jueves, 31 de enero de 2013
Corto: Paperman, de John Kahrs
Paperman es un corto producido por Walt Disney para proyectarse en cines antes del largometraje Rompe Ralph y que ha sido nominado a los oscar en la categoría de mejor cortometraje de animación. La idea le vino al director al principio de su carrera, explica la productora del corto, Kristina Reed "Todos los dias atravesaba Gran Central Station, en NY, como un soltero de unos veinte años, y había montones de personas moviéndose a través de la estación. Él pensaba parta sí mismo: ¿Por qué no tengo una vida más feliz? Soy un chico soltero en Nueva York. Debería estar en la cima del mundo. Y aún así me sentía bastante solo. De vez en cuando, hacía contacto con alguien en la estación, contacto visual, y s epreguntaba ¿Es ella la chica de mis sueños? Y luego ella se iba. Este corto surgió en esa época"
Ambientado en la década de los cincuenta y dibujado en blanco y negro, el corto destaca por la combinación de animación tradicional y animación por ordenador. Estéticamente, se nota en el trazo claro y plano de los dibujos hechos a mano, a los que se les aporta la sensación de profundidad mediante técnicas informáticas. quizá se trate de un nuevo camino para las producciones de la compañía, en todo caso, los resultados de este corto son muy prometedores.
lunes, 28 de enero de 2013
Amor
DIR: MICHAEL HANEKE
INT: JEAN-LOUIS TRINTIGNANT, EMMANUELLE RIVA, ISABELLE HUPPERT
FRANCIA-AUSTRIA, 2012, 127'
Nos habíamos acostumbrado a considerar al director austríaco Michael Haneke como un frío y hábil manipulador de imágenes, dotado de una mirada distanciada y escasa compasión por sus personajes. Según el punto de vista de cada uno, podía ser un analista que disecciona con precisión de cirujano la sociedad contemporánea o un cínico con cierta tendencia a mirar a sus conciudadanos por encima del hombro, contemplando la vida desde la torre de marfil de la alta cultura. En todo caso, su cine era más cerebral que emocional, a veces dependía de una idea central que presidía toda la película, condicionando los movimientos de sus criaturas. Por ello, sorprende encontrarnos a esta altura de su carrera, cumplidos los setenta y habiendo recogido todos los premios que se pueden recoger (varias veces) con una película que acerca la mirada hasta la intimidad de sus protagonistas y que recoge experiencias universales y reconocibles por todos, que afectarán a cualquiera que tenga algo de humano. ¿Ha abandonado Haneke el territorio del distanciamiento Brechtiano y se ha acercado a la fina gradación emocional de Chéjov, como apunta en algunas entrevistas? La sorpresa, de todas formas, es relativa: había momentos en La cinta blanca que señalaban la presencia de una insólita ternura en la obra de un director que se dio a conocer con su trilogía de la glaciación emocional. Y, por otra parte, todos los recursos que han hecho reconocible el estilo del director están presentes en esta nueva cinta.
George y Anne son profesores de
música retirados que ya sobrepasan los ochenta. Llevan una vida activa para su
edad: los conocemos mientras asisten al concierto de uno de los antiguos
alumnos de Anne, convertido ahora en un reputado pianista. Habitan un soberbio
apartamento del centro histórico de París, una casa cuyo mobiliario y
disposición nos indican que fue planeada unas décadas atrás como el refugio
para toda una vida, y que ese plan se ha cumplido dejando huellas del tiempo
vivido en cada uno de los rincones. Hay estanterías llenas de libros y
partituras, un gran piano presidiendo el salón, paisajes al óleo en las
paredes. Todo indica que la pareja ha vivido rodeada de cultura, pero en su
refugió irrumpirá, de manera devastadora, la naturaleza. El primer síntoma
ocurre durante el desayuno, la mujer queda con la mirada perdida, incapaz de
reaccionar a lo que la rodea. Es el comienzo del fin: esta mujer decidida y con
bastante carácter comenzará a perder el control de su cuerpo. Primero verá como
se paraliza su lado derecho, luego comenzará a perder cada vez más funciones
corporales, mientras su mente se rebela inútilmente ante la devastación. Mientras
tanto, George verá como la relación de la pareja entra en una nueva fase: Nunca habíamos vivido algo así, esto es algo
nuevo para los dos le dice a su hija Eva.
