Dir: Atpichatpong Weerasetakhul
Int: Thanapat Saisaymar, Jenjira Pongpas, Sakda Kaewbuadee
Tailandia, 2010, 118'
Gran parte del interés que el cine oriental ha provocado en el espectador europeo durante las dos últimas décadas se debe a la manera en que ha reflejado las vertiginosas y confusas transformaciones sociales que se han vivido en muchos países asiáticos. Sociedades profundamente tradicionales, con costumbres arraigadas durante milenios, se han visto invadidas de repente por modos de vida ajenos a ellas. La economía ha crecido al ritmo que marcaba la globalización, las ciudades han crecido, ha aumentado la riqueza y la cultura se ha occidentalizado. Muchos cineastas han reflejado la perplejidad de sus conciudadanos ante esos cambios, entre el temor por la pérdida de identidad y la fascinación por lo nuevo. Desde un punto de vista europeo, las cinematografías asiáticas estaban tomándole el pulso al mundo de una manera más directa y visceral, que a muchos les ha recordado el momento de explosión de los nuevos cines, que ocurrió precisamente cuando transformaciones sociales parecidas ocurrían en Europa.
Cineastas como los taiwaneses Tsai Ming-Liang y Hou Hsiao-Hsien, el chino Jia Zhang-Ke, la japonesa Naomi Kawase han situado sus películas en esa encricujada, por la que también transita el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul. Nacido en Bangkok en 1970, hijo de un matrimonio de médicos, se trasladó a Chicago para finalizar sus estudios de arquitectura. Allí se familiarizó con el cine underground y experimental estadounidense, y volvió a su país con la idea de trasladar esas prácticas a la cultura tailandesa. Sin embargo, se encontró con que el modelo occidental quizá no se podía trasponer tan fácilmente a su país: “Me di cuenta de que ese tipo de narrativa no casaba bien con mi bagaje cultural. Gradualmente, fui elaborando una especie de doble estructura que es el reflejo de la dualidad que hay en Tailandia. Desde un ángulo contemplo un tipo de calma, y desde el otro contemplo la violencia, coexisten ambos aspectos, la belleza y la fealdad, la soledad y la brutalidad.”
Dualidad tailandesa
Las películas de Weerasethakul han oscilado en la dualidad: la dualidad de lo humano y lo animal; de la ciudad y la naturaleza; también de lo físico y lo espiritual. Los cambios y las oposiciones forman parte de su narrativa: a veces de manera fluida, otras de manera definitiva y radical. Como en la película que le dio a conocer internacionalmente, “Tropical Malady” (Sud Pralad, 2004), en la que a la hora y cuarto de metraje vemos comenzar una película completamente distinta. En la primera mitad, seguimos los tímidos avances amorosos de dos chicos, un soldado enviado a una alejada posición cerca de una jungla y un campesino de la región. Cuando el soldado recibe el encargo de dar caza a un tigre que merodea por la zona aterrorizando a los campesinos, comienza la segunda película. En ésta, el espíritu de la persona amada se incorpora en el tigre y el ritual amoroso se transforma en una cacería. La película hace chocar las fronteras entre el realismo y la leyenda, entre la sociedad y la naturaleza.
La nueva película de Weerasethakul ha supuesto su consagración definitiva, gracias a la palma de oro lograda en el último festival de Cannes. El origen de la cinta es la historia de un personaje real, el auténtico tío Bonmee del título, un anciano que al final de sus días se acercó a un monasterio budista de norte de Tailandia para aprender meditación. Un día, le dijo al abad que mientras estaba sumido en la meditación podía ver desfilar ante sus ojos sus vidas pasadas. El abad recogió sus experiencias y las de otras personas que habían vivido algo similar en un libro titulado “Un hombre que recuerda sus vidas pasadas”. Este libro se convirtió en una obsesión para el director tailandés, por razones comprensibles: la historia transita por sus territorios temáticos preferidos y además su puesta en imágenes se adapta perfectamente a su estilo visual. Para Weerasethakul, una persona que cree en la transmigración de las almas entre seres humanos, plantas, animales y espíritus, esta película sería una reencarnación más del tío Bonmee.
“Uncle Bonmee recuerda sus vidas pasadas” desarrolla y concreta los anteriores experimentos del director. Es una película de plenitud que a la vez consigue iluminar elementos algo más oscuros de su obra anterior, porque en ella Weerasethakul consigue explotar al máximo las cualidades de su estilo, sin ceñirse a una concepción demasiado rígida del mismo. Resulta deslumbrante estéticamente tanto en el aspecto visual como en el sonoro, y fascinante y misteriosa en cuanto a su tratamiento de la espiritualidad, sin dejar de ser juguetona e irónica al incorporar viejas leyendas y toques de cine fantástico.
