T.O: The Wrestler
Dir: Darren Aronofski
Int: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood.
USA, 2008, 115'
La canción del perdedor
Existe este subgénero del americana (adj. Que trata de América) que es la épica del loser. El loser, perdedor desde que nació, víctima de las desigualdades sociales de los Estados Unidos, especialmente de las carencias de su sistema educativo, estafado por el sueño americano, que le hizo creer que tenían alguna oportunidad cuando sus pasos se encaminaban en línea recta hacia el abismo, ha medrado especialmente en la balada. Bruce Springsteen suele cantar sobre estos tipos a menudo, por ejemplo, por lo que no es extraño que los responsables de “El luchador” hallan recurrido a él para que componga el tema principal de la película, una canción que resulta tan apropiada que Darren Aronofski deja la pantalla en negro unos segundos antes de los títulos de crédito para que podamos oír atentamente eso de “Have you ever seen a one trick pony in the field so happy and free? If you've ever seen a one trick pony then you've seen me”
El loser nunca protesta por su destino, nunca se rebela ni culpa a la sociedad de sus problemas, tan solo pide que le dejen hacer lo único que sabe hacer, ya sea atracar a mano armada, tocar el saxo o pelear. Aunque sepa que eso acabará terminando con él, o quizá precisamente porque sepa que esa autodestrucción tendrá la forma de una catarsis redentora. Es sorprendente, una vez más, comprobar la ambivalencia ideológica de la cultura norteamericana: la épica del loser puede entenderse tanto como una feroz crítica a una sociedad que deja sin posibilidades a parte de sus miembros, o bien como un relato de la grandeza de esa sociedad que no deja a nadie, por miserables que sean sus pasos por la vida, sin su redención personal ni su pequeño lugar en la gran épica común.
“El luchador” traslada todo ese imaginario mítico al mundo del wrestling, la lucha libre norteamericana, mitad espectáculo sangriento, mitad bufonada que se ha convertido en uno de los ¿deportes? más seguidos en los Estados Unidos. El protagonista, Randy “The ram” Robinson, es un luchador que se encuentra en la caída libre de su carrera. Aronofski nos lo presenta en un vestuario improvisado en un aula de primaria, después de un combate de tantos para ir tirando, cuando sus mejores tiempos quedaron atrás hace ya dos décadas. Tras esa imagen, nos queda medianamente claro que el resto de la película contemplaremos paso a paso el vía crucis de este tipo, hasta su aniquilación definitiva.
Mickey Rourke: segundo acto.
Aronofski se coloca siempre a la distancia necesaria para evitar la compasión por el protagonista: al fin y al cabo, él no la habría aceptado. Sabe que el género requiere sobriedad y concisión, por lo que emplea la cámara al hombro para seguir al viejo luchador en su recorrido. Ningún énfasis ni subrayado dramático es necesario: los lugares en que se mueven los personajes, la ropa que llevan, incluso la música que escuchan hablan por sí solos. Pero hay una razón de peso en no levantar la voz, y es que el director sabe que tiene la carta ganadora en la presencia de Mickey Rourke.
Una de las malas ideas que tuvo Rourke cuando se encontraba en la cresta de la ola, a finales de los años 80, fue dedicarse profesionalmente al boxeo, asunto del que salió con el rostro bastante maltrecho, reconstruido a base de cirugía. Adiós al chico guapo. Paradojas del showbussines, lo que casi terminó con su carrera hace dos décadas propicia ahora este retorno, nominación al oscar incluida: ese rostro golpeado y luego modelado a base de botox transmite de manera fidedigna la huella que dejan los golpes el cuerpo y en el alma de Randy, al que Rourke interpreta con conocimiento de causa: demasiado bien sabe lo que es dejar atrás el calor de los focos para ir arrastrando su carrera en empeños de tercer orden.
Por lo demás, Rourke encarna al personaje con esa aparente facilidad de las grandes interpretaciones, logrando una de esas raras simbiosis entre un actor y su personaje, lo que refuerza el aspecto semi-documental que busca Aronofski. No hay más que fijarse en la secuencia en que nos convence a todos de que tiene que volver al ring porque los verdaderos golpes se los dan ahí fuera, con ese tono de inocencia herida y de ingenuidad infantil propia de alguien a quien la vida no le proporcionó una educación adecuada para desenvolverse bien en ella. Marisa Tomei, como la stripper en decadencia de la que el protagonista anda enamorado, también nos ofrece una interpretación excepcional, capaz de transmitir las dudas, el cansancio y la necesidad de afecto mientras baila alrededor de la barra.
La pasión de Randy
Con su empeño en que la cámara registre de manera directa la lucha y el dolor, el cuerpo golpeado de un luchador en declive y el de una stripper a la que le van quedando pocos bailes, Aronofski no está lejos de las ideas de André Bazin: la revelación, la verdad surgiría de la plasmación de la realidad de frente, sin filtros. Sabemos que Mickey Rourke se cortó las cejas de verdad con una cuchilla de afeitar para emular una técnica de los luchadores profesionales, que la usan para añadir sangre al espectáculo. En todo momento, el director juega a que seamos incapaces de distinguir que parte de la película es real y que parte es simulada. ¿Estamos ante un documental sobre el wrestling cuando contemplamos las peleas de Mickey Rourke? Sus oponentes son verdaderos luchadores. En todo caso, esta indefinición entre ficción y realidad es propia de la disciplina que retrata, en la que los golpes están decididos de antemano, pero sus consecuencias son igual de dolorosas.
Al final, la revelación a la que llegamos es la del cuerpo como espectáculo, el espectáculo de la violencia en el caso de Rourke o el del sexo en el caso de Marisa Tomei. Un espectáculo que consiste en verlo todo; todos los golpes, la sangre, el sudor, toda la carne. Entre el cine como revelación o como espectáculo exhibicionista, con un protagonista que se redime a través de su propio dolor y su propia sangre, como el protagonista de “La pasión de Cristo” (Passion of the Christ, Mel Gibson, 2004), (que como le recuerda el personaje de Marisa Tomei, también era un tipo duro que aguantaba bien los golpes); Aronofski consigue la sintáis definitiva de la pornografía y el cine religioso.
martes, 24 de febrero de 2009
sábado, 14 de febrero de 2009
Trailer: "The wackness"
Publicada el 10:20por Alejandro Gaspar
Esta película ganó el premio del público en el festival de Sundance del año pasado, aunque luego tuvo una discreta carrera comercial en los USA. Es un clásico ejemplo del último cine indie, el que toma como referencias los estilos narrativos de escritores como Michael Chabon o David Foster Wallace. Usa un tono cercano a la caricatura para narrar asuntos cercanos, en este caso, la crisis de la identidad masculina.
El protagonista, un adolescente que se dedica a la venta de marihuana (deliciosamente interpretado por Josh Peck) le suministra hierba a un psiquiatra interpretado por Ben Kingsley (con un tono más grotesco de lo que suele ser habitual) a cambio de que este le aconseje sobre sus desencuentros con el mundo. La cosa cambiará cuando el joven comience a salir con la hija del psiquiatra.
Con este argumento podría parecer que se trata de una comedia de trazo grueso, pero en realidad es un retrato sutil y matizado de dos personajes, uno de ellos tiene que afrontar el paso a la edad adulta sin referentes válidos y el otro ve cómo su identidad se desmorona justo cuando se acerca a la vejez. Además, la película tiene un gran sentido de época y lugar, ofreciendo un retrato de Nueva York en verano a mediados de los 90 impregando de graffitis, marihuana y hip-hop.
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