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Jean-Louis Trintignant |
La enfermedad es también una nueva
forma de intimidad. George lo irá descubriendo poco a poco, alzando el cuerpo
de Anne de la silla de ruedas, mientras roza sus rodillas con las de su mujer para evitar que se deslice y caiga. Anne
protesta inútilmente ante las atenciones de su marido, dolorosamente consciente
de que ahora necesitará ayuda hasta para las cosas más sencillas. En todo eso
hay lugar para diversas manifestaciones de ternura y afecto, que se intuyen a
través de la comunicación sin palabras propia de gente que ha compartido tantos
años. George y Anne, por supuesto, están interpretados por dos actores que
llevan a sus espaldas media historia del cine europeo. Trintignant, el mismo de
Y dios creó a la mujer, Mi noche con Maud, Rojo y tantas otras, al que una tragedia familiar había mantenido
alejado de las pantallas en los últimos años. Y Riva, que hace cincuenta años
protagonizó Hiroshima, mon amour. Haneke
ha dicho que no podría haber hecho la película sin Trintignant; según el
director, ningún otro actor podría transmitir esa ternura, esa delicadeza. Pero
es Riva hace la interpretación
físicamente más exigente, una transformación que consiste en ir abandonado
paulatinamente el control corporal mientras nos permite saber, a través de la
fuerza de su mirada, que existe una mente escondida en ese cuerpo, angustiada
ante su devastación.
Si las películas de Haneke solían ser
exploraciones de los fantasmas que acosan a la sociedad europea del último
cambio de milenio, aquí el director se adentra en un territorio más personal,
en el que las vivencias de los personajes son profundamente individuales y no
pretenden convertirse en metáforas de nada que ocurra más allá de las paredes
del apartamento. La distancia que el realizador austriaco mantiene entre el
espectador y sus criaturas se reduce,
Haneke permite que contemplemos más de cerca de lo habitual en él a Georges y a
Anne, nos deja implicarnos emocionalmente en su relación, por supuesto sin caer
en el sentimentalismo. Pero eso no significa que su estilo haya variado lo más
mínimo. Cada escena está llena de tensión, algo a lo que no es ajeno el hecho
de que el director nos muestre el desenlace en la primera escena de la
película. Así, sabemos que la
decadencia es inevitable, el viaje de los personajes es un camino sin retorno. Los
encuadres son a menudo inmóviles, las composiciones complejas, las acciones de
los personajes capturadas en tiempo real, como en sus anteriores películas. Y
sin embargo, no hay tiempos muertos, cada escena tiene su propia tensión
interna. El lento y torpe paso de George mientras avanza por el pasillo una y
otra vez es sobrecogedor porque el transcurso del tiempo es dramático en sí
mismo, la manifestación paso a paso de una cuenta atrás imposible de detener.
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Isabelle Huppert es la hija de los protagonistas |
Aunque no destaque tanto en una
película centrada en los dos actores protagonistas, los apartados técnicos
están al excelente nivel al que acostumbran en el cine de Haneke. Darius Khondji aporta una fotografía cálida
y luminosa adecuada para el ambiente hogareño del apartamento de la pareja.
Pero como de costumbre el trabajo más importante se desarrolla en la banda de
sonido. Haneke suele emplear el mismo tiempo en el montaje de sonido que en el
montaje de la imagen, lo que da una idea de la complejidad de su manto sonoro.
Además, en el press-book de Amor ha
destacado especialmente la labor de los técnicos de sonido, a lo que reconoce
como capaces de crear un mundo a partir de la nada. Sería imposible concebir la
atmósfera Hanekiana sin su elaborado tapiz sonoro, una cuidada atención a la
manera en que los objetos o los cuerpos se rozan. Normalmente ese trabajo está destinado a pasar desapercibido
para el espectador, pero hay momentos en que el sonido, combinado con el uso
del fuera del campo, crea el auténtico sentido dramático. El sonido de un grifo
que se cierra, o de el lejano
entrechocar de unos platos en la cocina significan algo más que ambientación,
son sutiles maneras de girar la trama, de convertir las imágenes que vemos en
algo completamente distinto.
