El caso de Robert Altman es singular dentro del cine norteamericano. Considerado una de las figuras mas importantes del “new hollywood” que renovó el cine USA de los 70, conoció el éxito y la notoriedad cuando ya contaba con mas de 40 años, y al contrario del resto de sus coetáneos como Scorsese, Coppola, Spielberg, Bogdanovich, De Palma, Friedkin, etc, no era un cinéfilo empedernido, y poco tienen que ver sus películas con las de este grupo de jóvenes mas o menos rebeldes junto a los que se le suele colocar en la historia del cine. Cineasta irregular, su importancia es mas reconocida dentro de los Estados Unidos que fuera de sus fronteras, prueba de ello es la influencia que ha tenido en la generación independiente de los años 90, reconocimiento al que no es ajeno su carácter contestatario y provocador.
Nacido en Kansas dentro de una familia prominente de la ciudad, la infancia de Altman transcurrió entre ambientes de country club y campos de golf. Su padre era el modelo de hombre de negocios sureño, alcohólico, putero, jugador y con una actitud de macho bravucón que se convertiría en una referencia para Altman durante toda su vida. La segunda guerra mundial fue la primera ocasión en la que el joven salió de su ciudad natal: se alistó en la fuerza aerea y sirvió como copiloto en los ataques norteamericanos contra Japón. Volvió de allí con la vaga idea de ser escritor y con una fascinación por el mundo de Hollywood, adonde se fue a buscar su oportunidad. No la encontró, y de vuelta a Kansas, encontró trabajo en una compañía de películas publicitarias e industriales, donde aprendió el oficio.
Con ese bagaje, volvió a Los Ángeles seis años después, y esta vez encontró trabajo como director de televisión, ocupación que mantendría durante los siguientes diez años.
Pasó por programas como “Alfred Hitchcook presenta”, “The Whirlybirds”, “Maverick”, “Bonanza”, “Hawayian Eye” y “Combat”, producida por él mismo. Su trabajo en esa etapa se caracteriza por su constante pelea por desarrollar métodos innovadores en formatos rígidos, que no le motivaban en absoluto. Su explosivo carácter ya dejó huella en esa época, protagonizando desagradables enfrentamientos con cualquiera que se le pusiera por delante. Entonces fue cuando conoció a uno de sus colaboradores habituales, Tommy Thompson, su primer ayudante de dirección desde entonces hasta su muerte durante el rodaje de “The Company” en 2003. Thompson recordaba la rutina de un día de rodaje: “Yo lo metía en la ducha, lo vestía, bajábamos al coche e íbamos al lugar donde estuviéramos rodando. Él se sentaba en una silla alta de director, yo me quedaba de pie detrás. Mientras ensayaban, Bob se quedaba dormido y yo le daba un codazo; se despertaba y decía “¿Qué tal estuvo?”. Yo le decía “¡Que lo repitan!” Y él decía “De acuerdo, venga, a repetir”. Y volvía a quedarse dormido. Yo le daba un codazo y le decía “Que corten” “Corten” “Diles que vayan más rápido” “Más rápido, chicos”. Y así nos pasábamos el día”
Después de hacer dos películas sin ninguna repercusión “That cold day in the park” y “Countdown”, a Altman le salió la escalera de color cuando le llegó el guión de “Mash”, una sátira bélica sobre la participación americana en Vietnam, escrita por un guionista de izquierdas que acababa de salir de la lista negra, Ring Lardner Jr. La historia consistía en las peripecias de una unidad médica del ejército más preocupada por verle las tetas a la enfermera y tomarle el pelo a sus superiores que en conceptos como el honor o el heroísmo. Con el tratamiento que le dio a ese material, Altman comenzó a forjar su estilo personal. Decidió que todos los personajes iban a estar en todas las escenas, y amplió las frases de muchos de ellos, convirtiendo la narración en un tapiz discontinuo en el que las historias de unos y otros se entrecruzan. El diálogo de unos tapa al de otros, ensuciando las pistas de sonido, un procedimiento que ya se había hecho antes (En “Luna nueva”, de Howard Hawks, por ejemplo, o, sin ir mas lejos, en casi todas las películas de Luis García Berlanga), pero que Altman convirtió en una de las señas de identidad de su estilo. La cámara se libera también, con un encuadre fluido y libre, sin poner énfasis ni prestar atención a nada en concreto. “MASH” era posiblemente una de las visiones mas divertidas de la guerra, pero no por ello dejaba de ser amarga ni, desde luego nihilista.
