Dir: Lars Von Trier
Int: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourgh, Kiefer Sutherland.
Dinamarca, 2011, 136'
La nueva cinta de Lars Von Trier comienza con el fin del mundo. Suena la obertura de “Tristán e Isolda”, de Wagner, el planeta Melancolía se acerca a la tierra en su danza de la muerte. Imágenes de fina textura digital, a cámara lenta, muestran a Kirsten Dunst flotando por un arroyo, boca arriba, con todo su atuendo nupcial, el ramo en las manos. Charlotte Gainsbourgh, con su hijo en brazos intenta avanzar por un campo de golf, pero la hierba se los va tragando lentamente. Dunst, otra vez vestida de novia, intenta avanzar por un campo, pero unas hebras de lana gris que parecen surgir del suelo se enredan en sus pies, impiden su avance. Los pájaros caen muertos, la electricidad surge de las manos de la novia. Lentamente, Wagner va llevando la orquesta a su anticlímax, vemos cómo el planeta choca con la tierra, destruyéndola. La manera en que está construido este prólogo resume la película que se va a desarrollar a continuación, en que el fin del mundo, la aniquilación de la humanidad, es algo parecido al éxtasis. Mientras el personaje de Charlotte Gainsbourgh expresa desesperación, en el rostro de Kirsten Dunst encontramos calma, seguridad, confianza en la aceptación de lo inevitable. En estas imágenes, el Apocalipsis es una conclusión romántica y exaltada, el final feliz más grande posible.
Justine (Dunst) se va a casar. La boda ocurre en un palacete reconvertido en hotel, y todo sería perfecto sino fuera porque ella se siente profundamente deprimida. En realidad lo tiene todo para ser feliz: un novio guapo que la quiere, un buen trabajo en el que acaba de ser ascendida. Todo es perfecto, si crees que la felicidad depende de variables socioeconómicas. Pero lo que siente Justine es una desconexión con el mundo, una incapacidad de relacionarse con lo que la rodea. Su hermana Claire (Gainsbourgh) hace todo lo posible por que se encuentre feliz. Claire es una persona ordenada y tranquila, razonable. Se refugia tras las convenciones sociales, las rutinas, esas formas acordadas de sociabilidad le permiten aferrarse a la vida. Y eso es lo que le da a Justine: la boda perfecta. Un novio con quién bailar, una tarta que cortar, un ramo que lanzar, una noche de bodas para hacer lo que se haga en las noches de bodas. Pero Justine, que sonríe, y sonríe, y sonríe, como le dice a su hermana, a pesar de todo ello no es feliz. Cada ritual que tiene que cumplir le sirve de recordatorio de lo vacías y huecas que son las relaciones humanas, como si no fueran más que convenciones previstas de antemano, y detrás de eso nada. Por eso, huye de la recepción para ir a mear en medio del campo de golf cercano, decide darse un baño justo cuando tiene que partir la tarta, se niega a arrojar el ramo obligando a hacerlo a su hermana. Todo ello molesta a quienes la rodean. ¿Es que no sabe cuanto a costado todo aquello? Justine, por su parte, parece deleitarse en la crueldad, en algunos momentos no le importa nada ser abiertamente desagradable, como si el dolor que es capaz de provocar a los demás fuese una conexión más auténtica con ellos.
Entonces aparece el planeta Melancolía. Al principio parece una simple estrella, de un extraño resplandor rojizo. Pero su presencia se va haciendo cada vez más inescapable, y Justine comienza a sentir una notable fascinación por él. Parece como si lo hubiese invocado ella misma, para que con su marcha inexorable destruya un mundo con el que no es capaz de establecer ningún vínculo. Pasan unos meses y Melancolía se acerca a la tierra. Los optimistas como John (Kiefer Sutherland), el marido de Claire, dicen que pasará de largo sin afectar a nuestro planeta. Pero hay quien cuenta una historia distinta, y si buscas en Internet puedes encontrar gráficos que muestran una trayectoria catastrófica. Para entonces, Justine se encuentra en un estado casi catatónico. Como si quisiera dejar de tener cualquier relación con el mundo, es incapaz de cuidarse por sí misma, ni siquiera puede darse un baño sola. Se va a vivir al mismo castillo en que se celebraba la recepción de la boda, ahora descubrimos que es la casa de Claire y de su marido. La incertidumbre con respecto a Melancolía parece alterar a Claire, sin embargo. Es como si su existencia ordenada y previsible se derrumbara ante la posibilidad de la catástrofe, como si todas las certezas que basan su estabilidad emocional se revelaran inútiles, incapaces de protegerla ante el impacto de lo inexplicable. Su reacción serán unos ataques de angustia cada vez más fuertes, mientras que ahora es Justine quien recupera la calma, quien parece controlar la situación.
