T.O: La mujer rubia (En Argentina, "La mujer sin cabeza")
Dirección: Lucrecia Martel.
Intérpretes: María Onetto, Claudia Cantero, Inés Efrón, Cesar Bordón.
Argentina, 2008, 87'
En el mundo cinematográfico actual, nadie puede compararse a Lucrecia Martel. Es una cineasta excepcional, en el sentido estricto del término: creadora de un estilo único sin parangón ni en Argentina ni en ninguna otra cinematografía. Cuando surgió con “La ciénaga”, en 2001, se la englobó en el grupo por entonces llamado “jóven cine argentino”, grupo, por lo demás bastante heterogéneo cuya denominación respondía más a criterios periodísticos que a distinciones cinematográficas. Por supuesto, Martel funciona en una órbita aparte no ya de sus compañeros de generación sino de todo el cine mundial, por más que la reciente moda del minimalismo hace que se asimilen sus propuestas con películas con las que realmente no tiene nada que ver.
“La ciénaga” era la descripción de la vida de una familia de la burguesía argentina de provincias, concretamente de la región de Salta, de donde proviene la directora. Dicho así, no parece que haya mucho que contar, y desde luego que no lo hay. Las películas de Martel tiene que ser experimentadas. La argentina es la creadora de atmósferas más potente del cine contemporáneo, a la par con el norteamericano David Lynch (con quien le une, además, un sentido de extrañamiento frente a las cosas más banales y cotidianas). En sus películas, el lenguaje hablado es un artefacto convencional que sirve para ocultar las cosas más que para expresar nada. Se suceden los actos sociales (comidas familiares, convenciones de médicos, citas amorosas) como catálogos de convenciones aceptadas por sus participantes; se habla de piletas y de cortes de pelo sin llegar a comunicar nada: quizá simplemente para ahuyentar el silencio, un silencio que podría hacer evidentes las corrientes ocultas de deseo, culpa, frustración o angustia.
La realizadora se mueve en el campo de lo no verbal, mejor aún, de lo no verbalizable. En “La niña santa,” su segunda película, el deseo aparecía representado en pantalla de una manera impúdica e irracional: el deseo inocente de una adolescente por un hombre mayor que ella, y el deseo culpable de este hombre por esa misma adolescente mientras entabla una relación con su madre; mientras tanto, el argumento de la película era una sucesión de situaciones sociales perfectamente banales. La puesta en escena de Martel encuadra la realidad física con una aparente intención realista, hasta que nos damos cuenta de las sutiles disonancias que la directora emplea: la escala de los planos, por ejemplo, está alterada, como si no estuviese filmando las personas que tiene delante del objetivo; los encuadres incompletos, los planos aparentemente vacíos nos dan la sensación de que cuando Martel filma una recepción en un hotel caro, por ejemplo, no nos está mostrando una gama de relaciones convencionales para criticar a la burguesía salteña, sino que más bien indaga entre los cuerpos de los personajes, se desliza entre sus miradas, para buscar aquello que sus frases, sus posturas ocultan o disfrazan: las corrientes ocultas del deseo, en el caso de su segunda película.
Al principio de “La mujer rubia”, varios niños corren por un descampado junto a una presa, con un perro. Su piel es oscura, van sucios y con ropas raídas, están fuera del control de cualquier adulto y no prestan atención al riesgo que conllevan sus juegos: se suben a vallas o dan volteretas encima de las tuberías de la presa. Tras seguirlos durante unos segundos, volvemos a ver niños, muy diferentes: su piel es blanca, van limpios y bien vestidos, y están seguros y controlados por sus respectivas madres. Se trata de una reunión de varias mujeres de la clase media salteña: una de ellas, Vero, se acaba de teñir el pelo, y no deja de manifestar preocupación por conservar el peinado intacto. Se habla de si se debió construir la pileta detrás de la veterinaria o en otro lugar. Más tarde, Vero vuelve sola a su casa, en su coche. Un descuido al coger el móvil y un golpe brutal. Ha atropellado a algo o a alguien. Sin embargo, la culpa la paraliza y no se atreve a mirar lo que ha golpeado con su coche. ¿Es un niño? ¿Un perro? ¿Las dos cosas o ninguna? Vero prefiere huir.