La película capturaba completamente el espíritu contestatario y rebelde de la época, por lo que fue un gran éxito, circunstancia que no se volvió a repetir en la carrera de Altman. Además, ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes, con lo que Altman se convirtió en uno de los directores mas valorados en Hollywood. Warren Beatty, una de las estrellas mas poderosas de la época, lo eligió para llevar a cabo “Los vividores”, un western al uso crepuscular de la época, cortado a medida del actor y de Julie Christie, interés romántico de Beatty dentro y fuera de la pantalla. Por supuesto, dos cineastas con personalidades tan fuertes e ideas tan claras no podían dejar de chocar, y las peleas entre Altman y Beatty fueron legendarias. Para empezar, Altman elimina de la película todos los elementos que la harían reconocible como western, comenzando por el vestuario y la escenografía. Excepto el personaje de Keith Carradine, todos van vestidos con ropas europeas, y hablan con acentos alemanes, suecos, etc, como corresponde a inmigrantes de primera generación. Hay nieve en vez de arena, y la imagen es lo más sucia posible: para conseguirlo, Altman y su director de fotografía Vilmos Zgismond hicieron un velado controlado del negativo antes del revelado. Con el uso del zoom, Altman lograba un encuadre constantemente dinámico, a la vez que despistaba a los actores, que nunca sabían si estaban en primer plano o solo eran una figura entre la multitud, consiguiendo de esta manera interpretaciones mas ingrávidas. En “Los vividores”, Altman llevó tan lejos la idea de ensuciar las pistas de audio que el diálogo de la película era prácticamente inaudible. Beatty creyó que esa fue la causa de su fracaso: “Si yo fuera el productor, habría matado a Robert Altman”
El simple y tópico argumento de la película (Un extraño con oscuro pasado llega a un pequeño pueblo minero donde se enamora de una puta de buen corazón) permitió a Altman concentrarse más en la atmósfera que en la narración, más en el fondo que en los primeros términos. Eliminando todos los elementos que la harían reconocible como western, Altman convirtió “Los vividores” en una balada fúnebre, perfectamente punteada por canciones de Leonard Cohen, en la que el destino trágico de los protagonistas está presente desde el primer plano. Es una obra maestra, pero su carácter oscuro, lento y experimental la alejó del público.
Tras in intento de elaborar un drama bergmaniano, “Imágenes”, Altman recibió la propuesta de adaptar “El largo adiós”, clásico de la novela negra de Raymond Chandler protagonizado por el detective mas famoso del género, Philip Marlowe. Todo lo que fuese un género canónico no le interesaba a Altman, pero en el guión, Leigh Brackett, escritora conocida por sus novelas pulp de ciencia-ficción y que había sido colaboradora habitual de Howard Hawks (Había escrito, entre otra, “El sueño eterno”, la mas famosa adaptación de Chandler con Bogart como Marlowe), hacía que Marlowe disparase al final contra el amigo que le había traicionado. “Estaba tan lejos de lo que se esperaba de Marlowe que dije: Haré la película, pero no se puede cambiar ese final, debe estar en el contrato.”. La idea de elegir a Elliot Gould para interpretar a Marlowe tampoco era demasiado ortodoxa, pero Altman no se proponía hacer un film noir al uso, sinó una sátira de la vida en Los Ángeles, actualizando la época de la novela, no así el personaje del detective, que está constantemente fuera de lugar en un mundo que no comprende.
En “El largo adiós”, la cámara no permanece quieta ni un momento, vagando de personaje a personaje, del primer plano al fondo. La cámara de Altman se había mostrado bastante inquieta en todas sus películas, pero es en esta donde se perfecciona el singular punto de vista del director: una omnisciencia caprichosa más atenta a nimiedades reveladoras que al centro del drama, en el caso de que lo haya. Por supuesto, Altman se divertía mucho demoliendo uno de los mitos fundacionales de la identidad masculina norteamericana, lo que hizo que llovieran ataques por parte del establishment cultural.
