T.O: Gran Torino
Dir: Clint Eastwood
Int: Clint Eastwood, Bee Vang, Ahney Her, Christopher Carley.
EEUU, 2008, 116'
Un superviviente del viejo Hollywood
Se ha repetido mucho lo de que Clint Eastwood es el último cineasta clásico, lo cual no tiene mucho sentido, pese a que el norteamericano acostumbre a comenzar sus películas con los viejos logos de los grandes estudios de Hollywood, en un impecable blanco y negro. Quizá sí sea necesario destacar, por el contrario, que con Eastwood estemos hablando del último intérprete clásico. Se ha discutido sobre las capacidades interpretativas del protagonista de “Harry el sucio”, sobre sus limitaciones y su proverbial inexpresividad. Al fin y al cabo, su enorme prestigio se lo debe a sus labores en la dirección y no a sus apariciones ante las cámaras, como la misma academia de Hollywood ha confirmado, entregándole dos estatuillas al mejor director y una sola nominación como intérprete.
Según sus detractores, su rango de interpretaciones es bastante limitado. Sus papeles, al fin y al cabo, se limitan a variaciones sobre el mismo arquetipo de tipo duro con actitud de machito. El propio Sergio Leone, quien lo lanzó a la fama con el personaje de “El hombre sin nombre” de “Por un puñado de dólares” (“Per un pugno di dollari”, 1964) decía de él que sólo tenía dos registros interpretativos: “Con sombrero y sin sombrero”. A su favor podemos argumentar que, gracias al férreo control que ha ejercido sobre sus interpretaciones, como director o como productor, nunca ha interpretado a un personaje que estuviese fuera de sus posibilidades, al contrario de otras estrellas actuales, que quizá tienen más variedad de registros pero que a veces interpretan papeles para los que resultan inadecuados (Leonardo di Caprio sería un ejemplo notable de esto.)
Puede que hoy día a los actores se les exija esa amplitud de registros para ser tomados en serio, pero las viejas estrellas del cine clásico de Hollywood creaban una persona, una máscara interpretativa, y no hacía más que interpretar una y otra vez versiones de la misma. El público les reconocía aún antes de que aparecieran en pantalla. Uno no se preguntaba si Bogart era o no era un buen actor, su trabajo consistía simplemente en ser Bogart, ese héroe rígido con maneras de tipo duro que escondía en el fondo a una persona sensible y herida. La personalidad cinematográfica a veces se veía reforzada por la propia vida real de las estrellas, hábilmente manipulada por los periodistas y los publicistas de los estudios. Eastwood, que comenzó su carrera interpretativa a principios de los 60, cuando el Hollywood clásico ya llevaba un tiempo desmoronándose, ha mantenido hasta principios del siglo XXI esta manera de interpretar.
Durante cuatro décadas, Eastwood encarnó de manera icónica y con gran economía de gestos una brutal proyección del héroe americano, individualista y violento. Desde las míticas recreaciones del imaginario del western que Sergio Leone rodó en España y los polémicas policíacos de Don Siegel sobre agentes de la ley que optan por tomarse la justicia por su mano; hasta el veterano de la guerra de Corea Walt Kowalski de “Gran Torino”, la persona actoral de Eastwood se ha definido de manera precisa: hombre de acción de pocas (pero contundentes) palabras, que confía más en las capacidades físicas que en las intelectuales, con un sesgo machista y conservador, incluso brutal y primario, no demasiado apto para vivir en sociedad.
Eastwood se convirtió en el actor más taquillero durante la década de los 70 interpretando estos papeles, por lo que es posible que la maquinaria de Holywood tuviese algo que ver en ello. De hecho, se puede observar cierto cansancio en el actor a medida que avanzan los años: como si se viera obligado a volver a ser Harry Callahan cada vez que su carrera como director atravesase dificultades para despegar. En “Deuda de sangre” (“Blood Work”, Clint Eastwood; 2002) parecía despedirse definitivamente del viejo personaje, que a medida que el actor envejecía se iba haciendo cada vez más incómodo. En esta película, el rudo policía sufre un ataque al corazón e incluso un trasplante de su órgano vital, lo que por supuesto, no le impide atrapar al malo. Pero tampoco darse cuenta de que al fin y al cabo, ya no estaba para esos trotes.
