permanecen en su interior, bañados por una penumbra de cortinas corridas y persianas a medio bajar. Tienen buenas razones para ello: La casa es un lugar de retiro y de penitencia, y sus habitantes son sacerdotes que han sido apartados de su oficio. La mayoría de ellos abusaron de niños que estaban a su cargo, aunque también hay un padre que se dedicaba a la venta de recién nacidos. Claro que uno puede sospechar que las intenciones de la iglesia al destinarlos a este apartado establecimiento tienen que ver más bien con la intención de evitar escándalos que con cualquier concepción de la justicia, divina o humana.
Por supuesto, estos hombres componen un grupo bastante sombrío. El padre Silva (Jaime Vadell) es un antiguo capellán del ejército que solía anotar las confesiones de los militares para utilizarlas en algún momento propicio, una estrategia que finalmente no le sirvió de nada. El padre Ramírez (Alejandro Sieveking) es un anciano reducido a la condición de momia balbuceante, que repite mecánicamente las cosas que escucha. Los crímenes que le han traído a la casa han desaparecido hace mucho tiempo de su memoria y de la de quienes le rodean. El padre Vidal (Alfredo Castro, mostrando una vez más su facilidad para encarnar despojos humanos) trata de redimirse entrenando un galgo de carreras, y de vez en cuando exhibe unos desesperados intentos de justificación personal que resultan al mismo tiempo repulsivos y enternecedores. El padre Ortega (Alejandro Goic) cuyo crimen no tiene carácter sexual, permite que a menudo se le escape el desprecio que siente por sus compañeros. Presidiendo todo esta se encuentra la hermana Mónica (Antonia Zegers) cuyo optimismo bienintencionado resulta francamente inquietante, y cuyo candor es bastante sospechoso. Por supuesto, ella tiene también sus buenas razones para residir en la casa.
Un inquietante grupo humano |
Día tras día, los padres dedican su tiempo a intercambiar susurros recelosos, entonar sus cánticos y sus oraciones y, por supuesto, acudir a las competiciones de Rayo, el galgo en el que depositan sus escasa esperanzas. Como prefieren darle la espalda a la luz, como si temieran exponerse a la mirada de otros, los contemplamos casi siempre en contraluz, con sus facciones parcialmente ocultas entre las sombras. Nada de eso es casual. La oposición entre la luz y la oscuridad, entre lo oculto y lo desvelado, es el drama que nos desvela la película. Un drama que se desarrolla a varios niveles: en la conciencia individual de los protagonistas y también en la actitud de una institución como la iglesia católica, autoproclamada guardiana de la moral.
Alfredo castro demuestra una vez más sus dotes para explorar los aspectos más oscuros de sus personajes
La irrupción de dos personajes ajenos a este mundo cerrado y oculto pondrá de manifiesto ese conflicto. El primero de ellos es el padre García (Marcelo Alonso), un joven sacerdote que acude a la casa para poner orden después de un horripilante incidente que amenaza con llamar la atención de las autoridades. Desde la perspectiva de los padres, la presencia misteriosa e inquietante del padre García se asemejará a la de un ángel justiciero o a la de un dios vengativo, alguien que lleva sus expedientes en un maletín de cuero como si fuera el interior de sus almas y que tiene el poder de deshacer el precario purgatorio que habitan. Pero el padre García también se debate entre la luz y las sombras, o por lo menos entre la transparencia y la ocultación. Porque su desprecio por los curas criminales es manifiesto (“Si por mi fuera, les pondría en manos de la justicia”, llega a decir en una ocasión), pero deberá tener en cuenta otras consideraciones referentes a las necesidades de la iglesia. Por supuesto, la actitud de la institución católica con sus secretos planea sobre toda la película. El otro intruso es un misterioso vagabundo que se hace llamar Sandokan (Roberto Farías) y que pronto se nos revela como una antigua víctima de abusos infantiles, algo que ha dañado de manera irreversible su equilibrio mental y emocional. Su mera presencia sirve a los padres como un recordatorio de las consecuencias de sus actos, unas consecuencias que ellos, desde luego, preferirían olvidar. La aparición de Sandokán adquiere por tanto un carácter ambiguo, pues se presenta como una penitencia, pero termina revelándose también como una posibilidad de redención.
Antonia Zegers, como la inquietante hermana Mónica, sostiene gran parte del peso dramático de la película. |
Una vez más, podemos comprobar que el registro preferido del director chileno Pablo Larraín parece estar a medio camino entre la comedia negra y el realismo descarnado, con ciertos toques autóctonos de feísmo latinoamericano (la escena de sexo repulsiva es un elemento de rigor). La dosis de humor negro puede resultar desconcertante, al menos en teoría, pero surge de manera natural al contemplar los poco afortunados esfuerzos que hacen los personajes para mantener una apariencia de normalidad y un mínimo de dignidad. Cualquiera podría pensar que la atmosfera de esta situación sería asfixiante de todas formas, pero para que no se nos olvide, Larraín y el director de fotografía Sergio Armstrong se decantan por una paleta de color en la que predominan los tonos grises con matices de un azul húmedo. Además, el uso casi exclusivo del gran angular deforma aún más los rostros de los personajes y convierte la casa que habitan en una construcción cavernosa, un entorno inquietante en el que hasta el aire parece adquirir una cualidad densa, como si estuviera dotado de espesor.
Todos estos recursos podrán resultar excesivos, pero una vez más Larraín se muestra como un maestro del tono. Su puesta en escena es un ejercicio de equilibrismo capaz de conjurar una tensión que recorre toda la película de principio a fin, una tensión que emana de la misteriosa emotividad de sus protagonistas, así como de nuestra conflictiva reacción ante ellos, que oscilará desde la empatía ante el sufrimiento humano hasta la repulsa que estos hombres nos provocan. Si El club es una película católica no es tanto por la abundante simbología religiosa que aparece en sus imágenes y por sus continuas referencias al ceremonial, sino porque se plantea la posibilidad de una redención para unos personajes cuyos actos podrían situarles fuera del alcance de toda compasión humana.