Si sus anteriores películas se distanciaban de sus géneros, “Nahsville” entra dentro de lo que podríamos llamar el género Altman: una cosmovisión heterogénea de un grupo de personas cuyas vidas se entrecruzan, sobre las que se posa una mirada satírica sobre la sociedad norteamericana. En este caso, aspirantes a cantantes que llegan con una guitarra y sus sueños a la capital del country a hacer fortuna. De fondo, el escándalo Watergate, y un poco mas allá, el asesinato de Kennedy. Altman hizo que cada actor compusiera y cantara sus propias canciones, porque se trataba de mostrar a músicos ingenuos, voluntariosos y torpes. Al frente de todo eso, puso a Geraldine Chaplin interpretando a una dudosa reportera de la BBC, que sirve de “guía turístico” entre la maraña de hilos narrativos de la película. Sería un recurso característico de las narraciones caleidoscópicas altmanianas, un personaje que sirve de unión entre los diferentes mundos que componen la narración, a veces muy separados entre si. Desarrolló una mesa de mezclas de dieciséis pistas con el fin de que cada personaje que apareciese en la escena fuese grabado con su correspondiente micrófono, y así elegir libremente lo que quería en la mezcla de la película. De esta manera, con la cámara moviéndose en total libertad y el sonido fluyendo caprichosamente, Altman culmina la búsqueda formal que había comenzado con MASH y crea su estilo más distintivo. Excepto para experimentos poco afortunados, no se saldría del mismo el resto de su carrera.
La película tuvo un gran éxito, y fue nominada a cuatro oscars, pero también señaló un punto de inflexión importante en la carrera de Altman. 1975 fue el año de “Tiburón” y “La guerra de las galaxias” estaba al caer: la segunda mitad de los años setenta no fue tan favorable como lo había sido la primera para los cineastas rebeldes e inconformistas. La carrera de Altman se fue diluyendo en trabajos menos importantes que fueron recibidos generalmente con indiferencia. Su propia irregularidad tampoco ayudaba, y menos que diese a veces la impresión de desentenderse demasiado del material que rodaba, como ocurre en “Buffalo Bill y los indios” (1976), donde la desmitificación de la conquista del oeste parece demasiado forzada. Sus experimentos narrativos como “Quinteto” tampo le salieron demasiado bien. Algunos de los títulos de esa época conservan los recursos del Altman más fresco como “Una boda”, pero la novedad ya no estaba ahí. “Popeye” pudo ser el intento de Altman de formar parte de Hollywood más espectacular que se avecinaba, pero en todo caso terminó en fracaso. A principios de la década de los 80 el director se vió desahuciado de Hollywood y se fue a Nueva York, a afrontar proyectos ultraindependientes. Pero la huella que había dejado fue seguida por las nuevas generaciones de cineastas independientes, y Altman pudo reclamar un lugar protagonista en el cine americano a principios de los 90.
Nacido en Kansas dentro de una familia prominente de la ciudad, la infancia de Altman transcurrió entre ambientes de country club y campos de golf. Su padre era el modelo de hombre de negocios sureño, alcohólico, putero, jugador y con una actitud de macho bravucón que se convertiría en una referencia para Altman durante toda su vida. La segunda guerra mundial fue la primera ocasión en la que el joven salió de su ciudad natal: se alistó en la fuerza aerea y sirvió como copiloto en los ataques norteamericanos contra Japón. Volvió de allí con la vaga idea de ser escritor y con una fascinación por el mundo de Hollywood, adonde se fue a buscar su oportunidad. No la encontró, y de vuelta a Kansas, encontró trabajo en una compañía de películas publicitarias e industriales, donde aprendió el oficio.
Con ese bagaje, volvió a Los Ángeles seis años después, y esta vez encontró trabajo como director de televisión, ocupación que mantendría durante los siguientes diez años.