A pesar de que la película sea profundamente
materialista, como el resto del cine de Haneke, principalmente un registro de
cuerpos moviéndose en tiempo real, un inventario detallado de la decadencia física,
hay varias escenas que apuntan a una fuga hacia un territorio inequívocamente
inmaterial, como si el austriaco se hiciese consciente de que contemplar sus
movimientos y sus palabras no fuese suficiente para explorar por completo la
situación que viven, la esencia de los personajes. El propio desenlace de la película
se desarrolla en ese territorio, en una especie de limbo al que se llega
después de recorrer el decaimiento de los cuerpos. ¿Es que postula Michael Haneke la existencia del alma? ¿O, con
ese inesperado vuelco hacia lo trascendental, el cineasta pretende explorar las
escurridizas posibilidades del arte como consuelo?
lunes, 21 de enero de 2013
La noche más oscura
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Dir: Kathryn Bigelow
Int: Jessica Chastain, Jason Clarke, Kyle Chandler
EEUU, 2012, 157'
Kathryn Bigelow triunfó con En
tierra hostil (The Hurt Locker, 2008) atravesando un territorio en el que muchos otros
cineastas habían fracasado: las experiencias de los soldados que combaten en la
“guerra contra el terror”, desplegados en Irak o Afganistán. Eligió narrar la
historia de un comando de artificieros encargados de desactivar bombas trampa, un
grupo hombres de acción en una misión casi suicida que no necesitan ninguna
clase de motivación excepto hacer bien su trabajo. Reduciendo el campo de
visión a estos hombres que arriesgan sus vidas para salvar las de otros,
mientras son observados por rostros árabes oscuros, anónimos y desenfocados que
se perciben como una amenaza latente, Bigelow
y el guionista Mark Boal
contaron la historia que la sociedad americana podía escuchar sobre las
campañas militares de este siglo XXI. Ahora, con La noche más oscura, se amplia el campo de batalla: la directora
narra la persecución por parte de los servicios secretos estadounidenses de
Osama Bin Laden, una persecución que, como todos sabemos, terminó con la
incursión nocturna que llevaron a cabo las fuerzas especiales norteamericanas
en su fortaleza secreta de Abbottabad, Pakistan.
Como suele ocurrir con películas
que tratan temas tan cercanos a la actualidad, la cinta de Bigelow ha sido
recibida con polémica por parte de muchos sectores, desde la CIA (que ha
emitido un comunicado poniendo en duda la veracidad de lo narrado) hasta varios
senadores y activistas políticos, que acusan a los cineastas de llevar a cabo una
apología de la tortura. Está claro que en esta trama hay bastantes elementos
que perjudican el inestable equilibrio que la cineasta había conseguido en su
película anterior, elementos que hacen enfrentarse a la sociedad estadounidense
con facetas de su política exterior que no forman parte de la narrativa
oficial. La historia de las decenas de películas de Hollywood que durante esta
década se han acercado a la intervención estadounidense en oriente medio es una
triste historia de silencios, miradas desviadas y vacíos narrativos que sugiere
un agujero en la cultura norteamericana, como si no supiera se cómo narrar esa
parte de su presente, a pesar de que algunos de sus aspectos más oscuros, precisamente
los que las películas no se atrevían a tocar, eran constantemente noticia en
los periódicos y la televisión.
