lunes, 2 de noviembre de 2015

Taxi Teherán


Las razones que los directores de cine aducen para girar la cámara y enfocarse a sí mismos son bastante variadas, aunque la posesión de un ego saludable se esconde detrás de muchas de ellas. Hay algunos ejemplos, sin embargo, en los que el recurso al autorretrato es algo más bien obligado. Ese sería el caso del cineasta iraní Jafar Panahi, condenado a abandonar cualquier actividad relacionada con el cine durante veinte años, tras haber sido acusado de elaborar una película centrada en las protestas desencadenas en 2009 después de la disputada reelección de Mahmoud Ahmadinejad. Resulta paradójico comprobar cómo la condena, en lugar de silenciar a Panahi, ha aumentado su ritmo de trabajo. En efecto, Taxi Teherán es la tercera película que ha realizado en los cinco años desde que su condena se hiciera efectiva, un número que supera al de las películas que había rodado en toda la década anterior. Y Taxi Teherán es una película que cuenta con el propio cineasta interpretándose a sí mismo, algo que no había formado parte de su cine hasta que el régimen le obligó a trabajar de manera clandestina. 

La condena, además de estimular su imaginación, logró hacer conocido al cineasta en occidente, algo que no había conseguido hasta entonces con su cine, más allá de los círculos cinéfilos interesados en las películas internacionales. Panahi se convirtió en una figura familiar para personas que no se habían interesado por El círculo (1999), un retrato de la situación de la mujer en Irán que se alzó con el León de Oro del festival de Venecia, o por Offside (2005), la odisea de una chica que se hace pasar por un chico para asistir a un partido de fútbol (una actividad reservada únicamente a los hombres en Irán) y que resulta una de las pocas películas sobre fútbol capaz de transmitir la genuina emoción que sientes los aficionados a ese deporte. En 2012 el cineasta recibió el premio Sajarov del Parlamento Europeo junto a la abogada Nasrín Sotudé (una de las viajeras del taxi en Taxi Teherán), por lo que es  bastante común actualmente contemplar a Panahi como un activista más que como un cineasta. Pero no hay que olvidar que antes de su encarcelamiento el director  poseía una sólida carrera formada por pequeñas películas acerca de niñas que sueñan con un pez de colores o que se atreven a encontrar ellas solas el camino a casa en la ciudad, muestras de un naturalismo ligero y humanista que a menudo revelaban a mitad de camino el artificio de la puesta en escena y se convertían en reflexiones acerca de la representación y de la condición de las imágenes.

Jafar Panahi, probablemente el peor taxista de Teherán

Que Panahi no estaba dispuesto a cumplir la condena que le había impuesto el régimen quedó claro desde el primer momento. Esto no es una película (2011), que fue sacada del país de contrabando con una memoria flash escondida en un pastel, era una muestra de cine doméstico, tanto porque toda la acción transcurría dentro de la casa del director (para evitar llamar la atención de la autoridades) como porque el equipo se reduce al propio Panahi y a un amigo suyo (para evitar poner en peligro a cualquier otro colaborador) Ese amigo era el director de documentales Mochtabá Mirtahmasp, perseguido también por el régimen de Ahmadinejad después de haber colaborado con la BBC. En Esto no es una película vemos a Panahi encerrado en su casa mientras espera el resultado de su apelación, desesperándose por la imposibilidad de filmar su nueva película  y contemplando cómo las protestas contra Ahmadinejad se reavivan en las calles. Es una película política, por supuesto, la libertad de expresión y la asfixia social que provoca el régimen se discuten abiertamente a lo largo de su metraje. Pero más que nada es una respuesta instintiva al impulso de crear. Si a Panahi el régimen le deja solamente la posibilidad de rodar en un escenario (su casa) y con un personaje (este director de mediana edad que se ve obligado a lamentarse por su carrera perdida), él tratará de sacar el máximo partido de ello. Y la película comienza con el acostumbrado tono naturalista del director: Panahi desayuna, se pasea en chándal y pantuflas por la casa, da de comer a su iguana, habla por teléfono con su abogada. Pronto recibe a su amigo Mirtahmasp, discuten la posibilidad de hacer una película allí mismo, casi como un intento desesperado por hacer cine. Panahi se muestra orgulloso de sus películas (saca algunos dvd’s de las estanterías y comenta varias escenas en la enorme tele del salón) y deja escapar la frustración que le produce la imposibilidad de rodar. En algún momento, la película deja de girar acerca de la situación del director y la presencia de la cámara, siempre evidente, se vuelve ineludible, el drama se centra en la propia película que se está rodando, si es que se trata de una película. Panahi muestra una vez más su capacidad para convertir una observación naturalista en una reflexión acerca del hecho de filmar, y por extensión de las maneras en que se construye la realidad. 

