DIR: ANDREI KONCHALOVSKY
INT: ALEKSEY TRYAPITSYN, IRINA ERMOLIVA, TIMUR BONDARENKO
RUSIA, 2014, 90'
El veterano cineasta ruso Andrei Konchalovsky vuelve a nuestras pantallas después de varios años de ausencia con El cartero de las noches blancas, una cinta que recuerda a su película más prestigiosa, Siberiada (1979). Entonces, Konchalovsky exploraba las inhóspitas extensiones nevadas de Siberia buscando encontrar en su paisaje la esencia de Rusia, con una visión impregnada de trascendentalismo en la que la historia humana (la revolución, la colectivización, la guerra…) no era más que una serie de acontecimientos erráticos y confusos, capaces de destruir a los hombres pero no de alterar la esencia de la naturaleza. Treinta y cinco años después, Konchalovsky se acerca a otra región inhóspita: las gélidas aguas del lago Kenozeno, en el oblast de Arcangel, situado en el extremo noroccidental de Rusia. A las orillas de esta enorme extensión de agua dulce se encuentran varios pequeños pueblos, habitados principalmente por un puñado de ancianos que contemplan cómo el mundo en el que viven desaparece gradualmente ante sus ojos. Su principal contacto con el mundo se produce a través del cartero Lyokha (Aleksey Tryapitsyn), que recorre el lago con su lancha repartiendo cartas, periódicos, el dinero de la pensión. Bueno, en realidad el mundo exterior también entra en sus vidas a través de la televisión, cuyo estridente bullicio de concursos estruendosos y noticias pavorosas se ha convertido en un elemento más de la atmósfera local. En ese lugar y junto a esas personas, Konchalovsky trata de explorar la solemne majestuosidad del paisaje y la manera en que sus habitantes resisten años tras año en un mundo que les revela una y otra vez su insignificancia.
Lyokha es un ex alcohólico de unos cincuenta años, de cuerpo maltrecho y espíritu animado. Sonríe a menudo con una impecable dentadura postiza y le gusta bromear con las personas que encuentra durante su reparto, como Yura (Yuriv Panfilov), un depresivo que aprovecha cualquier oportunidad para expresar pensamientos sombríos, o como el Bollo (Viktor Berezin), el excéntrico local que atempera su locura con generosas cantidades de vodka. A Lyokha también le gusta flirtear con las mujeres, como la encargada de la oficina de correos, o, ya más en serio, con Irina (Irina Ermolova) una antigua compañera de estudios que desea encontrar un trabajo en la ciudad y largarse con Timur, su hijo de diez años, de esta desoladora aldea. El afecto de Lyokha por Irina está condenado a no ser correspondido, algo que el cartero, siempre optimista, prefiere ignorar. Mientras tanto, establece un vínculo de complicidad con Timur, descubriéndole los misterios naturales del paisaje que les rodea. El tono de la película es más contemplativo y sereno que dramático o narrativo. El argumento es leve, trenzado principalmente a través de la historia de amor inalcanzable y de la camaradería entre Lyokha y el pequeño.
El afecto de Lyokha por Irina es el leve hilo narrativo de la película.
Konchalovsky estudió el lugar y sus habitantes durante varios meses para preparar la película. Los personajes son algunas de las personas que conoció en ese tiempo, interpretándose a sí mismos (con la excepción de Irina Ermolova, que es la única interprete profesional del reparto). Algo que resulta especialmente sorprendente en el caso de Aleksey Tryapitsyn, que posee un carisma natural y una manera de proyectar su sonrisa dolorida que le asemeja a un galán en decadencia. En algunas escenas, el director de fotografía Aleksandr Simonov escondía la cámara en lugares inverosímiles para facilitar la naturalidad del reparto, incluso para permitir que otros lugareños se sumasen espontáneamente a la escena. Este procedimiento se percibe a través de algunos encuadres desconcertantes y de unas cuantas discontinuidades en el montaje, pero contribuye a crear una sensación de naturalidad y refuerza nuestra cercanía con los personajes. La mirada de Konchalovsky adquiere un perspectiva antropológica en el primer tercio de la película, en la que se detiene a explorar las rutinas de los lugareños como si descubriera una forma de vida desconocida. Detalladamente, el director nos muestra cómo se levantan de sus camas de madera maciza, echa leña a sus estufas o calientan un té, vigilan sus redes de pesca, se adentran en el bosque en busca de leña o quizá se arriesguen a cazar, aunque esté prohibido.
El cartero no puede ignorar la presencia poderosa de la naturaleza |
El director afirma inspirarse en Chejov y en Bresson en su empeño de utilizar el cine como una herramienta para la contemplación: “La contemplación es el momento en que una persona asume su unidad con el universo”, declara en las notas de prensa. Se reconoce aquí la rica tradición rusa que busca la trascendencia a través de la naturaleza como si el paisaje fuese un libro sagrado. Hacia la mitad de la película, el cartero Lyokha se detiene junto al bosque para ponderar la relación entre todas las formas de vida, desde los insectos que se encaraman sobe las briznas de hierba hasta las copas de los árboles mecidas por el viento. Konchalovsky nos ayuda a compartir la trascendencia del momento haciéndonos escuchar el réquiem de Verdi. Otras veces, es la solemne música electrónica minimalista de Eduard Artemiev sobre la aparentemente infinita superficie del lago surcado por la lancha del cartero lo que nos revela la sensación de trascendencia que experimenta el protagonista.
En medio de esta naturaleza sobrecogedora, la figura humana se nos aparece como una presencia insignificante. A menudo, Konchalovsky hace retroceder la cámara varios metros para contemplar a sus personajes empequeñecidos por su entorno: Lyokha y Timus asando un pescado en una pequeña hoguera bajo un árbol centenario, o la lancha del cartero dejando un diminutos surco sobre la inacabable superficie del lago. El bullicio de la historia aparece también reducido a la insignificancia. Contemplaremos el entierro de una anciana cuyo cortejo está encabezado por un tractor oruga y en cuyo elogio fúnebre se menciona que esta mujer era una de las últimas representantes del romanticismo socialista. Cuando estas palabras se desvanezcan en el aire habremos contemplado la desaparición de un pedazo de historia como si fuera una neblina ligera que se va con la mañana. En otro momento, el cartero deambula por las ruinas de la escuela en la que de pequeño tiraba de las coletas de Irina tratando que le expulsaran de clase. Allí, recuerda los ruidos escolares y el viejo himno de la unión soviética, un mundo ahora tan lejano como su propia infancia.