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Zero Dark Thirty también es la historia de una mujer en un mundo de hombres |
La narrativa Hollywoodiense se ha
caracterizado por mantener una cierta ambigüedad ideológica a través de un
complicado sistema de contrapesos dramáticos, el más importante de los cuales
quizá sea la creación de antagonistas que estén al mismo nivel que los héroes
en el entramado dramático. Una película de Hollywood intenta incluir a todo el
público en el espacio narrativo, dar a cada uno por lo menos sus razones. Pero,
aparte de los recelos que despiertan entre la audiencia las películas
directamente políticas, los cineastas no han sabido desarrollar dramáticamente
este conflicto bélico, y una de las razones principales es que no han sabido
caracterizar al enemigo al que se enfrentan: los iraquíes o afganos aparecen
retratados como una masa indescifrable e indistinguible, movida por motivos
irracionales, que siempre representan una amenaza latente. La única posibilidad
de contacto con el mundo árabe en esas películas consiste en que el protagonista
se encuentre con algún árabe que
hable perfectamente inglés, escuche música pop anglosajona y sueñe con
vivir en Nueva York. Es quizá la
única forma que tiene los guionistas más liberales de mostrar que en Oriente
Medio hay elementos redimibles. El resto es una masa anónima y amenazante con
una aterradora tendencia a volar en pedazos. Por ello, resulta curioso
descubrir los esfuerzos de Bigelow y
Boal por lograr el equilibrio
adecuado del espectáculo, logrando que la narración sea lo suficientemente
ambigua para atraer al público de todas las tendencias, sobre todo teniendo en
cuenta que se estrena en año electoral. Para ello tienen una baza con la que
otros cineastas no contaban: por una vez, la “guerra contra el terror” tiene una historia inequívocamente
triunfal.
La cinta comienza con las voces
de las víctimas de los atentados del once de septiembre sobre una pantalla en
negro: últimas llamadas, peticiones de auxilio, despedidas. Cuando en unos
segundos la película nos trasporte a una cárcel secreta de la CIA, dos años
después de los atentados, ya sabemos que estamos en una revenge movie: una película de venganza. Un agente (Jason Clarke)
de manera eficaz e impersonal, tortura a un detenido: le golpea, le desnuda y
le hace andar a cuatro patas con una correa de perro, practica la asfixia
simulada. Mientras tanto, el personal de oficina examina documentos, recita
nombres de lugares en oriente medio, siglas, sospechosos y detenidos. Hablan
rápido de cosas que el espectador no conoce, como hace a menudo la gente en las
películas para demostrar que son expertos de un campo muy complejo. Todo es
bastante confuso, pero pronto se perfila una trama y una protagonista. La trama
sigue la pista de Abu Ahmed, el escurridizo correo de Bin Laden, con la
esperanza de que encontrar a ese hombre les conduzca hasta el líder de Al Qaeda. La protagonista, Maya, la joven recién
llegada, convertirá esa pista en una obsesión y se empeñará en seguirla hasta
el final.
Maya, encarnada por la etérea
presencia pelirroja de Jessica Chastain, es más una idea que un personaje.
Parece no tener vida propia que no tenga que ver con la CIA, con la misión; su
propio nombre parece una clave propia del mundo del espionaje. Da la sensación
de no existir fuera de las secuencias de la película, como si realmente no le
ocurriera nada entre un plano y el siguiente. El guión la muestra participando
en todas las etapas de la investigación, desde los interrogatorios en las
cárceles secretas, el atentado en el hotel Marriot de Islamabad, el ataque
sobre Camp Chapman, en Afganistán, y por supuesto la ofensiva final. Más que
una persona, Maya es una línea que conecta puntos aislados de una década
tremendamente confusa. Da la impresión de ser uno de esos personajes fabricados
reuniendo las experiencias de varias personas reales, como si los cineastas
necesitaran concretar la secuencia de los hechos mostrando detrás de todo ello una presencia humana, una
voluntad, a costa de despojarla de personalidad. Su único rasgo de carácter es
una insobornable tenacidad, que en algunos momentos puede llegar a alcanzar el
rango de obsesión.
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Jessica Chastain es nuestra guia en la persecución de Bin Laden |
Maya se muestra decidida a seguir
la pista que cree correcta hasta el final, pero ¿cómo saber que no está en un
error? En el mundo de espionaje y vigilancia que muestra la película los datos
de información forman un inmenso mar del que se hace casi imposible extraer
algún sentido. Todo resulta tan incompleto, tan confuso, que un mero patrón de
comportamientos aparentemente banales es más revelador que muchos datos
concretos. Las cosas de las que un sospechoso no habla por teléfono con su
madre, por ejemplo. O el hecho de que nunca vaya dos veces al mismo sitio por
el mismo camino. Eso se llama tradecraft:
artes del oficio, el trabajo de los agentes consiste en reconocerlas entre una
maraña de comportamientos humanos caóticos. Se trata de procedimientos adquiridos mediante la
experiencia de las actividades secretas, procedimientos en los que los agentes
de los servicios de inteligencia también son bastante diestros.