Su nueva faceta de taxista le permite a Panahi conocer a una gran variedad de personajes 

Unos años después, ya cansado de encerrarse en su casa, Panahi pensó que sería una buena idea hacer una película que reflejara la ruidosa y agitada vida de la ciudad. Pensando en las limitaciones que debía superar (no llamar demasiado la atención y trabajar con el mínimo equipo posible) le pareció una buena idea que toda la película se desarrollase dentro de un taxi, conducido por él mismo. Algo así no tiene nada de extraño. El cine iraní siempre se ha caracterizado por predilección por las escenas situadas dentro de automóviles: el mentor de Panahi, Abbas Kiarostami, ha desarrollado gran parte de su carrera sobre cuatro ruedas. Los automóviles tienen una gran presencia en el cine de Irán por su condición de espacio incierto entre lo público y lo privado. Los realizadores iraníes siempre ha mostrado una gran reticencia a la hora de adentrarse en los interiores de las casas, porque si mostraban la realidad cotidiana tal y como la conocían la película no sería jamás autorizada para su estreno (entre otras cosas porque muy pocas mujeres respetan los preceptos acerca del velo islámico en la intimidad de sus propias casas) y si adaptaban la realidad a las normas oficiales, entonces estarían renunciando a su vocación realista. En el interior de un coche, en cambio, la relación entre lo público y lo privado, entre el rostro que uno muestra a los demás y el que se reserva para si mismo fluctúa, se negocia, se transforma. Los personajes adoptan máscaras y se desprenden de ellas, según quien vaya sentado en el asiento de atrás, o quien esté al volante. Los coches son un escenario ideal para mostrar las interacciones humanas como una forma de representación, un pacto obligado entre la autenticidad y las convenciones. Así que Pahahi se pone al volante de su taxi con tres cámaras cuidadosamente colocadas en su interior, a la espera de que la ciudad salga a su encuentro. 

En Teherán es costumbre que uno se suba a un taxi si va en la dirección adecuada y si tiene algún asiento disponible, independientemente de si ya hay algún pasajero a bordo, lo que propicia todo tipo de encuentros azarosos y le otorga al vehículo al condición de plaza pública sobre ruedas. De esta manera, Panahi circula por las caóticas calles de la capital iraní y se va encontrando con la variedad de personajes y situaciones que uno espera de cualquier gran ciudad. Primero, dos desconocidos, un hombre y una mujer, mantienen una de esas discusiones interminables acerca de las propiedades educativas de la pena de muerte, una discusión que en realidad comenzó mucho antes de que ellos se subieran al taxi y que continuará mucho después de que se olviden el uno del otro. Luego aparece Adi, un pícaro que se gana la vida vendiendo películas pirateadas a domicilio, una labor indispensable para que los iraníes puedan disfrutar de los éxitos de Hollywood y el cine de autor que el régimen prohíbe. Adi reconoce a Panahi porque le vendió Érase una vez en Anatolia y Medianoche en París, de Woody Allen y se entusiasma al encontrar al célebre director conduciendo un taxi. Pronto se establece cierto grado de complicidad entre estos dos representantes de la cultura iraní. Más tarde, ocurre un accidente y el taxi se convierte una improvisada ambulancia. Durante todo este caótico recorrido, Panahi se muestra afable e irónico, con una sonrisa que uno podría calificar de socarrona. Ya no es el hombre angustiado de Esto no es una película, ahora Panahi parece feliz por haberse salido una vez más con la suya, aunque como taxista no engaña a nadie: su desconocimiento de las direccionas más básicas y su escasa capacidad de orientación le convierten en probablemente el peor taxista de Teherán. 

La sobrina de Panahi tiene sus propias ideas a la hora de hacer una película. 

Como en las anteriores películas de Panahi, la historia se presenta como una observación de la vida cotidiana, en la que el director demuestra una vez más sus dotes a la hora de extraer convincentes interpretaciones naturalistas de un reparto formado por actores no profesionales. Cada uno de los pasajeros se sube al taxi con su propia historia y sus idiosincrasias personales, cada carrera es una pequeña viñeta costumbrista que se nos presenta como una ventana hacia la vida cotidiana iraní, con tal viveza que algún espectador despistado creerá estar viendo un documental. Para el público autóctono, la película ofrece unas cuantas píldoras críticas acerca de la diferencia entre la realidad oficial y la callejera. Para el resto del mundo, la película propone una visión bastante más humana de la vida en Teherán de la que encontramos en los informativos. Pero después de unos cuantos viajes, Panahi recuerda que tiene que recoger a su sobrina del colegio, y a partir de entonces la película cambia por completo. La sobrina del director es uno de esos personajes femeninos tan frecuentes en sus películas, personajes que toman las riendas de la narración desde el mismo momento en el que aparecen.

 Ella quiere hacer su propia película, y no deja de apuntar a todas partes con su pequeña cámara digital (Panahi utiliza las imágenes de los teléfonos móviles y las pequeñas cámaras de video como si fueran la lengua hablada del cine) Su profesora le ha encargado hacer una película “distribuible”, es decir, que cumpla con los requerimientos de la censura política y religiosa del país, al contrario que las películas de su tío. Pero ¿Se puede hacer una película “distribuible” a bordo de un taxi que recorre una ciudad como Teherán, sin faltarle demasiado al respeto a la realidad? Para entonces la película comienza a parecerse a  aun diálogo entre dos cineastas, (Panahi y su sobrina), cada uno de ellos haciendo su propia película, con percepciones completamente distintas acerca de lo que es el cine y de su relación con la realidad. 

Así que a pesar de todo, Panahi ha vuelto a crear una de sus pequeñas películas de engañosa sencillez, en las que lo que en principio parece una simple observación de la realidad tomada la vuelo se convierte en una reflexión acerca de las maneras de observar y comprender esa realidad. En la que la protesta acerca de las restricciones de la libertad de expresión se convierte en una exploración de las maneras en que los iraníes negocian con sus posibilidades de expresión en la vida cotidiana. Todo ello presentado con la ligereza de un paseo casual que nos permite contemplar toda la viveza y la diversidad de una ciudad como Teherán, una viveza y una diversidad que nunca aparecerán en las representaciones oficiales del gobierno.