Como en Anticristo, la anterior película de Lars Von Trier, Melancolía se encuentra inspirada por la experiencia de la depresión. Si en aquella el danés exploraba, a través del género de terror más extremo, el horror ante la vida contemplada como una serie de procesos meramente físicos, ahora contempla la depresión como un asunto cósmico. Aunque el tema del fin del mundo es casi una anécdota, en realidad la muerte de cada uno de nosotros representa el fin del mundo por lo que a nosotros respecta. Justine y Claire representan dos actitudes distintas, aunque complementarias, ambas son ejemplos de enfermedades de nuestra época. Justine es incapaz de ver ningún sentido en las convenciones de la vida cotidiana, y se abandona a la inanidad, mientras que Claire se desespera al comprobar que esas mismas convenciones, en las que basaba toda su vida, no sirven para darle ningún sentido a la existencia, sino que simplemente sirven para llenar el vacío. Entonces se comprende por qué el cataclismo se convierte en una epifanía, o por lo menos por qué Justine lo ve así. La aniquilación de la humanidad puede ser una manera de conectar con el resto del planeta, con el resto del universo, aportando un atisbo de trascendencia a lo que de otra manera sólo sería una anécdota de la biología. Es puro romanticismo, en el sentido primigenio del término.
Las referencias al romanticismo alemán son notorias, empezando por el uso de la música de Wagner, y los aficionados podrán divertirse localizando las numerosas referencias pictóricas. (Por ejemplo, el cuadro “Cazadores en la nieve” de Peter Brueghel el viejo aparece citado unas cuantas veces. ). Pero el estilo de la película está más allá de eso. Aprovechando una vez más la extraordinaria definición del formato digital, Von Trier rueda la boda con la cámara en mano de movimiento continuo y foco caprichoso de los años del dogma, hace aparecer el planeta en majestuosas imágenes digitales, y cuando la película se centra en la intimidad de la vida familiar de Claire y Justine, adopta un estilo más relajado, con movimientos de cámara suaves y cortes menos abruptos. Desde luego Charlotte Gainsbourgh y Kirsten Dunst no parecen hermanas en absoluto, pero eso no importa demasiado, porque la elección de las actrices resulta estimulante en la medida en que contradice su imagen más habitual. Dunst, de rostro dulce y claro, ofrece un contraste entre la placidez de su rostro y el tormento interior que afronta Justine. Gainsbourgh, en cambio, presta sus rasgos angulosos a la convencional y discreta Claire. Toda la película reposa en los hombros de Dunst, que acepta el reto con una energía considerable. Cuesta imaginarse a otra actriz en este papel, a pesar de que originalmente fuera escrito para otra persona.
Lo más asombroso de Melancolía no es su articulación dramática, el empleo de imágenes simbólicas o su estética cinematográfica, sino la manera en que la película se articula como una experiencia. Es algo que surge de la unión de todos los elementos, del empleo recurrente de la pieza de Wagner; la atmósfera de sutil extrañamiento creada por el empleo del espacio, ese castillo que en la primera parte es un hotel y luego un hogar, enorme al principio e íntimo después; la extraña belleza del planeta, y su caprichoso movimiento. Lars Von Trier pone todos los elementos en juego para que experimentemos el mismo proceso emocional que Justine, hasta el punto de que la película no resulta nihilista ni desoladora sino extrañamente optimista y liberadora. Quizá porque sea una obra de arte, y sus movimientos cosmológicos digitales, su recurso al legado cultural europeo como fuente declarada de inspiración y su psicología dramatizada no sean más que los palos con los que se construye una cabaña imaginaria en la que con la ayuda de una buena mentira, nos sintamos a resguardo de lo que no entendemos. De todas foras, a Von Trier, como a Kirsten Dunst, la depresión parece haberle sentado de maravilla.