domingo, 8 de agosto de 2010

Toy Story 3

T.O: Toy Story 3
Dir: Lee Unkrich
Animación.
EEUU, 2010, 103'


“A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas.”

Karl Marx. El Capital.



El espíritu de las cosas

El concepto de fetichismo de la mercancía, que introdujo Marx en “El Capital”, fue una idea bastante pasada por alto en su época, más preocupada en la emancipación de la clase obrera por la revolución u otros medios; pero ha sido probablemente la parte de la obra marxista más analizada durante la segunda mitad del siglo veinte, dada su pertinencia con respecto a la sociedad de hiperconsumo desarrollada en el momento presente del capitalismo. Según Marx, la actividad productora le confiere a las mercancía no sólo unas capacidades prácticas y materiales (su valor de uso) sino también unas características inmateriales, psicológicas o espirituales. Los objetos, por tanto tendrían vida propia, independientemente de la voluntad de quienes los han creado. Esta idea no es, desde luego, moderna. La antropología ha demostrado que antes de la aparición de la moneda, las prácticas de intercambio de objetos se realizaban en función de las relaciones entre los “espíritus” de los objetos intercambiados.


Que esa idea esté en primera plana del discurso actual nos lo confirma la producción más reciente de Hollywood, que sigue siendo un extraordinario termómetro del zeitgeist occidental. Últimamente, los objetos están convergiéndose en los héroes de la película. Podemos argumentar para ello la conveniencia de las sinergias con la industria del juguete, pero el caso es que multitud de cachivaches infantiles y figuras de acción han tenido su propia película en los últimos años. “Transformers” o “G.I. Joe” son los ejemplos más conocidos, pero se dice que Hollywood prepara películas incluso sobre el Monopoly o el clásico Hundir La Flota. En esas películas, las figuras de acción reciben el tratamiento antropomorfizado y dramático que se supone se les confiere al jugar con ellas. En cambio, la saga de “Toy Story” es única dado que no sólo está protagonizada por objetos, sino que está narrada desde el punto de vista de la mercancía. La serie “Toy Story” , a través de sus tres entregas, propone lo que Marx insinuaba en su obra: Las mercancías relacionándose entre sí de manera secreta y oculta para sus propios dueños.



Los juguetes no son para siempre

Si algo se puede decir de Pixar es que no son partidarios de los caminos fáciles. Para la tercera parte de su film franquicia, realizada más de diez años después de su anterior secuela, lo más convencional sería mantener a sus personajes en un limbo temporal, dejando fuera de la película ese factor que no solemos encontrar en el cine de animación infantil: el paso del tiempo. Sin embargo, los responsables de la cinta han decidido que sus personajes envejezcan tanto como lo han hecho los espectadores desde la aparición de la anterior película: Andy, el niño protagonista, es ahora un adolescente que se dispone a comenzar la universidad. Sus tiempos de jugar con vaqueros y astronautas están ya muy lejanos. Esta maniobra logra una mayor implicación emocional por parte de quienes vieron la primera parte siendo niños, allá en 1997, y que ahora se encuentran, como Andy, entrando en la edad adulta. Por otra parte, tiñe de un tono crepuscular la nueva aventura (un tono que ya estaba presente en otras producciones de la compañía, como “Up” o “Cars”). El vaquero Woody y el astronauta Buzz se ven desprovistos de sus propiedades mágicas como juguetes, y se encuentran reducidos a cachivaches de plástico, destinados, en el mejor de los casos al desván, y en el peor, al vertedero.


Lo que sigue a continuación es una aventura existencial en la que los protagonistas lucharán por recuperar su razón de ser, esas “sutilezas metafísicas” que los convierten en algo más que plástico pintado. Las opciones van desde el purgatorio estoico del desván hasta el infierno nihilista de la planta de reciclado, incluyendo un paso intermedio por un paraíso (la guardería Sunnyside) que se revelará definitivamente engañoso, pero que servirá para que conozcamos al impagable villano de la función, un osito de peluche rosa llamado Lotso. La aventura es todo lo trepidante que se espera de una producción de estas característica, pero en sus márgenes, los juguetes animados no dejarán de reflexionar sobre su condición, y es curioso constatar como el guión no los ha antropomorfizado demasiado, elaborando una curiosa psicología de objeto, un ser cuyas máximas aspiraciones consisten en que alguien viva a través de él experiencias vicarias. En ese sentido, los personajes humanos de la función vuelven a ser meras comparsas, seres que paradójicamente se comportan más como mecanismos que hacen avanzar la trama que como personas de carne y hueso.



Herencias y tránsitos

Es inevitable observar una vez más el grado de perfección artesanal que ha alcanzado el cine de Pixar: desde la elaboración del guión (se percibe en cada línea los dos años y medio que estuvo perfeccionándolo el oscarizado Michael Arndt) hasta, por supuesto, todos los detalles de la animación. Es curioso que tal grado de atención al detalle y cuidado máximo de todos los aspectos de la película Hollywood sólo lo reserve para el cine de animación: sería curioso comprobar las alturas que podría alcanzar una película de cualquier otro género en la que sus responsables hubiesen volcado una artesanía tan minuciosa. Quizá conozcamos la respuesta cuando la factoría californiana desvele su primer proyecto en imagen fotográfica: una adaptación de la novela de aventuras “John Carter of Mars”, del creador de Tarzán, Edgar Rice Burroughs, que ha dirigido Andrew Stanton, responsable de “Buscando a Nemo” y “Wall-e”.


Volviendo al tema de la esencia espiritual de los objetos materiales, uno de las mayores sorpresas de la película consiste en que sus responsables no evitan visitar ese inevitable reverso tenebroso de la sociedad de consumo: el vertedero industrializado, aquí retratado como una inmensa extensión infernal donde los objetos, desembrujados, perdidas ya todas sus características simbólicas, se ven reducidos a su mera condición material. ¿Podrán nuestros amigos recuperar a tiempo sus esencias filosóficas antes de ser engullidos en el horno en el que se funden los plásticos? Aunque aquí si percibimos la antropomorfización de los juguetes: su concepción del tiempo es lineal, y su temor a la mortalidad, como consecuencia de ello, muy humano. Si hubieran apostado por una temporalidad más circular, podrían haber reflexionado sobre la esencia cíclica del plástico, un material capaz de adecuarse a múltiples formas y esencias, y la planta de reciclado tendría un carácter de espacio de tránsito y no de estación final. Pero eso sería otra fábula.