Por supuesto, Bigelow también tiene su tradecraft, empleada para elaborar la
puesta una puesta en escena acorde con el realismo cinematográfico del año
2012, un concepto de realismo mediado, como siempre, por las imágenes
construidas por los medios de comunicación sobre los acontecimientos reales.
Las técnicas de la directora incluyen el uso de múltiples cámaras en movimiento combinadas con un montaje
rápido que provoque la sensación reacciones simultáneas. Encuadres desbordantes
de presencias en primer término: figurantes, vehículos en movimiento, etc. ,
que se interponen entre la cámara y los actores para sugerir un entorno
inabarcable. Imágenes de todo tipo de dispositivos: cámaras de vigilancia,
pantallas de ordenador, toda clase de monitores y gráficos vía satélite que le
sirven a la directora para aumentar el efecto de realidad. Rodaje con cámaras
ocultas en los abarrotados mercados de India, para captar esas abigarradas
masas humanas imposibles de reproducir con figuración. Y, por supuesto, la
construcción en Jordania de una réplica de la fortaleza de Bin Laden
convenientemente dotada de paredes móviles para que la steadicam pueda seguir a los Seals en su operación. También la manera de detener el ritmo de la
película súbitamente cuando se aproxima un estallido de violencia: Maya toma un
trago de vino en un raro momento de relajación en el restaurante del hotel
Marriot, unos segundos antes de que explote la bomba; el coche de un supuesto
confidente se acerca lentamente a la base haciendo que el aire se llene de
premoniciones: será casualidad o no, pero justo en ese momento un gato negro
cruza la pantalla. La joya de la corona es la set-piece final, el asalto a la
fortaleza que ocupa en pantalla apenas unos minutos menos de lo que duró en la
realidad. Es un ejercicio de detención del ritmo y de multiplicación de los
puntos de vista, de imágenes mediadas por dispositivos tecnológicos, de
coreografía de cuerpos en acción en la que la directora despliega todos los
recursos de su estilo.
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La visión de la realidad aparecea a menudo mediada por la tecnología. |
Dramáticamente, el campo de
batalla que perfila La hora más oscura
se desarrolla con una combinación de claridad y ambigüedad propia de la
narrativa Hollywoodiense. Bin Laden está fuera de la sociedad, la película
nunca cuestiona la orden de matarlo, ni plantea la posibilidad de que tuviese
un juicio justo, como cualquier criminal. El conflicto real de la película se
centra más bien en cómo atraparlo, un conflicto que enfrenta a la estrategia y
determinación de Maya con la fuerza física y la profesionalidad de los hombres
que la rodean, expertos en el uso de la violencia. La forma en que los
cineastas presentan las escenas de tortura es un ejercicio de ambigüedad
delicadamente calculado. Puede ser una técnica más, desagradable, pero
necesaria, en una guerra contra un enemigo fanático que no se detiene ante
nada. En la cinta, las torturas se aplican con rigor profesional, sin sadismo,
sin la diversión obscena que se apreciaba en las fotos de la prisión de Abu
Ghraib. Quienes las llevan a cabo pagan un precio por ello: el agente Dan
expresa más tarde su deseo de dejar ese trabajo después de haber visto “demasiados hombres desnudos”. Por otro
lado, el hecho de mostrar estos métodos pone en cuestión la imagen que Estados
Unidos siempre ha mantenido, por lo menos de puertas hacia fuera, sobre su
política exterior. Las torturas convierten a los norteamericanos en algo
parecido a lo que pretenden derrotar, su apariencia de profesionalidad no es
más que una distancia emocional que les separa del mundo que les rodea, una
separación que puede llegar a trastornarles gravemente. Ni siquiera se muestra que la tortura
sea especialmente eficaz: la información se consigue más bien mediante un toque
de astucia por parte de Maya que mediante el uso de la violencia. Esta
ambigüedad es un clásico ejemplo de la vaguedad ideológica propia de Hollywood,
vaguedad que responde a la intención de atraer a la mayor cantidad de público
posible. A pesar de todo esto, el mundo femenino de Maya y el mundo masculino
de los agentes se interrelacionan y la cinta acabará sugiriendo que ambos
enfoques fueron necesarios para llevar a cabo la misión.