La liberación de los sucesivos sosias de Harry que llevaba décadas interpretando hizo que su carrera como director se viese libre de la repetición de fórmulas genéricas, dando una serie asombrosa de obras de madurez: “Mystic River” (2003), “Million Dollar Baby” (2004), “Banderas de nuestros padres” (“Flags of Our Fathers”, 2006), “Cartas desde Iwo Jima” (“Letters from Iwo Jima” 2006), “El intercambio” (“Changelling”, 2008). La carrera de Eastwood destacó por derecho propio, pudiendo abandonar la vieja práctica de tener contento a los estudios con policíacos más o menos convencionales entre cada una de sus películas personales. Es en este momento cuando nos llega “Gran Torino”, en la que la presencia de Eastwood como actor determina completamente la puesta en escena del Eastwood director.
El héroe viudo
“Gran Torino” comienza con el protagonista, Walt Kowalski, asistiendo al funeral de su esposa. Clint Eastwood, como el anciano y rudo Kowalski, ruge al mezclarse con su familia, a la que no entiende demasiado, especialmente a los más jóvenes. El bronco gruñido que se escapa de su garganta es una muestra de inadaptación social propia de un rígido individualista pero también el síntoma de un enfisema. Al hombre de acción le ha llegado la vejez y se le acerca la muerte. Para un hombre que aún conserva en el garaje las armas con las que combatió en la guerra de Corea, la evolución de la sociedad norteamericana en las ultimas décadas no deja de ser desconcertante. Su barrio, por ejemplo, se ha poblado de inmigrantes asiáticos, a los que Walt desprecia. Será con uno de ellos, el jóven Thao (Vee Vang) con quien establezca una relación de maestro y discípulo que le llevará a identificarse con él. Al fin y al cabo, en los Estados Unidos actuales, el viejo héroe americano se encuentra tan fuera de lugar como un jóven inmigrante ante una cultura extraña.
Es cierto que “Gran Torino” desarrolla esta típica historia de aprendizaje e integración a través de un guión (del debutante Nick Schenck) bastante rígido y que recorre los lugares comunes del drama social norteamericano: comienza con dos comunidades separadas mostradas a través de dos ceremonias diferentes, una para la muerte y otra para el nacimiento; y termina con las dos comunidades asistiendo a la misma ceremonia, bien es cierto que en bancos separados. El personaje de Clint Eastwood no deja de ser un racista descrito en términos bastante enfáticos, y su evolución es ciertamente previsible. Pero hace tiempo que sabemos que la grandeza de las películas de Eastwood no reside en la calidad literaria de sus guiones. En este caso, el eje que determina toda la película es el conflicto de su personaje con la vejez y la decadencia física, un terreno al que casi ninguno de los grandes actores icónicos se atrevió a llevar a sus creaciones, temerosos de que perdieran presencia mítica.
Sabemos pocas cosas de Kowalski antes de comenzar la película, por lo que, como en los viejos tiempos, tenemos que recordar otras actuaciones de Clint Eastwood para hacernos una idea más completa del personaje. Cuando se desenvuelve por su degradado vecindario con maneras de justiciero ante las pandillas de matones que pululan por allí, no nos acaba de quedar claro de donde le sale esa actitud ¿Ha vivido con ella toda la vida, o es una respuesta puntual basada en sus modelos culturales, un intento desesperado por hacer algo útil en medio de su decadencia y soledad? La actitud desafiante del personaje mientras apunta con el dedo a los chavales es tan amenazante como ridícula, quizá más amenazante aún por ello. Cuando vemos como su reacción violenta hace que la situación se le escape de las manos y desencadene una espiral de consecuencias imprevisibles, veremos desmoronarse literalmente al personaje, enfrentándose ya no sólo a su vejez sino al fin del arquetipo del mítico héroe individualista que había determinado su identidad.
En los pliegues entre el recuerdo icónico del héroe que la presencia de Eastwood ante las cámaras convoca y la decadencia y confusión del personaje que se enfrenta al final de sus días en una sociedad cuya evolución le hace sentirse extraño es donde se encuentra el verdadero valor de esta propuesta. Eastwood, como director, nos recuerda siempre que aquí, el Eastwood intérprete es un viudo solitario que habla con su perra; el heroísmo es más una presencia fantasmal que un motivo que guíe las acciones de su personaje. De esta manera, el director continúa con su exploración de los límites del individualismo, efectuando una reconsideración de la identidad estadounidense a través de su propia personalidad cinematográfica.