Pasó por programas como “Alfred Hitchcook presenta”, “The Whirlybirds”, “Maverick”, “Bonanza”, “Hawayian Eye” y “Combat”, producida por él mismo. Su trabajo en esa etapa se caracteriza por su constante pelea por desarrollar métodos innovadores en formatos rígidos, que no le motivaban en absoluto. Su explosivo carácter ya dejó huella en esa época, protagonizando desagradables enfrentamientos con cualquiera que se le pusiera por delante. Entonces fue cuando conoció a uno de sus colaboradores habituales, Tommy Thompson, su primer ayudante de dirección desde entonces hasta su muerte durante el rodaje de “The Company” en 2003. Thompson recordaba la rutina de un día de rodaje: “Yo lo metía en la ducha, lo vestía, bajábamos al coche e íbamos al lugar donde estuviéramos rodando. Él se sentaba en una silla alta de director, yo me quedaba de pie detrás. Mientras ensayaban, Bob se quedaba dormido y yo le daba un codazo; se despertaba y decía “¿Qué tal estuvo?”. Yo le decía “¡Que lo repitan!” Y él decía “De acuerdo, venga, a repetir”. Y volvía a quedarse dormido. Yo le daba un codazo y le decía “Que corten” “Corten” “Diles que vayan más rápido” “Más rápido, chicos”. Y así nos pasábamos el día”
Después de hacer dos películas sin ninguna repercusión “That cold day in the park” y “Countdown”, a Altman le salió la escalera de color cuando le llegó el guión de “Mash”, una sátira bélica sobre la participación americana en Vietnam, escrita por un guionista de izquierdas que acababa de salir de la lista negra, Ring Lardner Jr. La historia consistía en las peripecias de una unidad médica del ejército más preocupada por verle las tetas a la enfermera y tomarle el pelo a sus superiores que en conceptos como el honor o el heroísmo. Con el tratamiento que le dio a ese material, Altman comenzó a forjar su estilo personal. Decidió que todos los personajes iban a estar en todas las escenas, y amplió las frases de muchos de ellos, convirtiendo la narración en un tapiz discontinuo en el que las historias de unos y otros se entrecruzan. El diálogo de unos tapa al de otros, ensuciando las pistas de sonido, un procedimiento que ya se había hecho antes (En “Luna nueva”, de Howard Hawks, por ejemplo, o, sin ir mas lejos, en casi todas las películas de Luis García Berlanga), pero que Altman convirtió en una de las señas de identidad de su estilo. La cámara se libera también, con un encuadre fluido y libre, sin poner énfasis ni prestar atención a nada en concreto. “MASH” era posiblemente una de las visiones mas divertidas de la guerra, pero no por ello dejaba de ser amarga ni, desde luego nihilista.
La película capturaba completamente el espíritu contestatario y rebelde de la época, por lo que fue un gran éxito, circunstancia que no se volvió a repetir en la carrera de Altman. Además, ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes, con lo que Altman se convirtió en uno de los directores mas valorados en Hollywood. Warren Beatty, una de las estrellas mas poderosas de la época, lo eligió para llevar a cabo “Los vividores”, un western al uso crepuscular de la época, cortado a medida del actor y de Julie Christie, interés romántico de Beatty dentro y fuera de la pantalla. Por supuesto, dos cineastas con personalidades tan fuertes e ideas tan claras no podían dejar de chocar, y las peleas entre Altman y Beatty fueron legendarias. Para empezar, Altman elimina de la película todos los elementos que la harían reconocible como western, comenzando por el vestuario y la escenografía. Excepto el personaje de Keith Carradine, todos van vestidos con ropas europeas, y hablan con acentos alemanes, suecos, etc, como corresponde a inmigrantes de primera generación. Hay nieve en vez de arena, y la imagen es lo más sucia posible: para conseguirlo, Altman y su director de fotografía Vilmos Zgismond hicieron un velado controlado del negativo antes del revelado. Con el uso del zoom, Altman lograba un encuadre constantemente dinámico, a la vez que despistaba a los actores, que nunca sabían si estaban en primer plano o solo eran una figura entre la multitud, consiguiendo de esta manera interpretaciones mas ingrávidas. En “Los vividores”, Altman llevó tan lejos la idea de ensuciar las pistas de audio que el diálogo de la película era prácticamente inaudible. Beatty creyó que esa fue la causa de su fracaso: “Si yo fuera el productor, habría matado a Robert Altman”
El simple y tópico argumento de la película (Un extraño con oscuro pasado llega a un pequeño pueblo minero donde se enamora de una puta de buen corazón) permitió a Altman concentrarse más en la atmósfera que en la narración, más en el fondo que en los primeros términos. Eliminando todos los elementos que la harían reconocible como western, Altman convirtió “Los vividores” en una balada fúnebre, perfectamente punteada por canciones de Leonard Cohen, en la que el destino trágico de los protagonistas está presente desde el primer plano. Es una obra maestra, pero su carácter oscuro, lento y experimental la alejó del público.