Se ha comentado que el suspense
de la película no decae en ningún momento a pesar de que todos conozcamos el
desenlace. En realidad es precisamente el hecho de que sepamos como termina
todo lo que hace aumentar la intensidad de la película. El hecho de ver el
desarrollo de un acontecimiento histórico es lo que da importancia a detalles y
momentos que de otra manera serian banales, cargándoles de relevancia y
significado. Es lo que hacer ver una línea clara y definida, una progresión en
lo que de otra manera sería una sucesión de acontecimientos sin demasiado sentido.
Bigelow y Boal estaban preparando otro proyecto sobre la fallida caza de Bin
Laden en las montañas de Afganistán tras los atentados del 2001. La muerte del terrorista
cambió el destino de ese proyecto por completo, en un ejemplo de cómo un único acontecimiento
puede cambiar el sentido de toda una serie de hechos. ¿Qué sensación habría
dejado el proyecto originario de los cineastas? ¿Cuál podría ser el modo de unificar una trama que
habría quedado en lo esencial sin resolver? ¿Qué pensaríamos entonces de la
determinación de un personaje como Maya, o de la sobria profesionalidad con la
que los gentes usan la violencia como herramienta de trabajo?
jueves, 17 de enero de 2013
Video: Lincoln en el cine: de Griffith a Spielberg
jueves, 10 de enero de 2013
The Master
T.O: THE MASTER
DIR: PAUL THOMAS ANDERSON
INT: JOAQUIN PHOENIX, PHILIP SEYMOUR HOFFMAN, AMY ADAMS
EEUU, 2012, 144'
Freddie Quell (Joaquin
Phoenix) es un marino a la deriva. Incapaz de incorporarse a la vida civil después
de la segunda guerra mundial, sufriendo estrés postraumático, contesta a las
preguntas sobre su vida de los psiquiatras del hospital militar desconfiando de
sus palabras. No hay respuestas correctas, le dicen, él sospecha que si las
hay, aunque no sepa cuales son. Su actitud es una especie de agresividad
defensiva. Con su risa nerviosa, el labio superior volcado hacia arriba en una
especie de sonrisa sardónica, los músculos alerta y en tensión, esperando que
cualquier enfrentamiento reconvierta en un altercado físico, y la mirada
desviada, se mantiene constantemente entre el estupor alcohólico y la neblina
de la resaca. Vagabundea por varios trabajos en la floreciente economía de
posguerra, en ninguno de ellos logra mantenerse demasiado. Como fotógrafo en
unos grandes almacenes demuestra lo lejos que se encuentra de la clase media y
la sociedad de consumo que despegaba en los Estados Unidos. Prueba suerte como
jornalero en unos campos de verduras, pero tiene que acabar huyendo después de
envenenar a uno de sus compañeros con una de sus extrañas mezclas de alcohol
casero, elaboradas con cualquier producto químico que encuentre a mano, desde
combustible de misiles hasta disolvente de pintura. Su único impulso en todo
ello parece ser sexual: quiere follar. En cualquier lugar, en cualquier momento,
la urgencia sexual es el único motor de su vida. Sus sucesivos intentos con varias
mujeres casi resultan cómicos entre la torpeza y la franqueza animal.
