sábado, 10 de febrero de 2007

Maria Antonieta


"Marie Antoinette"
Dirección: Sofia Coppola
Intérpretes: Kirsten Dunst, Marianne Faithful, Jason Schwartzman, Rip Torn, Judy Davis.
EEUU, 2006. 123 min.
En su excelente estudio sobre la moda “El imperio de lo efímero”, el sociólogo francés Gilles Lipovetsky señala que la práctica de ese fenómeno social, es decir, el cambio constante, la renovación por placer, la exacerbación de la individualidad a través del capricho, la frivolidad como manifestación exacerbada de la subjetividad, nacido históricamente a finales de la edad media, cuando el humanismo se abría paso proponiendo el antropocentrismo, se desarrolló primero en las capas aristocráticas de la sociedad, liberadas por sus privilegios del trabajo, y con el tiempo y el dinero suficiente para desarrollar un sistema social de frivolidad, diversión y placer que mas tarde, y con diferentes avatares de la historia, alcanzaría a todas las clases e incluso a todas las formas de relación. Si seguimos ese análisis, la “Maria Antonieta” que nos presenta Sofia Coppola en su nueva propuesta es la antecesora de la hedonista juventud actual, lo que explica gran parte del interés de Coppola por el personaje y las novedades de su propuesta.

La tercera película de la realizadora norteamericana continua, como se ha señalado abundantemente, en la línea de sus dos anteriores trabajos, “Las vírgenes suicidas” (“The virgen suicides”, 1999) y “Lost in translation” (2003), centrando sus intereses en adolescentes (o post-adolescentes) que tratan de encontrar su propia individualidad a la vez que sienten la angustia de tener que madurar. Pero su nueva propuesta es mucho más compleja que las anteriores, permitiendo varias lecturas complementarias, sin que ninguna de ellas anule a las otras. Podemos hacer abstracción de todo lo que sabemos del personaje histórico, y ver la película como si fuera un “Lost in Versalles”, con una atolondrada e impetuosa adolescente austriaca intentando adaptarse a la corte francesa mientras va descubriendo qué es lo que se espera de ella y que es lo que ella quiere en realidad. Por otra parte, podemos verla como una puesta al día del melodrama histórico cortesano tomando prestados los elementos kitch del movimiento neo-romantico de los años 80, como si estuviéramos viendo una nueva versión del videoclip de “Viena”, de Ultravox, ambientado en la Francia pre-revolucionaria. También podemos hacer caso al juego de paralelismos entre las reglas del juego cortesano y la sociedad donde vive la mayor parte del público al que se dirige la película, y entenderla como un juego de espejos sobre la frivolidad y la inconsciencia. En este caso, nos encontraríamos con el fuera de campo mas grande de la historia del cine, ese que todos conocemos por los libros de historia y que sólo aparece en pantalla fugazmente, en el clímax de la película, cuando la protagonista debe enfrentarse a todo lo que ha ignorado hasta entonces.

Por supuesto, tal variedad de enfoques complementarios no resulta lo usual cuando el cine más o menos convencional se acerca a una figura histórica de tal calado, y eso ha provocado el desconcierto del público ante la propuesta, ya sea por la ligereza con que se acerca Coppola a un momento histórico que comúnmente se considera como el inicio de la edad contemporánea, o bien por el extrañamiento de ver a los aristócratas dieciochescos repetir ceremonias sociales mas propias de la posmodernidad, como esa fiesta de disfraces al ritmo de Siouxie and the Banshees. Para dar cuerpo a tan poliédrico acercamiento, la californiana huye de las estrategias habituales una vez más, elaborando un acercamiento impresionista con escenas levemente conectadas, privilegiando tres elementos expresivos: por un lado, la gestualidad, el modo de expresión a través del que la protagonista expresa toda su inocencia, que la directora amplifica pegando la cámara como una lupa al rostro de una Kristen Dunst en estado de gracia. Por otra parte, los rotos y ceremonias del protocolo, autentico mediador social contra el que se estrella la protagonista en su intento de huir de alienación y el ensimismamiento, filmados por Coppola con especial atención al detalle y al gesto de todos los actores. Y por ultimo, las palabras, desprovistas de cualquier signficado, reducidas a meras convenciones sociales con las que es imposible comunicar nada. No es de extrañar que ante este panorama, el camino hacia la introspección de la protagonista sea cada vez más acusado a medida que avanza el metraje.

Pero nada de esta parafernalia teórica tendría sentido si no fuera por la enorme capacidad de la cineasta de extraer sensualidad de los encuadres, filmando cada hecho histórico, por conocido que resulte para el público, en riguroso presente, como si todo estuviese ocurriendo por primera vez; por el brío y dinamismo que aporta a la película cuando explora sus contradicciones, filmando en el auténtico palacio de Versalles mientras desubica temporalmente al espectador con el magnífico uso de la banda sonora; por la reconocida capacidad de la directora de extraer lo mejor de sus interpretes, individualizando y dando relieve de este modo a figuras secundarias que en este tipo de películas suelen confundirse con la ambientación; por su capacidad para conseguir que los elementos del decorado y el atrezzo aporten al estado de animo de la película, especialmente los cientos de zapatos que el español Manolo Blahnick diseñó especialmente para la producción o los pasteles que el celebre repostero francés Ladurée elaboró siguiendo las recetas de la época.

Por todo ello, “Maria Antonieta” se revela, cuanto menos, como una rotunda muestra del poderío visual de la realizadora, convirtiéndose en un completo placer para la vista y el oído, algo que incluso sus detractores no dejan de reconocerle cuando acusan a la cinta de superficialidad.