Tras in intento de elaborar un drama bergmaniano, “Imágenes”, Altman recibió la propuesta de adaptar “El largo adiós”, clásico de la novela negra de Raymond Chandler protagonizado por el detective mas famoso del género, Philip Marlowe. Todo lo que fuese un género canónico no le interesaba a Altman, pero en el guión, Leigh Brackett, escritora conocida por sus novelas pulp de ciencia-ficción y que había sido colaboradora habitual de Howard Hawks (Había escrito, entre otra, “El sueño eterno”, la mas famosa adaptación de Chandler con Bogart como Marlowe), hacía que Marlowe disparase al final contra el amigo que le había traicionado. “Estaba tan lejos de lo que se esperaba de Marlowe que dije: Haré la película, pero no se puede cambiar ese final, debe estar en el contrato.”. La idea de elegir a Elliot Gould para interpretar a Marlowe tampoco era demasiado ortodoxa, pero Altman no se proponía hacer un film noir al uso, sinó una sátira de la vida en Los Ángeles, actualizando la época de la novela, no así el personaje del detective, que está constantemente fuera de lugar en un mundo que no comprende.
En “El largo adiós”, la cámara no permanece quieta ni un momento, vagando de personaje a personaje, del primer plano al fondo. La cámara de Altman se había mostrado bastante inquieta en todas sus películas, pero es en esta donde se perfecciona el singular punto de vista del director: una omnisciencia caprichosa más atenta a nimiedades reveladoras que al centro del drama, en el caso de que lo haya. Por supuesto, Altman se divertía mucho demoliendo uno de los mitos fundacionales de la identidad masculina norteamericana, lo que hizo que llovieran ataques por parte del establishment cultural.
Si sus anteriores películas se distanciaban de sus géneros, “Nahsville” entra dentro de lo que podríamos llamar el género Altman: una cosmovisión heterogénea de un grupo de personas cuyas vidas se entrecruzan, sobre las que se posa una mirada satírica sobre la sociedad norteamericana. En este caso, aspirantes a cantantes que llegan con una guitarra y sus sueños a la capital del country a hacer fortuna. De fondo, el escándalo Watergate, y un poco mas allá, el asesinato de Kennedy. Altman hizo que cada actor compusiera y cantara sus propias canciones, porque se trataba de mostrar a músicos ingenuos, voluntariosos y torpes. Al frente de todo eso, puso a Geraldine Chaplin interpretando a una dudosa reportera de la BBC, que sirve de “guía turístico” entre la maraña de hilos narrativos de la película. Sería un recurso característico de las narraciones caleidoscópicas altmanianas, un personaje que sirve de unión entre los diferentes mundos que componen la narración, a veces muy separados entre si. Desarrolló una mesa de mezclas de dieciséis pistas con el fin de que cada personaje que apareciese en la escena fuese grabado con su correspondiente micrófono, y así elegir libremente lo que quería en la mezcla de la película. De esta manera, con la cámara moviéndose en total libertad y el sonido fluyendo caprichosamente, Altman culmina la búsqueda formal que había comenzado con MASH y crea su estilo más distintivo. Excepto para experimentos poco afortunados, no se saldría del mismo el resto de su carrera.
La película tuvo un gran éxito, y fue nominada a cuatro oscars, pero también señaló un punto de inflexión importante en la carrera de Altman. 1975 fue el año de “Tiburón” y “La guerra de las galaxias” estaba al caer: la segunda mitad de los años setenta no fue tan favorable como lo había sido la primera para los cineastas rebeldes e inconformistas. La carrera de Altman se fue diluyendo en trabajos menos importantes que fueron recibidos generalmente con indiferencia. Su propia irregularidad tampoco ayudaba, y menos que diese a veces la impresión de desentenderse demasiado del material que rodaba, como ocurre en “Buffalo Bill y los indios” (1976), donde la desmitificación de la conquista del oeste parece demasiado forzada. Sus experimentos narrativos como “Quinteto” tampo le salieron demasiado bien. Algunos de los títulos de esa época conservan los recursos del Altman más fresco como “Una boda”, pero la novedad ya no estaba ahí. “Popeye” pudo ser el intento de Altman de formar parte de Hollywood más espectacular que se avecinaba, pero en todo caso terminó en fracaso. A principios de la década de los 80 el director se vió desahuciado de Hollywood y se fue a Nueva York, a afrontar proyectos ultraindependientes. Pero la huella que había dejado fue seguida por las nuevas generaciones de cineastas independientes, y Altman pudo reclamar un lugar protagonista en el cine americano a principios de los 90.