Anderson y Phoenix basaron su creación de Quell en dos documentales: Let There Be Ligh, de 1945, en el que
John Huston explora los hospitales psiquiátricos en los que se trataba a los
soldados que volvían del frente después de la guerra (Un encargo del gobierno
de Estados Unidos, este documental se mantuvo oculto hasta finales de los años
setenta por su impacto emocional); y On
the Bowery, de 1965, en el que Lionel Rogospin retrata la población
alcohólica de ese barrio neoyorkino, incluyendo unos cuantos casos de antiguos
soldados golpeados por el trauma. Quell es un desecho humano, un amasijo de
nervios e instintos en perpetua trayectoria descendente, que provoca una mezcla
de compasión y temor en quienes le rodean. Su andar sin rumbo se refleja en
unos movimientos descoordinados, en una total ausencia de dirección corporal. Su
voz se desliza a menudo hacia el murmullo ininteligible; sus frases suelen
quedan interrumpidas por risas o por un súbito silencio. Un día de 1950, quizá
sintiendo nostalgia del mar, quizá huyendo del suelo firme bajo sus pies, se
cuela en un yate en el que se celebra una boda. Al día siguiente, conoce al
hombre que dice estar al mando: Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), quien se presenta como “escritor, médico, físico nuclear y teórico
de la filosofía. Pero sobre todo, soy un hombre, un hombre desesperadamente
inquisitivo, como tú”
Lancaster
Dodd es una figura carismática, un líder religioso cuyo culto, La Causa, habla
de viajes en el tiempo, vidas pasadas y curas para el cáncer. Sostiene que es
capaz de lograr que sus seguidores alcancen la perfección humana, que
identifica con estado de pureza primitiva. Logra todo eso mediante su presencia
y el uso expresivo de su voz, mediante el empleo de la retórica y la persuasión.
Es una figura que busca estar en control de su expresividad. Se mueve de manera
firme y serena, habla como si sus palabras fuesen a ser recogidas y fijadas para
el futuro, de hecho dedica bastante tiempo a grabar su propia voz. Su encuentro
con el antiguo marino es tan improbable como providencial. Al fin y al cabo, un
sujeto tan perdido como éste puede ser ideal para poner de manifiesto las
supuestas virtudes de su doctrina. O quizá se trate de que todo líder necesita
un acólito, alguien que dependa completamente de él, para demostrarse a si mismo su capacidad de dominio. En todo
caso, Dodd acoge a Quell como “protegido
y conejillo de indias”, en sus propias palabras.
P.T Anderson montó estos clips promocionales de la película con escenas no utilizadas en el montaje final.
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Lancaster Dodd siempre está preocupado por el efecto que causa su presencia |
The Master está rodada con película de
70mm, el formato que se suele asociar con películas épicas del estilo de Lawrence de Arabia, pero es un drama que
se desarrolla en gran parte entre cuatro paredes, entre dos personajes.
Significativamente, renuncia al uso de la pantalla ancha que por lo general se
asocia con el 70mm: el formato de proyección es 1:1’85. Una elección lógica, si
tenemos en cuenta que la mayor parte de la película descansa sobre primeros
planos de sus protagonistas, a menudo con escasa profundidad de campo. El resto
de los personajes ocupan el fondo, a menudo fuera de foco, desplazados del
espacio dramático por la presencia magnética de Dodd. Peggy(Amy Adams), la
mujer del maestro, hace del equilibrio entre mantenerse en un segundo término,
casi como figuración, a reclamar
el primer plano de la acción la razón de ser de su personaje. Mantiene la
apariencia de esposa del gran hombre, hasta que se revela como la mujer que
tomas muchas de sus decisiones, llegando a dictarle su nueva obra. En una
secuencia, reafirma el dominio sobre su marido masturbándole sobre el lavabo
mientras le advierte que puede hacer lo que quiera, con quien quiera, mientras
ella no se entere y nadie que ella conozca se entere. De esta manera, vemos
como el matrimonio cambia su equilibrio de poder según se encuentre en público
o en privado.
