domingo, 23 de noviembre de 2014

El amor es extraño

T.O: LOVE IS STRANGE
DIR: IRA SACHS 
INT: ALFRED MOLINA, JOHN LITHGOW, MARISA TOMEI
EEUU, 2014, 94'







Hay narraciones que se apartan de su propósito aparente para tomar caminos que a primera vista parecen más banales o rutinarios. Algo así ocurre en El amor es extraño, el quinto largometraje del director norteamericano Ira Sachs. Sus protagonistas, Ben (John Lihtgow) y George (Alfred Molina), celebran su boda después de haber compartido 39 años de sus vidas. Es un momento de felicidad para ellos, la culminación de una vida de dedicación mutua. Paradójicamente, su convivencia se ve repentinamente interrumpida cuando, a causa de su boda, George es despedido del colegio católico en el que trabaja como profesor de música. La situación les obliga a abandonar el elegante apartamento que habitan en Manhattan, y se verán forzados a pedir ayuda a sus amigos y familiares mientras encuentran un piso que se adapte a sus nuevas circunstancias económicas.  A partir de ahí, la película se convierte en una sucesión de incómodos arreglos, salpicados por desalentadoras incursiones en la burocracia del sistema neoyorkino de vivienda. Como consecuencia de todo ello, George termina durmiendo en el sofá de una joven pareja de policías gays aficionados a Juego de Tronos y Ben se ve obligado a acomodarse en la casa de su sobrino Elliot, perturbando la rutina de su mujer novelista y convirtiéndose en un incómodo testigo de las discusiones de la pareja con su hijo adolescente.

    Así que lo que empieza con la serena intimidad de una cama de matrimonio bañada por la luz del amanecer se convierte en una sucesión de momentos más o menos incómodos en las que Ben y George se convertirán en objeto de preocupación y causa de molestias para las personas más cercanas a ellos. Puede que esta no sea la manera más habitual de narrar una historia de amor templada por la madurez, pero desde la novela realista del siglo diecinueve hasta el realismo sucio norteamericanos de finales del XX muchos autores han elegido narrar las aspiraciones universales de sus personajes a través de las realidades más contingentes: situaciones económicas inestables, insignificantes conflictos familiares o pequeñas muestras de intolerancia agazapadas en la cotidianeidad. El amor es extraño es una sucesión de escenas de la vida corriente que parecen no tener relevancia ni gravedad en sí mismas, pero que adquieren una poderosa resonancia emotiva porque en ellas se depositan las emociones de sus personajes: el amor y el sentido de la compañía cultivados durante tantos años, la cercanía de la vejez, la serena consideración del fracaso artístico, la incierta posibilidad de un legado.



Nervios y orgullo: la boda de Ben y George

Ira Sach es un cazador de momentos reveladores. Su estilo naturalista se manifiesta a través de una meticulosa recreación de la cotidianeidad, de la que extrae los detalles más esenciales. Un método que ya había empleado de manera extraordinaria en su anterior película, Keep the Lights On, la crónica de una relación de pareja muy diferente. Resulta enternecedor el nerviosismo de Ben y George cuando no encuentran ningún taxi libre en las calles de Manhattan la mañana en que se dirigen a su boda, porque revela la vulnerabilidad de sus emociones ante la celebración pública de su vínculo. Más tarde, una rutinaria cita burocrática hace visible la presencia de la vejez cuando una funcionaria bienintencionada sugiere que, dada la edad de Ben, la pareja podría acogerse a un plan municipal de vivienda para personas de la tercera edad. La interpretación que una de sus jóvenes alumnas hace de una pieza de Chopin actúa como catalizador emocional, logrando que George alcance el estado de ánimo necesario para canalizar las emociones que siente con respecto a su despido. En momentos como esos, Sachs y su colaborador en el guión, Mauricio Zacharias, logran expresar la compleja humanidad de sus personajes a través de escenas cotidianas inesperadamente emotivas. 

John Lithgow es Ben
Algo que desde luego, no se podría lograr sin la colaboración de unos intérpretes como Alfred Molina y John Lihtgow, dos actores veteranos que han destacado tanto en papeles principales como secundarios. El estilo de Ira Sachs amplifica la resonancia de cada gesto y cada palabra, de manera que permite a Molina y Lihtgow desplegar toda su capacidad para la modulación expresiva. Cuando George recrimina suavemente a Ben el hecho de que éste no encuentre sus gafas poco antes de salir para su boda, en sus palabras están posados años y años de desesperaciones cotidianas ante los despistes de su compañeros, matizados por la paciente aceptación de su carácter. Ambos son personas serenas y calmadas, que se encuentran cómodas en su piel después de tantos años, y que comparten una complicidad simbiótica: de ahí la incomodidad que les produce su obligada separación, que les fuerza a inmiscuirse en intimidades ajenas.  Pese a todo, Ben y George conservan sus idiosincrasias particulares. George, un hombre religioso, es un melómano que posee un tranquilo sentido del humor, y que resulta ser el más organizado y responsable de la pareja. Ben es un pintor cuyas aspiraciones de éxito artístico han quedado atrás y que parece haber hecho las paces con ello. 
Alfred Molina es George
     La película, en consonancia con la clase de atmósfera en que sus personajes se sienten más cómodos, está narrada con imágenes de equilibrio clásico y ritmo sereno. La banda sonora consiste principalmente en melodías para piano de Chopin, y la fotografía muestra un amor nada disimulado por la luz natural y la iluminación nocturna de Nueva York. Sachs retrata con ironía afectuosa a una galería de personajes secundarios, formada principalmente por esa clase de manhatanitas que frecuentan galerías de arte, escriben novelas, producen y dirigen artefactos audiovisuales y disfrutan discutiendo acerca de todo ello. Es claramente una película neoyorquina, y perfila con precisión el momento y el lugar en que se desarrolla, pero el propósito de los cineastas no es únicamente una observación realista o el retrato de costumbres.

La detallada observación de las rutinas cotidianas tiene su recompensa emocional al final de la película, cuando el paso del tiempo ha convertido cada momento en un instante único e imposible de recuperar. Entonces se harán evidentes los motivos del director para filtrar la crónica emocional a través del registro de lo cotidiano, de lo ordinario. Como en el cine de Yasujiro Ozu, cada instante lleva impreso la huella del tiempo, algo que solamente se hace emocionalmente presente cuando lo vivido se convierte en la materia prima del recuerdo. Al final, incluso los personajes parecen darse cuenta de ello. Un momento tan poco importante  como una copa compartida en un bar de Manhattan durante su forzosa separación o una despedida o una despedida nocturna ante una boca de metro bajo el parpadeo del neón puede abrir una puerta al recuerdo de los años compartidos, y al mismo tiempo la poderosa fuerza del instante que nunca podrá repetirse.