Días después, nada se menciona en la prensa sobre ningún atropello en la zona, y la policía no tiene la menor idea de ningún suceso semejante. Pero el accidente no dejará de tener consecuencias, ya que Vero se verá inmersa en una profunda crisis personal. ¿Será porque el incidente le revela la profunda falta de valor de la vida humana, de, especialmente, esa vida humana que habita barrios alejados del centro, construidos con materiales de derribo y cuyos habitantes no tienen tiempo para cuidar adecuadamente a sus hijos? A partir de aquí, la película se disgrega en varias direcciones. Es un comentario social sobre las diferencias entre clases y cómo estas se encuentran ocultas por todo un edificio de gestos, palabras y actos convencionales. Es una crónica existencial sobre una mujer que se enfrenta al descubrimiento de lo fácil que resulta prescindir de una vida humana, y que se ve invadida por la angustia al sospechar que su vida quizá sea igual de prescindible. Por si fuera poco, justo después del accidente comienza a caer una tormenta sobre Salta, y el extraño deambular de la protagonista lo veremos filtrado por la persistente lluvia, borroso y difuminado a través de cristales mojados, y con el sonido del agua y los truenos añadiendo un sutil elemento feerico a la narración. Cuando la protagonista vuelva a su vida normal, y sin que casi nos demos cuenta, la tormenta se detendrá. Así de fina es la línea que separa, en el cine de Martel, la realidad física del mundo interior de la mente y las emociones.
El cine de Lucrecia Martel desarrolla sus conflictos en un lugar de tránsito entre lo material y lo inmaterial, entre las convenciones sociales y los impulsos naturales. El peinado de la protagonista, por ejemplo, que resulta ser el eje visual sobre el que pivota la puesta en escena. La mayor parte de la cinta nos muestra el flamante pelo rubio de la actriz en primer término, mientras que su entorno aparece en segundo término, a veces incluso fuera de foco. Nos da la sensación que la directora confía más en el peinado que en el rostro de la protagonista a la hora de llevar el peso dramático del filme. Antes del accidente, veíamos a la protagonista preocupada por mantener su pelo en perfecto estado. Después, su pelo será una evidencia del mundo de convencionalismos y apariencias que se acaba de derrumbar ante ella. De ahí que no recuperará la normalidad hasta que cambie de peinado. Por supuesto, todo esto es muy banal, pero de eso se trata. En general, todo es bastante normal y corriente en el cine de Lucrecia Martel, desde el aspecto de los personajes a las cosas que les ocurren. Pero es en esa aparente normalidad donde se encuentra el misterio: lo que la directora argentina nos está narrando es la construcción de la normalidad, los mecanismos sociales que hacen que nada nos llame demasiado la atención, y que podamos seguir con nuestras vidas sin demasiados problemas. Como la protagonista, que conseguirá volver a su vida normal, aun a costa de quedar conscientemente atrapada en un laberinto de apariencias sociales, como si fuera uno de esos personajes que descubre que en realidad están muertos.
Para comprender el cine de Lucrecia Martel hay que superar muchos obstáculos. Hay quienes lo ven como una crítica a la hipocresía de la burguesía salteña. A nosotros no nos interesa esa visión, puesto que la burguesía de esa parte de Argentina sea más o menos hipócrita o decadente es algo bastante poco relevante. Además, significa reducir el cine de Martel a una mera descripción de comportamientos, lo que nos hace perder de vista sus aspectos esenciales. Hay otros que prefieren rellenar los puntos ciegos de sus películas con temáticas ajenas: se ha dicho que “La niña santa” trataba sobre el acoso sexual, o que “La mujer rubia” es una metáfora sobre la indiferencia con que la sociedad argentina trató a los desaparecidos durante la dictadura militar. Es cierto que la directora no nos pone las cosas fáciles, acostumbra a hilar tan fino que es fácil perderse, o encontrar significados extraños. Pero los vacíos de sentido de sus películas no están ahí para rellenarse: están para ser contemplados en sí mismos, para experimentarlos y para contemplar cómo los experimentan los personajes. Lo que le ocurre a la protagonista de “La mujer rubia” es que en su ordenada vida aparece un vacío de sentido que no tiene ninguna explicación, que la lleva a una absoluta incomprensión del mundo que la rodea, y que no se puede reducir a circunstancias históricas ni sociales: ese tipo de explicaciones extraen todo el misterio a una película que trata precisamente de la experiencia del propio misterio.
También hay que superar el feísmo de su estética y el hermetismo de su narrativa. No son pocos obstáculos para sumergirse en una película, lo que explica los constantes desencuentros de la argentina con el público y la crítica. Hasta ahora, la argentina nos ha dado tres películas magníficas, pero nos preguntamos hasta donde puede llevar sus capacidades, su extraordinario dominio de los recursos audiovisuales, sobre todo si cambia de registro y se sale del mundo de la burguesía salteña. ¿Qué sorpresas podrá depararnos su nuevo proyecto, una adaptación del legendario comic argentino de ciencia ficción “El eternauta”?