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El vínculo entre los dos protagonistas los convierte en interdependientes. |
La
doctrina de La Causa queda en un segundo plano. Lo único que sabremos es que no
termina de ser demasiado coherente. Val, el desapegado hijo mayor del maestro,
sugiere que su padre se la va inventando sobre la marcha. A pesar de la jerga
oscura que se utiliza, algunos agujeros se hacen evidentes para sus seguidores,
lo que agudiza la paranoia de Dodd. Por ello, la doctrina de ambiciones
cósmicas de Dodd va a encontrar una prueba de su valor en el muy terrenal
vínculo que le une a Quell. Al fin y al cabo, si es capaz de lograr que ese
marginado olvidado por todos encuentre su lugar en el mundo, ¿Cómo sería
posible dudar de su poder? Dodd
impone la presencia de su protegido a pesar de las reticencias de sus allegados.
La relación entre el guía espiritual y su alumno se define a través de gestos,
de tonos de voz, de tener la capacidad para aguantar la mirada o no hacerlo, es
una relación marcada por las modalidades de la retórica, del sentido del espectáculo.
Quizá por ello, su vínculo amenaza con disolverse bastante a menudo. La
dualidad que se establece entre los dos personajes (la naturaleza de Quell
frente a la cultura de Dodd) viene reforzada por el juego de dualidades que
visualmente establece la película de continuo: el mar frente a la tierra firme,
las paredes frente a los horizontes despejados.
Y además está el extraño fluir de la
historia, el caprichoso encadenamiento de las secuencias. La elipsis es una
figura narrativa fundamental (transcurren cinco años en los quince primeros
minutos de la película, desde el fin de la guerra hasta que maestro y discípulo
se conocen), una elipsis que a veces se presenta como la consecuencia de los
agujeros en la memoria producto del alcoholismo. Algunas escenas pueden ser
ensoñaciones, aunque nunca estemos demasiado seguros. En todo caso, el tono
onírico viene dado por la combinación de la nitidez de la imagen con la
escurridiza relación de causa y efecto entre las secuencias de la narración.
Las acciones quedan interrumpidas después de ser formuladas, los hechos son muchas
veces meramente sugeridos. Gran parte de la trama se desarrolla en la
trastienda de los discursos, en situaciones de reposo o espera. La época
aparece retratada de la misma manera, como una serie de detalles que apuntan a
un mundo mucho más amplio, situado fuera de la pantalla. La mejor muestra de
eso es la secuencia en que Freddie sigue con la mirada a una modelo en unos
lujosos grandes almacenes, una panorámica de esplendor capitalista que nos
recuerda la existencia del mundo de clase media que solían retratar los
melodramas del momento. The Master es un drama narrado de manera
impresionista sobre la relación entre dos hombres, una relación de maestro y
discípulo en la que el alumno tiene más cosas que aprender acerca de la
naturaleza del carisma que sobre cualquiera de las doctrinas del líder.
Aunque
decepcione a quienes esperen épica histórica o la denuncia de ciertos cultos
personales, The Master confirma que Paul Thomas Anderson juega en una liga
de un solo hombre en el cine norteamericano contemporáneo. Películas de esta
ambición, tanto temática como cinematográfica desaparecieron hace mucho tiempo
del horizonte, incluso del cine más independiente. El director parece contemporáneo
en espíritu de los directores de la década de los sesenta o setenta, que no
tenían miedo de hacer películas que dividiesen al público porque la
confrontación podía ser un poderoso medio de expresión. Aun así, y a pesar de
estar ambientada a mediados despasado siglo, pocas películas actuales tienen
una resonancia tan contemporánea, parecen formar parte de manera tan directa de
la época en que vivimos, un momento en que la esfera social está dominada cada
vez más por diversas formas de personalidades carismáticas.
viernes, 4 de enero de 2013
Corto: Haircut Mouse, de Michel Gondry
Michel Gondry nos felicita el nuevo año con este simpático corto animado que actualiza las aventuras del gato y el ratón. Como es de esperar, resulta bastante extraño, y está realizado con ese tono entre naif y amateur que tanto le gusta al director de Olvidate de mi. La música es del cantautor francés Loane, el propio Gondry toca la bateria. Si no te gusta, bueno, puedes ajustar cuentas con Gondry cuando estrene las dos películas que ya tiene en el bote: The We and the I, sobre el recorrido de un autobús escolar neoyorquino, y La espuma de los dias, adaptación de la novela de Boris Vian con Audrey Tatou y Romain Duris