Vanguardia y primitivismo
El tío Bonmee, dueño de una granja cercan a la jungla, en el noroeste de Tailandia, ve cómo se acerca el fin de sus días debido a sus problemas hepáticos. Retirado en su casa junto a su hermana y un enfermero, se ve abordado por recuerdos del pasado, como suele suceder en éstos casos. Lo peculiar es que no todos se limitan a la presente vida del personaje, sino que se extienden hacia encarnaciones anteriores, aunque la película nunca establece claramente las correspondencias concretas. Podría haberse encarnado en un búfalo o una princesa de leyenda. O quizá en un pez-gato o un pastor , o incluso en todo ello a la vez. En una asombrosa escena al principio de la película, el protagonista se ve acompañado en la cena por el espíritu de su difunta esposa y un hijo desaparecido hace años, que regresa convertido en una extraña criatura simiesca. Los espíritus entran en la película con la misma naturalidad con la que lo haría cualquier otro personaje, y conversan en la mesa con Bonmee y su hermana.
El estilo de Weerasethakul está entre lo primitivo y lo vanguardista. La película utiliza una gran cantidad de recursos artesanales (La aparición del espíritu de la esposa se hace con una simple sobreimpresión, y el efecto que produce es soberbio) que remiten a otra época del cine, la de la fe ingenua del espectador en los trucos de magia de la pantalla. Esta sencillez contrasta con el tono irónico y las referencias culturales que pueblan la película, de claro matiz postmoderno (el maquillaje del hijo-mono le hace parecerse a Chewbacca, por ejemplo). Es otra muestra de la dualidad del tailandés, que se ve reforzada por los materiales en los que ha encontrado inspiración para sus películas. Recuperando las imágenes de viejas películas de cine fantástico tailandés que vio en la televisión en su infancia, Weerasethakul parece sugerir que la recuperación de viejas historias, de viejas imágenes fuese otra forma de reencarnación, al fin y al cabo el cine no deja de ser una manera de vivir otras vidas.
El planteamiento visual de la película resulta tan sorprendente que es difícil de resumir: aunque en algunos aspectos se ciñe a la cámara fija y composición estática del cine minimalista más reciente, la puesta en escena resulta agradablemente caprichosa y varía de una escena a otra, empleando estilos completamente diferentes, incluso en lo que se refiere a la interpretación de los actores. Destaquemos dos elementos que sobresalen del resto: la iluminación nocturna y el uso de la ambientación sonora.
Weerasetakhul señala que le gusta rodar la noche y no recrearla artificialmente. En su cine la noche se relaciona con lo atávico y lo primitivo. Sus escenas nocturnas suelen ser escenas de jungla, y en ellas, la oscuridad es espesa, mientras que la luz, ya sea a través de reflejos de la luna o de alguna fuente artificial, aparece de manera concentrada e intensa, creando un fuerte contraste. La oscuridad es el territorio de lo desconocido, de figuras que se mueven en las sombras, como esos simios de brillantes ojos rojos que se identifican con el antepasado ancestral del hombre, y que simbolizan el vínculo entre lo humano y lo animal.
En cuanto al sonido, las películas del tailandés construyen un denso tapiz sonoro, que resulta especialmente notable en la espesura de la jungla, construida con capas y capas de sonidos que la convierten en algo vivo y que trasciende las dimensiones de la pantalla. La música es atonal y atmosférica, y sirve para establecer un tono adecuado para las escenas, de esta manera funciona más a través de sus relaciones con el resto de sonidos que de manera independiente. Estas dos características, por cierto, relacionan el cine de Weerasetakhul con otro cineasta amigo de los contrastes extremos y los elaborados mantos sonoros, el norteamericano David Lynch.
Todo ello, que sobre el papel puede parecer confuso, nos lo brinda una película que resulta tan sencilla como complicada, tan transparente como impenetrable. “Uncle Bonmee recuerda sus vidas pasadas” tiene capacidad para provocar tanta fascinación como rechazo, y cualquiera de esas dos reacciones son perfectamente válidas y comprensibles. Es tan trascendente como frívola, habla de las relaciones entre los hombres, los espíritus y la naturaleza a la vez que invoca la cultura popular y los recuerdos de infancia. Requiere paciencia y una buena proyección para que seamos capaces de descubrir la belleza de sus encuadres, y la curiosidad cultural necesaria para traspasar las fronteras invisibles que se imponen ante una visión del mundo a la vez tan lejana y tan cercana a la nuestra.